Ya nadie mata al padre
“Todas las familias tienen secretos. A veces son del tipo de secretos que la familia esconde a los desconocidos; a veces de los que una familia se esconde a sí misma; y otras de esos cuya existencia nadie admite conscientemente. Pero casi siempre están ahí. La gente tiene una profunda necesidad de secretos. La cuestión es qué hacer con ellos y sobre ellos, y cuándo contarlos”. Así comienza Novela familiar, de John Lanchester, una historia en la que desbroza las heridas, los trapos sucios y lo que hay tras las fotos navideñas de la vida de sus padres. Algo así como lo que hiciera Mike Leigh en la película Secretos y mentiras –recuerden esa relación entre el personaje de Brenda Blethyn y su hermano, interpretado por Timothy Spall- y que Nacho Vegas trasladó a formato canción con título homónimo. No hay candor, sino más bien bofetada freudiana.
Christine F. también contó sus oscuridades familiares llenas de drogas y prostitución en Los niños de la estación de Zoo y lo ha vuelto a hacer ahora con Mi segunda vida. Y Philip Roth con Patrimonio, y Richard Ford, con Mi madre, hicieron lo propio mientras lamían sus cicatrices. No hay argumento más novelístico que el familiar –ya lo dijo Tolstoi con su Anna Karenina- y ese núcleo está ahí para purgarlo. Al fin y al cabo es lo que más construye y destruye nuestra alma. Como afirma el escritor Alberto Olmos, “hay escribir sobre los padres no para decir que los quieres mucho y que son estupendas personas, sino para decir que no son estupendas personas y, sin embargo, los quieres mucho”.
No obstante, en la narrativa española, y sobre todo, en la más reciente, no se habla demasiado de los progenitores. Olmos, que acaba de editar una antología de relatos de autores nacidos después de 1980 así lo reconoce. Los jóvenes escriben sobre la pareja y sus vicisitudes amorosas. Con algunas excepciones como la de Daniel Gascón y su hermana Aloma Rodríguez, o el poeta Pablo Fidalgo, no hay padres que valgan.
Cartas de amor
Y cuando se hace, es para bien. Son cartas de amor. Los padres, los tíos, los primos, los abuelos aparecen retratados en el marco del refugio. No hay infidelidades, ni broncas que cualquiera puede reconocer en su propia familia, ni asuntos turbios. Nada sórdido. Quien diga que la familia como institución está en crisis se equivoca de medio a medio. Es lo que sucede con Entresuelo, de Gascón (nacido en 1981) o con Todo lo que una tarde murió con las bicicletas, de Llucía Ramis (nacida en 1977). Ambos, educados en hogares progresistas, socialdemócratas, rinden un homenaje que, eso sí, suena honesto y agradecido. Muy poco que ver con aquellos relatos de los años cuarenta que se marcaron Carmen Laforet con Nada o incluso Camilo José Cela con La familia de Pascual Duarte y Mercé Rodoreda con Espejo roto.
“No me interesaba contar la clásica historia de los conflictos familiares, sino de la herencia de unos valores, una educación, una manera de ver las cosas y de actuar, que no tiene por qué ser la correcta, pero es la que reconocemos como buena. Tampoco busco culpables. Intento ser analítica. Cuando crees que lo has perdido todo, siempre te queda la familia: te guste o no, formas parte de ella. Puede ser un refugio, pero también es un lastre”, explica Ramis. En su novela retrata un mundo que puede ser fácilmente reconocible para todo aquel que pasara su infancia en los ochenta y su adolescencia en los noventa sin demasiadas estridencias.
Lo mismo ocurre con el relato de Gascón en el que destila admiración hacia sus abuelos llegados desde un pueblo de Aragón a Zaragoza en la década de los cincuenta: “La idea del homenaje o del agradecimiento estaba allí. En este libro cuento episodios mejores y peores: no quería ser enfático en aspectos más trágicos o reprochables, pero están allí. Con todo, creo que es en general un libro sobre la alegría. Si hubiera encontrado secretos o trapos sucios los habría contado, y habría intentado entender por qué se produjeron esas cosas”, señala.
Los padres, nuestros héroes
Se antoja pensar que el hecho de que nadie quiera ya matar al padre y que no haya ajustes de cuentas tenga que ver, precisamente, con la educación recibida. Estos autores nacieron cuando despegaba una escuela pública ilusionante, con un profesorado joven. Y los padres, como confirma Gascón, “gente razonable, culta, liberal”, fueron aquellos que se lanzaron a la calle para luchar en el tardofranquismo de los años setenta cuando apenas tenían veinte años. Y los que no lo hicieron sí vieron cómo el país cambiaba a su alrededor. “Creo que, en una perspectiva personal pero también, desde luego, general, mi generación se ha beneficiado de muchas de esas luchas”, añade este escritor, hijo del periodista Antón Castro.
La escritora Elvira Navarro (Huelva, 1978), autora de La ciudad en invierno y La ciudad feliz, donde también se establece una línea argumental muy familiar, reconoce esta circunstancia. “La lectura más optimista quizá tenga que ver con una hiperconsciencia psicológica, es decir: no hay ajuste de cuentas porque sabemos que nuestros padres fueron a su vez víctimas de represiones y frustraciones por parte de los suyos. No los vemos como verdugos, sino como víctimas”, sostiene.
Los padres quedan convertidos así en una especie de héroes con los que, además, se comparte una cultura pop. Seguimos escuchando a los Beatles y a los Rolling Stones. Nada que ver con la ruptura cultural existente entre ellos y los abuelos, quienes poco tenían en común entre sí. “Antes eran [relaciones] piramidales, existía un principio de autoridad. Luego la comunicación empezó a ser de tú a tú, y ahí se acabó la inocencia. Nos lo explicaron todo desde pequeños. Sin secretos, no hay fantasmas; tampoco grandes descubrimientos ni revoluciones. Vimos cómo el Challenger se estrellaba en directo como también vimos muertos de hambre o en las guerras por la tele. Hay una voluntad de gustar a tus mayores y una dificultad a la hora de quererlos incondicionalmente”, analiza Ramis.
¿Generación conformista?
Estos escritores también saben que hubo un tiempo en el que no tuvimos que buscarnos demasiado la vida. “Fuimos unos burgueses ‘low cost’: lo teníamos todo por un precio muy bajo. Ropa, packs de vacaciones, vuelos, juergas… Incluso hipotecas, aunque tuvieran trampa”, puntualiza Ramis. Aunque eso sí, la precarización estaba ahí. Nunca hubo trabajos con sueldazos – a menos que estuvieras en el sector de la construcción- ni contratos boyantes, y había que pagar alquileres. Pero no se estaba tan mal y uno era consciente de que siempre estaba ahí la familia.
De ahí que para Elvira Navarro también haya una lectura algo perniciosa de este amor al progenitor, puesto que, según ella, “no hay ajuste de cuentas ni con los padres ni con el sistema. Nos vale con lo que nos dan, lo que a su vez puede que esté relacionado con cierto nihilismo de fondo de nuestra generación. Fuimos adolescentes en los noventa y mamamos la cultura del pelotazo. Cualquier cosa que implique rebasar la fe a corto plazo parece descartada”.
Un asunto espinoso que deviene en extraña dependencia y de la que Ramis también se hace eco. Familia como refugio y como lastre. “A mí me educaron para que fuera libre e independiente, incluso para ser feliz. Pero tanta autosuficiencia hace que, a menudo, te sientas sola. Y bueno, lo de la felicidad es de traca: toda la vida oyendo que tenemos que ser felices, y para lo único que sirve es para que algunos hagan negocio con los libros de autoayuda”-
Y así, no hay manera. Mucho menos con esta crisis que ha abocado a muchos a regresar al hogar paterno. O a acudir de vez en cuando –mucho más que antes- a por un tupperware lleno de comida, creando así una especie de esquizofrenia generacional de la que puede que en el futuro aparezcan grandes novelas. Así, de hecho, también comienza la novela de Lanchester: “La sensación de seguridad puede que sea sensación de estar atrapado; los placeres de la rutina pueden ser tedio asfixiante; el imprevisible humor de los padres, desesperante e impropio infantilismo; y en muchos casos, el sentimiento es simultáneo. De niño yo fui tanto feliz como infeliz, del mismo modo que mis padres fueron tanto felices como infelices, y del mismo modo que le ocurre a casi todo el mundo”. No saber matar al padre o no querer hacerlo tiene sus consecuencias.