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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La cabina

Fotograma de la película Matrix (1999)

Joan Dolç

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Hacía años que pasaba por esa calle varias veces al día sin que hasta entonces se hubiera dado cuenta, y de repente, sin saber por qué, se percató de que allí había una cabina telefónica. Era una estructura raquítica que soportaba un leve techado puntiagudo y una sola pared, que arrancaba a media altura, sobre la que estaba adosado el teléfono y, debajo, una pequeña repisa para dejar las monedas y, eventualmente, tomar notas. La pintura original, de color azul, estaba tan descolorida que ya andaba cerca del gris. No tenía cristales, y trató de adivinar si la habían diseñado así o con el tiempo los habían hecho desaparecer. No se explicaba por qué le había pasado desapercibida durante tanto tiempo, confundida entre todos esos trastos denominados mobiliario urbano que inundan las aceras sin ninguna utilidad aparente, pero ahora que había tomado conciencia de ella, no podía dejar de mirarla siempre que pasaba por allí.

Su presencia le producía un extraño desasosiego. Era como uno de aquellos extraños artefactos que aparecían en aquella serie de televisión que emitían cuando era pequeño, En los límites de la realidad, objetos inquietantes venidos de otro planeta o pertenecientes a otras civilizaciones, que en aquella época solían ser un trasunto del bloque comunista. Comentando el tema con los amigos, nadie recordaba tampoco la cabina. Solo una persona dijo conocer su existencia y haber presenciado cómo la utilizaba algún inmigrante de vez en cuando, pero él no recordaba haber visto eso nunca, y durante los días y semanas siguientes siguió sin verlo. En el techadito se podía ver todavía el nombre de Telefónica, pero esa palabra hacía tiempo que no se usaba como logotipo. Esa compañía, desde que se privatizó, operaba bajo otras marcas comerciales. Si el teléfono aquel estaba operativo, vete tú a saber qué empresa explotaba el servicio, a todas luces ruinoso, teniendo en cuenta lo rápido que todo cambia de manos en el mundo en que vivimos.

A veces sentía la tentación de descolgar el aparato para comprobar si tenía señal, pero entonces le asaltaba miedo de oír su propia voz, hablando con la novia desde el RACA 14 de Sevilla, donde hizo la mili. O la de sus padres, hablando desde el pueblo donde veraneaban, después de esperar dos horas a que les pusieran una conferencia con los abuelos, que vivían a menos de ciento cincuenta quilómetros de distancia. O la de una tía suya que era monja, vivía en Venezuela y llamaba de vez en cuando a casa, al teléfono con forma de góndola que había en la pared del comedor, junto a la Inter de veintiuna pulgadas y en blanco y negro. Conversaciones de otros tiempos que se hacían en la intimidad de hogares, locutorios insonorizados y cabinas dignas de tal nombre, provista de puerta y unas paredes donde apoyar la espalda, conversaciones privadas que no importaban a nadie excepto a los interlocutores, que se entregaban a la confidencia con la convicción de que nadie más les escuchaba. Aunque en cierta época, en su pueblo, todos estaban convencidos de que la telefonista, aquella mujer que se dedicaba a meter las clavijas en sus agujeros correspondientes, ponía la oreja.

La cabina telefónica era lo más parecido a un confesionario, era el paradigma de la privacidad. De ahí que Superman las utilizara para cambiarse, a pesar de su superrapidez. Nadie se extrañaba de que se metiera en una para hacer algo tan íntimo como ponerse los calzoncillos por fuera. Máxime cuando en los años cuarenta todavía eran de madera. Eso fue cambiando gradualmente, más tarde las acristalaron completamente, y después las convirtieron en un chamizo abierto o en un medio huevo de metacrilato. Al final de aquel proceso menguante no nos quedaba otro remedio que hacer cazoleta con la mano para tapar el ruido del tráfico y conseguir que nuestra voz llegara con claridad a nuestro interlocutor, o para evitar que nos oyera el que estaba haciendo cola o haciendo el cotilla. Hasta que llegó el teléfono móvil, que visto desde esta perspectiva no es sino la miniaturización de la cabina telefónica, a la que se ha despojado de todo aquello que preservaba la intimidad del que habla y también del que, lejos de querer enterarse de lo que el otro dice, se ve obligado a escucharlo por narices.

Todavía hay quien se resiste a esparcir intimidades indiscriminadamente y para hablar por teléfono busca los rincones o utiliza las plataformas en los trenes, pero son minoría. Lo que ha puesto de relieve esa imposibilidad de guardar secretos es que no los tenemos, o que son tan insignificantes que nos importa un bledo que dejen de serlo. A estas alturas es dudoso que si alguien acabara construyendo algún prodigio tecnológico capaz de restituir a los móviles la intimidad que tenían las cabinas, la gente lo acabara usando. Antes, cada persona estaba contenida en eso que se llamaba esfera íntima, algo que la preservaba, la atmósfera en la que respiraba de manera más o menos autónoma, compuesta de discreción, autoestima y respeto hacia uno mismo y hacia los demás. Todo eso ha desaparecido y ha sido sustituido por lo contrario, por lo que algunos aficionados a retorcer el lenguaje llaman «la era de la postprivacidad». No es exagerado decir que antes de que Internet y las redes sociales certificaran la muerte de la esfera privada, fue la desaparición de las cabinas, que paradójicamente se inventaron para defenderla ante lo que ahora nos parece una insignificante amenaza (tener que hablar por teléfono en un lugar público), lo que inició el proceso de destrucción de esa capa que nos protegía a todos y cada uno. Al menos fue lo que puso en evidencia que su preservación nos importaba un pimiento.

Nuestro hombre sigue pasando por esa calle varias veces al día, y sigue sin atreverse a tocar el auricular de la cabina presa de una extraña superstición. «Dejemos tranquilos a los muertos», parece decirse cuando piensa en todas las voces que podrían salir por allí, «y si todavía alientan, dejemos que agonicen en paz». Según ha podido informarse por Internet, de las más de cien mil cabinas que llegó a haber en España quedan todavía unas quince mil que, si nada lo impide, serán desconectadas antes de que finalice 2019. Están ahí por ley, porque hasta hace poco se las consideraba un servicio público esencial. Pero son muy caras de mantener y al parecer solo las utiliza algún que otro delincuente de vez en cuando. Seguramente porque, pese a que ya no son como las de antes, siguen proporcionando un nivel de anonimato que saben que no existe en esos teléfonos de bolsillo que utiliza la buena gente. Como es sabido, la buena gente no tiene nada que esconder, cada vez menos.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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