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Isabel Oliver, la pintora pop olvidada que renace con 75 años

Isabel Oliver, en su estudio en Valencia.

Peio H. Riaño

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“Es una pintora de los años setenta que hemos rescatado”. Y el director del Museo Reina Sofía presentó al ministro de Cultura a Isabel Oliver (Valencia, 1946), la pintora “renacida”. Luego, Miquel Iceta continuó su marcha a la vera de Manolo Borja-Villel mientras este le mostraba el nuevo recorrido y lectura de las colecciones que el centro inauguró el pasado viernes. Y allí quedó Isabel, haciéndose fotos en la sala abarrotada en la que cuelga su cuadro “Reunión feliz” (1970-1973) y su instalación “De profesión, sus labores”. Estaba feliz y contenta que a los 75 años de edad, ya jubilada como catedrática de dibujo en la facultad de Bellas Artes de la Universidad de Valencia, se atienda y valore su trabajo. Ha pasado cuatro décadas sin dejar de pintar en su pequeño estudio de Valencia, no ha tenido reconocimiento en museos ni presencia pública, está ausente en los libros de arte y ha sido ignorada por el mercado. ¿Cómo ha sido posible esta ceguera y este “rescate”?

“Al principio creía que no iba en serio, que debía ser un error”, recuerda Isabel Oliver de aquella llamada que le cambió la vida en 2015. Era la llamada del auténtico rescate: era la TATE Modern de Londres, la institución de arte moderno más importante del Reino Unido y más influyente en Europa. Isabel no tenía obra en los museos españoles, ninguno se había interesado por su trabajo y apenas había vendido a coleccionistas. Ni siquiera tenía galerista y sigue sin tenerlo. “Porque no me entiendo con ellos. No me gusta que me digan lo que tengo que hacer porque eso se vende o este házmelo en azules porque me lo han pedido así. No soy la persona adecuada”, explica la artista.

La llamada de la TATE era tan real como la exposición sobre arte pop internacional que estaban organizando: “The World Goes Pop”, montada entre septiembre de 2015 y enero de 2016. A través de 160 obras, Jessica Morgan y Flavia Frigeri mostraron las esencias del movimiento internacional, desde Latinoamérica a Asia, de Europa a Oriente Medio, en los años sesenta y setenta. Las dos comisarias se plantaron en el pequeño estudio de Isabel, en Valencia, para ver quién era y qué había hecho. Habían llegado hasta ahí de rebote y quedaron tan impresionadas con su trabajo que se llevaron cinco de sus cuadros para colgarlos en la exposición. “Era la primera vez que esos salían de mi estudio”, recuerda Oliver. La muestra tuvo una gran repercusión y hasta se enteraron los museos de arte contemporáneo español que habían ignorado el trabajo de Isabel Oliver. 

Discriminación en las compras

Entonces los museos españoles “rescataron” a la artista que había estado trabajando con Equipo Crónica en sus talleres, colaborando con ellos y, por supuesto, sin pasar a los manuales de las historias del arte. Las llamadas de Londres dieron paso a las de Madrid y Valencia. El Museo Reina Sofía le compró en 2017 “Reunión feliz” por 40.000 euros. Ese año el centro adquirió obra a 34 artistas, 22 estaban firmadas por hombres y 12 por mujeres, que representaban un 35% de las compras. Era el dato más cercano a una política igualitaria desde 2013. En ese lustro, bajo la dirección de Borja-Villel, el museo compró obra de 55 artistas vivos frente a 11 artistas españolas (un 16,6%). La dirección está esforzándose por dejar de apostar por el hombre.

“Claro que si hubiera sido un hombre mi carrera habría sido mucho más fácil. Las chicas hemos tenido que demostrar mucho más que los hombres para hacernos un hueco. La sociedad no habría sido tan cruel conmigo, desde el entorno familiar al resto. Recuerda que, además, estábamos en plena dictadura, con el machismo y el patriarcado que no te podías ni mover”, recuerda Oliver. “Me considero una artista ocultada, rechazada y menospreciada”. El IVAM le ofreció la mitad de lo que le pagó el Reina Sofía, cuenta Oliver, y ella les vendió algunos. “Otros me he negado a venderlos, porque valen más de lo que querían pagar por ellos”, cuenta sin atisbo de duda.

“La maternidad nos ha penalizado siempre. A mí me han llegado a decir, directamente, que yo estaba en edad fecunda y que me iba a poner a tener hijos y que entonces cambiarían mis prioridades. No me daban opción a que yo opinara. Me veían cuidando niños y dejando la pintura para dedicarme a su crianza. Y eso no lo veían rentable. Me lo decían las galeristas y también los empresarios. Bueno, se sigue diciendo”, dice Isabel Oliver. Ella ha sido madre de un hijo y una hija, ha mantenido una carrera, pero en su caso había un problema añadido: lo que pintaba. “¿Quién quería colgar cuadros feministas en 1970?”, pregunta para que no contestemos. “Lo único que hacían era molestar. Si hubieran sido un poco políticos, pero no feministas, como en el Equipo Crónica pues ni tan mal”.

Liberar a la mujer

En los setenta no vendió “absolutamente nada”. Las primeras obras que colocó eran unos paisajes pop, “bonitos”, con colores potentes, realización minuciosa. “Y me aburrí de hacerlos enseguida”. Como no encontraba compradores que respaldaran su carrera sacó plaza para ser profesora en la facultad de Bellas Artes, garantizarse un ingreso y seguir pintando. Ahora está a pleno rendimiento y trabaja en varias series al tiempo. Pero debe parar porque se ha quedado sin espacio. El taller está abarrotado de obra sin vender y no puede permitirse alquilar otro. “Pocas cosas he vendido, pocas. No he vivido de eso. No soy una pintora comercial, porque no son decorativas. Tampoco pinto para gustar”.

Una de esas series en las que anda liada parte de las obras de Tiziano: usa esos cuadros mitológicos para llamar la atención sobre el tratamiento de la mujer y “cuestionar cómo nos quieren y cómo quieren que seamos”. En estas versiones de Oliver, las mujeres o no están o las presenta escapando de la violación. Incluso saltan del marco, como hace la propia Elena ante Zeus. Tiene pendiente resolver el “Rapto de las Sabinas”, de Rubens. “Tengo que hacer algo para liberarlas”, masculla. “Me llama la atención el uso que se hace del cuerpo femenino en la historia de la pintura, siempre desnudas. Como si fueran jarrones sólo son para el disfrute masculino”, nuevo disparo contra la ceguera.

De los años setenta es el cuadro que ahora se puede ver en la cuarta planta del Reina Sofía. En “Reunión feliz” aparece un grupo de señoras contentísimas, al margen de lo que está ocurriendo más allá de su pequeña burbuja burguesa. La salita no tiene paredes y al otro lado se ve el desierto de Dalí. Quién sabe si por lo desconocido para ellas o como metáfora del desierto vital de estas mujeres de color gris, que a los cincuenta y con los hijos criados parecen haberse quedado sin una motivación. “Exageran su felicidad porque viven ajenas a todo lo que no sean ellas mismas”, dice la artista. Esta parcela feminista trabajada en la serie “La mujer” -donde ellas son las protagonistas, pero no las heroínas- no fue atendida por sus compañeros de generación. Isabel Oliver fue única en esta perspectiva ignorada de inmediato. Su pelea constante contra el rechazo comenzó con su estudios cuando comunicó a sus padres que estudiaría Bellas Artes. Ellos se negaron porque era un sitio “muy raro”, donde allí sólo había “gente desnuda”. No vieron carrera con futuro, vieron “una barbaridad”.

Han tenido que pasar cuarenta años para que una institución cultural reconozca su papel. Hubo historiadoras del arte como Isabel Tejeda que la señalaron como un exponente significativo del arte pop, pero una historiadora reivindicando a una artista tampoco iba a cuajar en un sistema que las excluye. Sin apadrinamiento masculino, a Isabel Oliver la desigualdad le ha agotado en su vida laboral y creativa. Dice que es una batalla interminable: “Porque tienes que estar pendiente de cosas que no tendrían que interrumpirte. Tu cabeza está en otro sitio, no en tu obra. Es tremendo. Ellos no te dejan pasar y tienes que abrirte paso”. Menos mal que ha sido “rescatada”. 

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