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No solo se hace camino al andar

Cuando la ciudad nos hace andar de cabeza

Cristina F. Pereda

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Estamos en la era ‘de la inmediatez’ y la tecnología nos había prometido herramientas para organizar mejor el tiempo, ser más eficientes y disfrutar de más horas libres. Las herramientas están ahí, pero la realidad es otra. Íñigo Errejón lo ha llamado una vida de “ir de casa al trabajo, del trabajo a casa, hacerte el tupper para el día siguiente, dormirte exhausto, levantarte y volver a empezar”. Este diputado hablaba de precariedad laboral, de falta de tiempo libre y también de la libertad para disfrutarlo. 

Las respuestas “bien” o “regular” cuando preguntamos a alguien un simple ¿Qué tal? han quedado relegadas a otra época. Hoy estamos “hasta arriba”, “sin tiempo para nada” o, ya lo habrán oído, “no me da la vida”. Si no es el trabajo es que no tenemos tiempo de ir al gimnasio, pensar en la compra, decidir qué hacer el fin de semana, cuándo pedir esa cita en el banco, preparar cualquier papeleo. Si queda algún momento libre, suele ser secuestrado por una notificación del teléfono, el último vídeo de Tik Tok que aún no hemos comentado o intentar acordarnos de la crisis política que salía en las noticias de ayer, porque ha quedado rápidamente enterrada por la de hoy. 

Ese era precisamente uno de los temas sugeridos por este Rincón de Pensar hace unas semanas, aquel de cómo el periodismo y las leyes necesitan de más sosiego y menos prisas. Como a nosotras en esta rutina que cada vez nos deja menos espacio para pensar. Pero, si quisiéramos parar, ¿dónde? Salir a la calle en las grandes ciudades no invita precisamente a la pausa.

Cómo perderse en la ciudad

Abunda la literatura reciente sobre los vínculos entre caminar y pensar, así como sus beneficios. ‘El arte de perderse’ (Capitán Swing), de la escritora estadounidense Rebecca Solnit, arranca con una hermosa lección de una especialista en rescates en las montañas de Colorado que le cuenta cómo los niños “lo hacen bien cuando se pierden” porque la clave para sobrevivir “es saber que te has perdido”. Y para saber que te has perdido, lo más importante es si estabas prestando atención o no en el momento en que te perdiste.

Solnit trenza los conceptos de perderse literalmente y hacer lo mismo en nuestra mente, ser capaces de “sumergirnos en la incertidumbre y el misterio”. “Desorientarse en la ciudad puede ser muy poco interesante, lo necesario es tener tan solo desconocimiento y nada más”, escribió el filósofo y ensayista alemán Walter Benjamin. “Mas de verdad perderse en la ciudad —como te puedes perder dentro de un bosque—requiere bien distinto aprendizaje”. 

La autora explica que la palabra “lost”, perdido, viene de “los” del nórdico antiguo y significa la disolución de un ejército. “Este origen evoca la imagen de un grupo de soldados rompiendo filas para volver a casa. Algo que me preocupa es que muchas personas nunca disuelven sus ejércitos, nunca van más allá de aquello que conocen”, dice Solnit, que enumera la publicidad, las noticias, la tecnología y nuestro ritmo de vida como impedimentos para conseguirlo. Aunque añade que también el diseño del espacio público y privado se confabulan para que así sea. 

Si no podemos perdernos, tampoco podemos pensar. Y la literatura, el arte y la filosofía están plagados de ejemplos de autores que encontraron en sus paseos uno de los pilares de su creatividad. En 'Wanderlust, una historia del caminar’ la misma autora busca la primera referencia literaria —también de la filosofía— a las bondades que un autor descubrió en sus paseos por el campo. Fue el filósofo Jean-Jacques Rousseau, que en sus ‘Confesiones’ (1782) escribió que solo podía meditar cuando caminaba: “Cuando me paro, dejo de pensar; mi mente solo funciona con mis piernas”. 

Explica Solnit que la de Rousseau, que firmaría otro trabajo titulado ‘Ensoñaciones del paseante solitario’ (Alianza), es la primera referencia literaria a la historia del caminar “como un acto cultural consciente”, pero su historia dibuja en realidad un sendero hasta los filósofos peripatéticos de la antigua Grecia, cuya escuela, ‘peripatos’, significa caminar. Peripatético, dice la RAE, “del griego περιπατητικός (peripatētikós) propiamente 'que pasea', porque paseando enseñaba Aristóteles”. 

“Caminar como gimnasia para la mente”

Después harían lo mismo Immanuel Kant, Soren Kierkegaard —caminó, filosofó y escribió en Copenhague—, Friedrich Nietzsche —“para el recreo recurro a tres cosas: Schopenhauer, la música de Schumann y paseos solitarios”, o los pensadores estadounidenses Henry David Thoreau —“siento que en el momento en que mis piernas empiezan a moverse, mis pensamientos comienzan a fluir”— y su compañero por algunos de esos caminos, Ralph Waldo Emerson, quien celebró el valor de “caminar como gimnasia para la mente”. 

Referencias parecidas fueron catalogadas por el francés Frédéric Gros en ‘Andar, una filosofía’ (Taurus, 2014). Sorprendentemente, dejó fuera cualquier ejemplo de mujeres caminantes y pensantes en su obra. Y no porque caminar en espacios públicos haya sido históricamente un privilegio de los hombres, y de los hombres blancos. Esta realidad no ha cambiado, pero eso lo dejamos para otro Rincón de pensar.

El contrapunto a Gros lo buscó la británica Kerri Andrews. Decidió buscar al menos diez ejemplos de artistas y escritoras que no sólo dedicaron tiempo a caminar en su rutina, sino que además escribieron sobre ello. Lo cuenta en ‘Wanderers, A History of Women Walking’. Su lista cuenta por supuesto con Virginia Woolf —leyendo ‘La Señora Dalloway’ se pueden seguir sus paseos por Londres, que también registró en sus diarios—, sigue con Anais Nin y llega hasta la actualidad con autoras como Solnit o Cheryl Strayed.

No hace falta recorrer el sendero de la Cresta del Pacífico como hizo Strayed por toda la costa Oeste de EEUU, desde México hasta Canadá —lo contó en ‘Salvaje’ (Roca, 2013)—, para saber lo bien que nos sienta un buen paseo. Si tiene usted cerca un parque o un bosque en el que perderse y tiempo para aprovecharlo, ya sabrá que tiene un tesoro. 

Médicos que recetan paseos

Hay empresas y universidades que invitan a celebrar reuniones o impartir clases al aire libre, incluso caminando. Será una moda o ganas de cambio. Pero en la Universidad de Stanford le dedicaron un estudio en 2014 y descubrieron que ocho de cada 10 estudiantes obtenían mejores resultados si hacían un test de creatividad justo después de caminar. Lo mismo ocurrió con otro grupo de la Universidad de Carolina del Norte, cuya memoria también mejoró después de pasear entre los árboles y este de Michigan, que se propuso medir directamente los beneficios de interactuar con la naturaleza

En la Universidad de Exeter, en Reino Unido, midieron los efectos que tiene vivir cerca de zonas verdes para nuestra salud mental y descubrieron que duran incluso después de mudarnos a otro sitio. En Toronto (Canadá), otros investigadores descubrieron que tener 10 árboles más en una misma manzana reduce de media los problemas cardiovasculares de la misma manera que tener un sueldo superior —unos 10.000 euros más al año— o ser siete años más jóven. 

Y ante estas cifras, Corea del Sur tiene su propia política de parques y “bosques sanadores” como el de Saneum en Seúl, que ofrece varias terapias basadas en paseos no sólo para promover hábitos saludables entre los ciudadanos, sino para mejorar su nivel de salud física y mental. El Gobierno coreano se propuso en 2009 pasar de uno a 42 bosques sanadores en 2020, así como crear otros a menor escala en zonas urbanas.  

Otras investigaciones han demostrado la reducción de violencia en las ciudades en función de la cantidad de zonas verdes, además de sus efectos ya comprobados en la bajada de temperaturas durante olas de calor y su efecto medioambiental

A pesar de las evidencias, puede que incluso si una se propone dejar en casa el móvil y dedicar el rato de vuelta del trabajo a deambular por las calles, se dará cuenta de que estos oasis siguen siendo una excepción en las grandes ciudades. 

Escribe Solnit que “lo que era antes espacio público ahora es modificado para acomodar la privacidad de los coches, los centros comerciales reemplazan a las avenidas, las calles no tienen aceras, entramos a los edificios por los garajes y todo tiene muros, barras, puertas”. 

Ella habla de la arquitectura urbana estadounidense, pero no suena tan lejana cuando en Madrid hay 78.616 sombras menos bajo las que sentarse a respirar desde que Almeida fue nombrado su alcalde. Otras ciudades han apostado por modelos mucho más saludables. Sirva de ejemplo Pontevedra, cuya apuesta fue calificada por Greenpeace como “el ejemplo a seguir de urbanismo sostenible a escala humana”. O Barcelona, donde el impulso de las supermanzanas (superillas) ha abierto el debate sobre si, además de reducir la contaminación y mejorar la calidad de vida, son zonas que también derivan en un encarecimiento de la vivienda.

En todo caso, antes de poder pensar y debatir sobre la gentrificación verde, necesitaremos que la ciudad sea eso, más verde.

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