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La compañía teatral El Conde de Torrefiel construye un tótem para la humanidad venidera

Un momento de la construcción durante la representación de 'Ultraficción número 4' de El Conde de Torrefiel

Pablo Caruana Húder

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El Festival Sâlmon de Barcelona, centrado en las artes vivas, comenzó con dos propuestas que suponen una declaración de principios soterrada y al mismo tiempo meridiana: la nueva pieza del ciclo de Ultraficciones de El Conde de Torrefiel, la compañía valenciana más internacional de la península, y El camino del ardor, del joven creador malagueño Alberto Cortés.

La esperada intervención de El Conde de Torrefiel se realizó en el Centro de Arte Santa Mónica. Esta compañía, que comenzó andadura en un festival hermano del Sâlmon —el festival LP que organizaba el colectivo La Porta allá por 2011—, es hoy referente de artistas y espectadores por todo el territorio. Este miércoles, entre el público, se ubicaban gestores de los grandes festivales de Europa como el Kunsten de Bruselas o el Wiener Festwochen de Viena, festival este último que acogerá en mayo el próximo estreno de la compañía, Una imagen interior.

Pero para llegar a esa fecha, a ese momento de producir la obra que luego girará por el mundo, El Conde de Torrefiel se ha ingeniado un modo de poder seguir investigando, probando en escena, hablando con el público durante los dos o tres años que media entre una creación y otra. Un modo que ya probaron en anteriores piezas como Guerrilla (2016) o La Plaza (2018). “Para quitarnos la presión de la gran obra, lo que hacemos es diseminarla en acciones, en happenings donde el resultado no es importante, donde lo esencial es poder poner en práctica ideas que de otro modo se quedarían en el plano teórico”, explica Pablo Gisbert a elDiario.es. “Son procesos de pocos días, de tres a lo sumo, en los que siempre hay un componente de riesgo, de espontaneidad y de libertad de ideas que en los procesos de varios meses de ensayo para una pieza no existen. Después de estrenar la obra, a posteriori, te vas dando cuenta de que esas ideas y esas formas que fuiste probando, de alguna manera aparecen e impregnan la obra”, añade Gisbert quien, junto con Tanya Beyeler, forma el núcleo duro de la compañía.

En esta ocasión, a esas pequeñas piezas las han denominado Ultraficciones. Al Festival Sâlmon llegaba la cuarta entrega. La primera fue Fracciones de tiempo, realizada en el festival Santarcangelo de Italia, pieza en la que El Conde proyectó un texto al aire libre en el justo momento en el que declinaba el día; una dramaturgia donde los olores, el clima, las bicicletas o el rebaño de ovejas que pasaban se convertían en los performers de la pieza, y en la que un texto magnífico de Gisbert iba internando al público en las disimiles ficciones/realidades en las que viven las personas en un mismo tiempo y espacio. La segunda, Los buenos modales, llegaría en el Festival Grec del año pasado donde la compañía mostró una pieza en la que tres personas sordomudas conversaban en lengua de signos en una especie de coreografía muda. La tercera tuvo lugar hace tres meses en el festival valenciano Russafa Escénica. Allí presentaron Complicidad de materiales anónimos, tercera declinación de la serie donde trabajaron con los desechos de anteriores espectáculos de la compañía y con siete alumnas egresadas en Arte Dramático, con quienes fueron armando diferentes escenas.

El becerro de oro contemporáneo

En el Santa Mónica llegaba la cuarta y última entrega antes de comenzar la producción para el festival vienés que también coproduce el Centro Cultural Conde Duque de Madrid. Durante tres días, la compañía estuvo trabajando con 25 estudiantes de arquitectura de la Escola Tècnica Superior d'Arquitectura de Barcelona. La pieza es simple. Durante hora y media vemos a estos futuros arquitectos fabricar con sus propias manos un gran tótem que tendrá que elevarse los siete metros de altura del claustro del que fue el antiguo convento de los agustinos descalzos.

De fondo aparece una escenografía construida en Buenos Aires para la tercera escena de la obra La Santa Virreina (1939) de José María Pemán. Se ve aquel teatro falangista que Franco intentó idear para combatir la riqueza cultural que la izquierda vivió en la Segunda República; batallas culturales del pasado que son mímesis de situaciones actuales. Ese tapiz, esa escenografía, logra centrar el ojo del espectador donde El Conde de Torrefiel quiere: en la capacidad del hombre de crear ficciones, de construir símbolos. “La realidad está atravesada por la ficción, los límites no son claros. El concepto de ultraficción que nos hemos inventado es la realidad intervenida, una realidad que se puede manipular y construir según las voluntades”, explica Tanya Beyeler.

“Hay varias claves. La palabra realidad para los griegos no existía tal y como es hoy. El mito era realidad, convivían ficción y realidad. Son los romanos quien inventan esta palabra como herramienta para imponer. Después, Mark Fisher, justo antes de suicidarse en 2017, dijo 'el futuro se construye'. Nosotros no somos políticos ni científicos, pero nuestra herramienta de trabajo es la imaginación, somos capaces de crear imágenes. Hoy esa imaginación está completamente violada por los medios, aniquilada por la publicidad, por lo digital”, explica Pablo Gisbert. “Aquí, como alguien dijo, o haces política o te la hacen. Bien, pues nosotros decimos: 'o imaginas o te imaginan'. Tenemos una rabia contra la imposición de las imágenes. La ultraficción es como el cuento del rey desnudo. Saturados de hiperrealidad, de posverdad, la ultraficción tiene que ser capaz de señalar que el rey está desnudo”, añade.

Pero el juego, como la escenografía para la obra de Pemán explicita, no es fácil. No hay un tratamiento neohippie o edulcorado en que se abogue por la imaginación como la nueva arma revolucionaria. De ello también nos va alertando el texto que El Conde de Torrefiel proyecta en escena mientras vemos a esa comunidad de jóvenes organizándose en trabajo comunitario. Un texto de ribetes a lo George Perec en el que Gisbert nos va relatando lo que ve, lo que ve en escena y lo que ve en el mundo. El texto nos habla de construcciones del hombre como el Muro de Berlín, Venecia, el Coliseo Romano o la Estatua de la Libertad. Construcciones que han servido para lo bello, para lo opulento, para ejercer como el opio del pueblo o para separar a una comunidad como la berlinesa. “La mano de obra construye una prisión ideológica para retener el futuro de un proyecto de Estado”, clama el texto. Tened cuidado con lo que imagináis, con lo que construís, parece decir el texto. Quién idea y quién construye, quién construye y quién se ve sometido por su construcción, parece preguntar. “Nos interesa el poder simbólico de la imaginación que lleva al propio obrero que construye una iglesia a luego rezar en ella”, explica Gisbert.

Y al mismo tiempo, a la manera de Albert Camus y su El revés y el derecho, el texto lleva también al pasado ignoto de una caverna donde una mujer por primera vez imagina y crea. Dice el texto: “El mar que tengo a mis espaldas todavía no se llama Mediterráneo, y la geografía que me rodea tampoco tiene nombre. Veo a la mujer despertarse y adentrarse en la cueva y la sigo. Iluminadas por un fuego, veo las paredes de la cueva pintadas con figuras de animales de diferentes tamaños. Veo a la mujer preparar una mezcla de agua, arcilla y piedra molida negra. Veo a la mujer levantarse para coger un trozo de piel y calarlo en la mezcla. Veo como su mano traza con seguridad el contorno de un ciervo. Veo desde lejos cómo trabaja”. Mientras los estudiantes siguen laburando, pegando con cinta aislante los diferentes módulos de cartón que van construyendo. Mientras el público, dispuesto en grada, contempla. Finalmente, el tótem se iza. Frágil y pobre, nacido de la mente humana en tres días. Construido en poco menos de una hora. No se cae. Se mantiene. Llega un gran aplauso, los jóvenes bajan el tótem al suelo. Aparece una máquina ensordecedora que engulle el cartón y lo reduce a polvo. En el aire de esta época de posverdades y saturación de imágenes queda esa tensión, la tensión entre la capacidad del hombre de crear por sí mismo ficciones que serán disparaderos de poderosos símbolos y la de los ejemplos de locura y barbaridad que con esa misma capacidad se han hecho a lo largo de la historia. Esperanza y recelo. Qué harán esos 25 estudiantes de arquitectura en los próximos 25 años. A qué dedicarán su fuerza y su capacidad.

Hincar diente a las artes vivas

Un potente comienzo el de este festival que llega a su décima edición con una estructura de la dirección artística independiente de quien creara este festival hace diez años, el Mercat de les flors. La nueva dirección parece acometer su ya segunda edición (la primera en plena pandemia fue irremediablemente de transición) con la férrea voluntad de hincarle el diente a las artes vivas, a qué quiere decir y cómo puede ser ese espacio donde la danza, el teatro, la performance, las artes visuales, el transmedia y el pensamiento se dan la mano en escena. De cómo dar sentido a esa palabra de etimología confusa (arts vivants, live arts) para que no quede en mera etiqueta que provoque situaciones de enfrentamiento como la que se vivió hace años en el Matadero de Madrid en el que el Centro de Artes Vivas dirigido por Mateo Feijóo tuvo una vida tan corta, una vida que acabó enfrentando a la profesión y al público.

La relevancia del festival Sâlmon, aparte de ser un pulmón para la creación escénica de Barcelona, es nacional. Se trata de diez días de propuestas donde a parte de una mirada netamente interdisciplinar y de la capacidad de escoger con bisturí obras inéditas en España de Polonia, Alemania o Francia, se ahondará en el significado del festival concebido como encuentro y no como mera exhibición de trabajos, de nuevos modos escénicos surgidos del transgénero o de nuevas maneras de vehicular la mediación como el hermoso trabajo de Alberto Cortés. El mismo Cortés mostró también en el espacio de Santa Mónica la pieza de sala de El ardor. Cuidado con este artista malagueño, de repetición y carga a lo Thomas Bernhard pero lleno de humor, carnalidad y una apuesta de cuerpo que lo acerca a una de las grandes desaparecidas de la escena más allá de Despeñaperros, Patricia Caballero.

Anteriormente, el público había sido convocado para ver otra pieza de Cortés, El camino del ardor, en la Rambla del Raval. Un sucinto mail convocaba a llegar a la estatua del gato de Botero. Allí fue llegando el público a quien se le daban tres sobres, en cada uno un código QR para escuchar un audio en el móvil. Comenzaba así un paseo por el barrio chino que cada espectador transitaría en solitario, tres historias, tres emplazamientos en los que el audio iba adentrando al respetable por este barrio tradicional y mestizo, proletario y portuario. La primera parada, en la misma Rambla, puede servir de ejemplo para entender este proyecto inscrito en lo que hoy se denomina “mediación cultural”, esa veta artística en que los creadores colaboran con la comunidad que circunda el espacio donde tiene lugar la creación.

El audio comienza diciendo en voz del propio Alberto Cortés: “En los bancos que están cerca del gato de Botero vais a ver sentada a una señora canosa haciendo sopa de letras. Es María Dolores, tiene 84 años y lleva toda la vida viviendo en el barrio del Raval. Estos días hemos estado pasando tiempo juntas (…) Su deseo es no estar sola, tampoco le vendría mal algo más de dinero, tiene una jubilación pequeña, trabajó cosiendo en una empresa (…) le gustaría no tener miedo a la factura de la luz, para evitar el impacto se va pronto a dormir, ve la tele con la luz apagada y pone la lavadora en las horas baratas. También desea un acompañante, por qué no, una persona con la que salir y hablar. Desde pequeña ocultaba que era del Rabal, no estaba bien visto, dice que no le gustaba como lo llamaban: el barrio chino. Cuando salía con las amigas mentía y luego se cambiaba de andén de metro…”.

Así, mirando a esa viejecita, pura intrahistoria anónima de nuestras ciudades, comenzó un recorrido por las calles del Raval que llegaría a la plaza del MACBA y entre skaters, juventud y cultura institucional, la voz de Cortés siguió indagando en los deseos de esos jóvenes, buscando y abogando por espacios de paz y de libertad, espacios de ardor donde el ciudadano pueda liberar, construir, desear, vivir. Un audio de inspiración romántica que se enfrentaba así a la gentrificación de una ciudad que aun a pesar de todo sigue viva; y una audio que, al mismo tiempo, intentaba alertar de la gran capacidad de muerte de esta sociedad que a la mínima te encauza y encorseta. La pieza acabó a las faldas de las Ramblas con un encuentro de los espectadores con el director de la pieza y los participantes de la misma en el centro de creación contemporánea Santa Mónica. Encuentro que acabó en un canto donde también participaron los espectadores. Desde la terraza del Santa Mónica, participantes de la pieza, el propio Cortés y los espectadores cantaron mirando a la misma Rambla textos como el que sigue: “No tenemos dinero, no tenemos la estructura, pero esta noche, convierte la lucha en la calle en alta cultura”.

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