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El camino de los venezolanos que cruzan a Colombia a pie: “Creía que estábamos locos, pero hay mucha gente así”

Una de las camionetas que transportará a decenas de venezolanos hasta Bucaramanga.

Natalia de la Cuesta

Pamplona (Colombia) —

A la entrada de la ciudad de Pamplona, en el norte de Colombia, se distingue el refugio Hogar de Paso por el brillo de las mantas térmicas al reflejar la luz de los postes entre la neblina. Varios hombres descansan con el cuerpo abandonado sobre la fachada y las piernas extendidas al borde de la carretera donde dormirán. En la puerta, asoma la cabellera oscura de Martha Duque mientras atiende a los recién llegados y se asegura de que no queden mujeres o niños a la intemperie, cumpliendo la máxima del lugar.

Sobre las siete, la oscuridad se traslada al salón de la vivienda repleto de unos cuarenta pares de ojos. Los rostros van desvelándose a medida que la película animada Wifi Ralph avanza en el proyector y llena las esquinas más recónditas. En el pasillo, varios mapas colgados indican las rutas más fáciles para llegar a ciudades como Bucaramanga, Cali, Bogotá e incluso Santiago de Chile. Un pareja se abraza en la sombra. Una madre acuna a su hijo ya dormido que se desvela por el estallido de risas durante una escena de la película. Por un momento, la vida no resulta tan diferente a la de cualquier hogar.

Con el final de la cinta, vuelve la incertidumbre. Noelia Herrera de 39 años busca consejo porque Keila, su hija mayor de 19, con un bebé de apenas tres meses, quiere regresar a Venezuela. El cansancio acumulado de los primeros 70 kilómetros desde que cruzaron la frontera agudiza el miedo de atravesar el páramo de Berlín.

La ciudad de Pamplona supone la última parada antes de adentrarse a uno de los puntos más temidos de la travesía por las condiciones de este singular ecosistema que crece a partir de los 3.400 metros sobre el nivel del mar y donde los termómetros caen por debajo de los cero grados centígrados.

Este primer tramo del desplazamiento le ha costado la vida al menos a cuatro personas en lo que va de año, tres de ellas menores de edad, según la información a la que ha tenido acceso la organización Caminantes Tricolor que trabaja con los venezolanos en ruta. No hay cifras oficiales por la dificultad de identificar estos casos que suelen acabar en los hospitales de las localidades más próximas por complicaciones de hipotermia o enfermedades crónicas que se agravan debido a la dureza del trayecto.

“Creíamos que estábamos locos por salir a caminar con los niños pero me quedé conmovida por la cantidad de gente que he visto en la misma situación. Le decía a mi hija: mira no somos solo nosotras, estamos todos locos”. Noelia resume con estas palabras el periplo que apenas acaba de empezar. Tuvo que deshacerse de varias maletas porque no soportaba su peso en una subida. Ahora carga lo básico, entre lo que hay ropa con la que buscar trabajo cuando llegue a Lima junto a los 13 miembros de su familia.

En Maracay, su ciudad natal, vendieron hasta los juguetes y dejaron la casa vacía al cuidado de los vecinos. Las cuentas no cuadran, dicen, cuando un tarro de leche para bebé cuesta el triple del salario mensual fijado en 18.000 bolívares (5,4 dólares). Las conversaciones siempre van precedidas de la lista de alimentos básicos que resultan inaccesibles, seguido de “la dificultad de obtener medicinas”.

Por ejemplo, el “kit quirúrgico” para el parto que tuvieron que buscar desesperados porque Keila estaba perdiendo demasiado líquido amniótico. Cuenta que a pesar de necesitar una cesárea de emergencia, en el hospital “se negaban a atenderla” sin llevar suero, jeringuillas, gasas y los instrumentos que el propio personal médico les acabó ofreciendo por más de 30.000 bolívares (9 dólares) a la salida de las instalaciones, en la reventa ilícita de productos básicos más conocida como “bachaqueo”.

Noelia aguantó esta situación con resignación, como ver a su marido adelgazar 20 kilos en los dos últimos años o ceder a que la guardia nacional venezolana “le requisara” parte de la harina de maíz cuando podía comprarla, según su testimonio. Pero un día, se vino abajo con Norwin –el pequeño de seis años– en el momento en el que este se negó a comer una vez más el plato con la masa de la arepa. “No hay esperanza, no hay nada. Por eso estamos aquí, o salíamos o nos moríamos de hambre”, sentencia, convencida de que la única opción es continuar hacia delante.

La historia del mayor éxodo reciente de América Latina se va tejiendo en esta vivienda de literas y colchonetas grises desordenadas por el suelo. Para Rosana Ubrique, lo más difícil no es caminar con su bebé de un mes en brazos, la mayor de ocho de la mano y la maleta a la espalda mientras el cuerpo va recuperándose todavía de la cesárea y de una ligadura de trompas.

Lo más complicado para esta joven de 30 años de facciones alargadas como sus manos es haber tomado la decisión de dejar en Venezuela a su otro hijo de cuatro años y a los gemelos de un año y ocho meses. “Es fuerte, pero por los hijos uno hace lo que sea”. Trata de encontrar la palabra más adecuada que no le hace justicia a su mirada firme. Explica que su bebé, Anangeris, no pudo ser vacunada al nacer.

Las mujeres en el éxodo

“Si bien los venezolanos han estado abandonando su país durante años, estos movimientos aumentaron en 2017 y se aceleraron aún más en 2018”, sostiene la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur). Con 1.164.743 migrantes venezolanos, Colombia es el principal país receptor de la región seguido de Perú, Ecuador y Brasil. Del total, aproximadamente el 40% son mujeres y el 13% niños y adolescentes, de acuerdo a las estimaciones de la autoridad migratoria colombiana.   

Naciones Unidas y otros actores de la sociedad civil fundamentales en apoyo a los “mochileros” –como ellos mismos se llaman– coinciden en el crecimiento exponencial de mujeres, niños y familias enteras recorriendo el país en fila por los andenes de las principales vías. “Hay un aumento del volumen de mujeres que están llegando con mayores deterioros en cuanto a la salud sexual y reproductiva. Mujeres gestantes que necesitan atención prenatal y padecen estados de desnutrición más alarmantes igual que sus bebés y sus hijos”, explica a eldiario.es Saskia Loochkartt, responsable del área diferencial del Acnur en Colombia.

Según los datos del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), Venezuela posee una de las tasas de embarazo adolescente más altas del mundo, que se acentúa en contextos de extrema pobreza y en zonas rurales. La falta de acceso a métodos anticonceptivos y la percepción positiva del embarazo como parte de “la realización de ser mujer” son algunas de las razones.

Esa misma noche, rodeada de todos los muebles que tuvo que almacenar en el patio para convertir su casa en un hospedaje, Martha Duque recibe la noticia de la muerte del bebé de una joven embarazada que llevó a urgencias el día anterior.

“Para mí, el principal desafío en esta crisis migratoria es el alimento, el abrigo y la protección para el caminante que está completamente desprotegido y no tiene ningún tipo acompañamiento”, concluye esta mujer que, durante el último año, ha dado cobijo y alimentado a varios centenares de personas que pasan por su casa todos los días. También ha salvado vidas utilizando su secador de pelo para frenar los primeros síntomas de hipotermia.  

Los esfuerzos de estos voluntarios para seguir prestando auxilio resultan titánicos. Se mantienen a duras penas gracias a las donaciones de la comunidad y de algunas ONG. Aún así, el tamaño del flujo migratorio –5.500 personas a diario, según la ONU–provoca que no den abasto y no puedan apoyar a todo el que lo necesita. 

Los peligros de cruzar las “trochas”

A los riesgos de la desprotección que menciona Duque durante el desplazamiento, se añade la xenofobia y la problemática de las regiones en Colombia que hoy viven la persistencia del conflicto armado con la presencia de disidencias de las Farc, miembros del ELN y otros grupos armados. Según expone Acnur a eldiario.es, de los 176 casos de violencia sexual que lograron identificar en estas áreas, 21 son contra migrantes y refugiadas venezolanas.

El cierre de los puentes fronterizos en la ciudad de Cúcuta ha puesto el foco en la peligrosidad de atravesar las famosas “trochas”: los senderos a ambas orillas del río Táchira bajo control de estos colectivos criminales que ejercen su poder a plena luz del sol. Con el bloqueo de relaciones entre Colombia y Venezuela, se ha trasladado el flujo habitual de personas a estas veredas informales, incluyendo los más de 9.000 niños venezolanos matriculados en colegios de Cúcuta y los enfermos que reciben tratamiento en la misma ciudad.

La presión de las madres de los jóvenes ha conseguido recientemente que la guardia nacional bolivariana acepte abrir un corredor permitiendo exclusivamente el paso de esta población por los puentes. Este martes miles de venezolanos cruzaron el puente Simón Bolívar, que comunica Táchira y Cúcuta, tras romper las barreras de seguridad de la guardia venezolana.

Antes del 23 de febrero, los senderos solo eran transitados por contrabandistas, cargueros y migrantes que no contaban con un pasaporte en regla o la tarjeta de movilidad fronteriza y debían pagar a los colectivos unos 30.000 pesos (9,5 dólares) por entrar a territorio colombiano. En septiembre del año pasado, en uno de los albergues a pocos kilómetros de la frontera, se identificó una mujer herida que denunció haber sido violada en presencia de sus dos hijos por seis hombres que además le propinaron una brutal paliza. Previamente, se había negado a que se llevaran a su hija de cinco años como peaje por cruzar el río. 

El viaje continúa

Antes de que salga el sol en Pamplona, por la rendija de la puerta principal se cuela un viento helador y el ruido de los motores de dos camionetas. Las familias de Noelia y Rosana se preparan junto a decenas de compatriotas que por menos de 8.000 pesos (2,5 dólares) no tendrán que atravesar a pie el Páramo de Berlín.

Aquellos afortunados que han logrado “cola” se desperezan dejando tras de sí el crujido del papel de plata pegado a la piel para mantener el calor. Los bebés cubiertos por varias capas de ropa son alzados hasta dar con las manos de sus madres que los guarecen de inmediato al interior de estos vehículos de carga. Los últimos en subir se despiden asomando los brazos entre la madera en señal de victoria, celebrando el triunfo de ahorrarse más de dos días de caminata hasta la ciudad de Bucaramanga que pueden tener consecuencias fatales.

Para los que se quedan, el desayuno es generoso con zumo, huevos, arepas, queso, pan, arroz y café. “¡Me mató la policía!, ¡Me mató la policía”, dice Lauri mientras corretea junto a Lionel, su hermano mellizo de dos años, hasta dejarse caer. “Te he dicho que no me gusta que juegues a eso”, responde con cariño y gesto grave su padre, Luis Miguel Cabrito. Es el tercer día de trabajo como barbero para este diseñador gráfico de 34 años en un reconocido local de tatuaje del centro de Pamplona. Hace apenas una semana salió caminando con su esposa Mirgilé y los mellizos sin saber a dónde ir.

Luis Miguel se quiebra al pensar en la aventura que emprendieron con los pequeños. “Lo veo más como una penitencia para ellos, que por mi culpa tuvieron que pasar y les pido perdón todo el tiempo igual que a mi esposa. Fuimos personas guerreras pero en las marchas nos mataron a muchos amigos”, continúa. Antes de ir a trabajar, se seca las lágrimas sin creerse todavía poder hacerlo.

La Casa de Paso vuelve a llenarse en tal solo unas horas. Rosaura de 38 años está embarazada de ocho meses y acaba de llegar con sus dos hijas. Su esposo todavía tardará un día en alcanzarla. Ella consiguió transporte, aunque los baches la mantienen dolorida y sin moverse del sofá.

“Es difícil porque ya siento dolores abajo y en la espalda, a veces no aguanto más”, asiente con un hilo de voz esta joven de Barinas, la región de los llanos venezolanos. Su travesía hacia Pasto, en el límite con Ecuador, supone una carrera a contrarreloj. Allí la están esperando en el hospital para hacerse sus primeros exámenes y tratar de programar la cesárea. Le quedan por delante 1.254 kilómetros. “Es varón. Se va a llamar Diego Jesús”.

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