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Pistas para no perdernos en una bodega

Ánforas, un fudre y barricas en una bodega de Borgoña

Paco Berciano / Pilar Cruces / Rosalía Santaolalla

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Nos situamos en la puerta de la bodega, el lugar donde lo dejamos en el artículo sobre términos relacionados con la viticultura. A partir de ese momento se ponen en marcha distintos procesos, algunos comunes y otros distintos dependiendo de las zonas y del tipo de vino que se vaya a elaborar. 

Lo primero que se obtiene tras el prensado de las uvas es el mosto, que no es más que el jugo de las uvas antes de fermentar, y que se guarda en depósitos para que la acción de las levaduras transforme el azúcar en alcohol. En muchas ocasiones, de forma previa, se despalilla: se separa la parte vegetal no vinificable, el raspón, de las uvas. El mosto, en el caso de los tintos, macera junto a la parte sólida de la uva, de la que extrae el color, los aromas y los taninos y, cuanto más tiempo permanece, más concentración consigue. Existe otro tipo de maceración, la carbónica, que es una forma tradicional de elaboración típica de la región francesa de Beaujolais, en la que se propicia la fermentación de las uvas antes de la extracción del mosto: proporciona vinos muy frutales, incluso con un punto de carbónico, que se suelen destinar al consumo inmediato, como el Beaujolais Nouveau o los cosecheros de Rioja Alavesa.

Tras la fermentación alcohólica, se suele producir la fermentación maloláctica —esta la llevan a cabo bacterias en lugar de levaduras— pero no en todos los vinos: muchos blancos, sobre todo los pertenecientes a zonas más frías, no realizan ese proceso y conservan una mayor acidez. Ambas fermentaciones pueden llevarse a cabo por acción espontánea o de manera forzada, mediante inoculación de levaduras o bacterias. Si un vino presenta azúcar residual es porque se ha cortado la fermentación antes de que terminara o porque las uvas tenían demasiado grado de azúcar. 

Ácidos y azúcares

Además de agua, los vinos contienen ácidos que definen sus propiedades organolépticas. El más destacado es el tartárico, que le proporciona vivacidad. El acético también está presente, siempre bajo control porque, en exceso, puede convertir un vino en vinagre. La acidificación es una técnica —permitida en el sur de Europa— que consiste en añadir ácido (básicamente tartárico y cítrico) para corregir las características del vino. Puede llevarse a cabo en lugares donde el aumento de temperaturas medias confiere mayor grado alcohólico a los vinos y menor acidez. Por cierto, puede que en el fondo de una botella encontremos bitartratos: se trata de ácido tartárico que cristaliza en forma de sales. Es poco probable verlo en vinos de bodegas más industriales porque se fuerza su aparición en túneles de frío y después se filtra el vino para que no llegue al consumidor. Así que si advertimos su presencia cuando estamos terminando una botella no es algo malo, sino una prueba de la elaboración artesanal del vino.

Hay otra práctica que consigue el objetivo contrario a la acidificación: la chaptalización —técnica que debe su nombre al químico Jean Antoine Chaptal— supone la adición de azúcar al mosto para aumentar su graduación. Se ha llevado a cabo sobre todo en el norte de Europa, pero está en desuso en la producción de vinos de calidad y el cambio climático la ha hecho cada vez más innecesaria. En la elaboración de vinos dulces —en el sur de España se lleva a cabo con los vinos hechos con Pedro Ximénez y Moscatel— se suele asolear: las uvas se ponen al sol, sobre lonas de esparto u otros materiales, para que eliminen agua y concentren sus azúcares. 

La crianza (en madera o no) 

Un vino completa su proceso en la bodega mediante la crianza y para eso se pueden usar depósitos de diferentes materiales, aunque es verdad que en algunas zonas vinícolas los más generalizados son los de madera. Las barricas suelen adoptar el tamaño bordelés (225 litros) y en otros lugares como Borgoña se usan de 228 litros (pièce) o hasta de 500 (demi-muid). Suelen ser de roble americano, francés o centroeuropeo, pero también se construyen de roble español, castaño o de acacia, estos últimos para vinos blancos. Si son barricas o tinas de gran tamaño puestas en pie se llaman fudres. En Jerez, por cierto, se les da el nombre de botas y son contenedores muy viejos: no se suelen renovar y se reparan cuando es necesario, con la intención de que no aporten ningún tanino a los vinos. En las bodegas del marco de Jerez y de Montilla-Moriles siguen el método de criaderas y soleras: las botas se suelen disponer en alturas (las soleras son las que están colocadas en el suelo) y el vino se extrae para embotellarse de las más bajas, mediante 'sacas'. Solo se saca parte del contenido y se rellena en la misma medida con vino de otra bota superior y con extremo cuidado: se rocía para no romper la flor. 

En algunas zonas y bodegas se usa también otro tipo de depósitos para las crianzas; ánforas de barro, de cemento —especial para el vino—, de acero inoxidable o de fibra de vidrio. Del mismo modo que cada zona admite ciertos tipos de depósitos, cada Denominación de Origen marca los tiempos de crianza de un vino, una clasificación que solo existe en España y que surgió en los años 80 del siglo pasado como un modo de guiar al consumidor ocasional de vino. De ahí surgen también las etiquetas Crianza, Reserva y Gran Reserva que, por cierto, están cayendo en desuso: muchos de los considerados grandes vinos, entre ellos el emblemático Vega Sicilia, ya no utilizan esta diferenciación. La palabra crianza describe el tiempo que el vino está guardado en un recipiente desde su elaboración. En muchas denominaciones se establece un mínimo de 24 meses para los tintos Crianza (entre 6 y 12 meses tienen que ser en barrica) y 36 meses para los Reserva, de ellos al menos 12 en barrica y 12 en botella. Una información que en muchas botellas podemos encontrar en la contraetiqueta o 'tirilla'. 

Flor, lías y sombreros

Entre los términos más inspirados de los que se refieren al proceso de elaboración del vino está velo de flor, que es la levadura que se genera en la crianza biológica de vinos como los del Marco de Jerez. Allí podemos escuchar también que un vino está fortificado: se le añade alcohol vínico, bien para aumentar su graduación o para parar la fermentación. Las lías son los restos de la fermentación alcohólica (hay cortezas de las levaduras, restos de hollejo), desde luego una palabra más bonita que heces, que es el otro nombre que se usa para estos restos. La crianza sobre lías en vinos blancos tiene como objetivo que ganen más volumen. Para que las lías —o el sombrero— estén más en contacto con el vino se realiza el bazuqueo, esto es, se remueven de forma manual, con un bastón. El remontado, que tiene un objetivo similar, se hace mediante bombas o gravedad. A veces se opta por la clarificación, proceso en el que se usan proteínas vegetales —algunas bodegas lo han hecho tradicionalmente con proteínas animales como la albúmina— y que tiene como objetivo que las lías bajen al fondo del depósito y el vino blanco quede lo más claro posible.

El trasiego separa las partes líquidas de las sólidas para airear el vino, y los depósitos se pueden descubar —cuando se retiran los restos sólidos de un depósito de fermentación— o sangrar, cuando se quita toda o parte del líquido. La elaboración de espumosos trae sus propios procesos: durante la crianza de estos vinos se produce una segunda fermentación en botella. Para eliminar la levadura que se haya generado, se abre la botella mediante el degüelle (se puede hacer de manera mecánica o manual). En algunos, antes de volver a cerrar la botella, se repone el líquido añadiendo licor de expedición, una práctica conocida como dosaje. En otros —los espumosos Brut Nature, sin adición de azúcar— se rellena con vino de otras botellas. Y el ensamblaje no es un término exclusivamente ligado a la producción industrial o al montaje de muebles: en las bodegas se refiere a la mezcla de vinos o mostos de diferentes depósitos o procedentes de distintas parcelas o incluso añadas, con el objetivo de ganar más complejidad en la mezcla final. 

Como auténticos reyes

Aunque algunos vinos se comercializan en botellas de 1 litro, las más habituales en tiendas y restauración son las de 0,75 litros (como para todo, hay excepciones como el Clavelin del Jura, que es una botella de 0,62 litros o las botellas de tamaño especial para los viajeros de trenes y aviones). Pero existen más tamaños que el estándar (y las medias botellas): la mágnum (1,5 litros), la doble mágnum (3 litros), Jeroboam (4,5 litros), Imperial (6 litros), Salmanazar (9 litros), Baltazar (12 litros) y Nabucodonosor (nada más y nada menos que 15 litros). Las medidas y denominaciones cambian si hablamos de botella de Champagne: en su caso la Jeroboam es la de 3 litros y existen hasta botellas de 30 litros: las Midas. La cántara, una medida tradicional, contiene poco más de 16 litros. En el caso de las formas de las botellas, suelen venir determinadas por las zonas: las más comunes son Borgoña, Burdeos, Rhin, Jerezana y Champagne. Ya solo queda catar el vino: el alimento natural obtenido exclusivamente por fermentación alcohólica, total o parcial, de uva fresca, estrujada o no, o de mosto de uva, según su definición en la Ley de la Viña y del Vino (2003) y que, según la Organización Internacional del Vino, tiene que tener un grado alcohólico mínimo de 8,5% vol., con excepciones de mínimos del 7% vol. para vinos de algunas regiones. Una descripción sencilla a la que se llega tras un proceso lleno de detalles.

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