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VÍDEO | La policía húngara maltrata y devuelve a refugiados que siguen intentando cruzar la frontera

César Dezfuli

Frontera Serbia - Hungría —

La angustia se refleja en sus gestos y miradas mientras el sonido de las alarmas se apodera del ambiente a escasos metros de la valla metálica y sus rollos de espino. Un grupo de 18 refugiados trata de ocultarse en la oscuridad de la noche, mientras un helicóptero, que a penas ha tardado unos minutos en llegar desde el primer avistamiento, ya sobrevuela sus cabezas. Desde el aire, un foco delator busca sus pasos, mientras los destellos de las linternas y el ladrido de los perros se sienten cada vez más cerca.

Esta escena se vive cada noche en algún punto de la frontera entre Serbia y Hungría desde que hace un año finalizase la construcción de la valla anunciada por las autoridades húngaras. Aunque la barrera ha dificultado el cruce irregular de refugiados en su dirección a Europa, no ha conseguido evitar que cientos de miles de personas hayan seguido atravesando esta ruta en el último año, según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). 

Pero lograr alcanzar Hungría con éxito se dificultó aún más desde el pasado 5 julio, cuando entró en vigor una nueva política de controles migratorios en Hungría, que legaliza las devoluciones en caliente de todas aquellas personas detenidas a una distancia de hasta ocho kilómetros en el interior del país. Y ya tiene sus efectos: en los últimos meses ha disminuido notablemente el número de personas que ha conseguido burlar el entramado fronterizo.

La aplicación de la nueva normativa se tradujo en el envío de 6.000 policías adicionales a las zonas fronterizas, que durante las primeras 12 horas capturaron a 151 personas para expulsarlas de forma inmediata a Serbia. La presencia de cámaras térmicas, alarmas y helicópteros facilitan este dispositivo de control con el que, una vez identificado un intento de entrada, las posibilidades de los refugiados para seguir adelante son prácticamente inexistentes.

Entre las cuatro y las cinco de la mañana, después de horas e incluso días esperando en los terrenos próximos a la frontera, los refugiados se disponen a cruzar. Escogen esta hora para aprovechar la oscuridad y la posibilidad de que la policía húngara haya bajado la guardia entrando la madrugada.

Pero no suele ser así y, en la frontera, los golpes comienzan tras el primer encuentro con los policías, que se sirven de sus porras para coartar cualquier intento de escapada, relatan varios migrantes consultados. Pronto se encuentran rodeados. La oscuridad de la noche dilataron tanto sus pupilas que la luz de las linternas, apuntando directamente a sus rostros, les deja cegados durante los primeros instantes. También lo hace el gas pimienta con el que rocían sus caras.

“No podía respirar y estuve 30 minutos sin poder ver”

“Nos arrestó un grupo de aproximadamente 30 policías y militares que llevaban uniformes diferentes, algunos de color azul oscuro, otros grises... Era difícil de ver debido a que era de noche y sus linternas apuntaban a nuestras caras”, explica Farhad, un hombre iraní de 34 años. Nos rodearon y nos sentaron con las manos en la cabeza, mirando hacia abajo. Entonces, cuatro o cinco de ellos sacaron un spray y nos rociaron a todos con aquel polvo blanco, incluso levantaban nuestras cabezas de uno en uno para echarnos en la cara“.

Serjan, un joven afgano de 21 años, ha pasado por lo mismo: “Un policía me levantó la cabeza y me roció con un polvo blanco en la cara, desde muy cerca. No podía respirar y estuve sin poder ver durante 30 o 40 minutos, me ardían los ojos”.

Una vez controlados, empieza el registro. Uno de los policías se aproxima a ellos uno a uno para revisar sus pertenencias, mientras los demás comienzan su juego.

Sueltan a los perros, que hasta entonces mantenían atados, y estos se abalanzan rápidamente contra el grupo de hombres y adolescentes que ahora se arrastran por el suelo y tratan de esconderse unos detrás de otros, según detallan varios migrantes consultados. Algunos de los perros no llevan bozal, por lo que sus mordeduras comienzan a tener efecto. Los desgarros se suceden y la sangre se derrama en el suelo fronterizo, afirman, mientras los policías continúan golpeándolos.

“Ni siquiera he visto tal paliza en las películas. Cinco o seis soldados nos golpearon uno por uno. Nos ataron las manos a la espalda con esposas de plástico y nos golpearon con todo, con puños, patadas y porras. Les preguntábamos por qué nos estaban pegando, pero lo único que nos dijeron es que volviésemos a Serbia”, cuenta Farhad.

Zaid, afgano de 19 años, comparte también su experiencia: “Unos 20 soldados nos rodearon y nos golpearon. Me pusieron unas esposas de plástico, me tiraron al suelo y me dieron patadas en el estómago, el hombro y la cabeza. Entonces trajeron cuatro perros sin bozal. Uno de ellos saltó sobre mí, pero me las arreglé para escapar de él. Los soldados seguían pegándome con sus porras en las piernas y la cabeza. Ellos no decían nada y nosotros no nos atrevíamos a decir nada tampoco”.

Según sus testimonios, en el momento de devolverlos a territorio serbio, las agresiones continúan. “Una vez que llegamos a la valla, empezaron a golpearnos de nuevo. Vimos vehículos y pensamos que por fin iban a llevarnos a un campamento. Pero en cambio, levantaron la valla, nos golpearon y nos obligaron a arrastrarnos a través de las capas de alambre de espino, hasta cruzar al otro lado”, cuenta Ehsan, iraní de 28 años.

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Acnur ha pedido explicaciones a Hungría

La delegación de ACNUR en Serbia ha denunciado los abusos cometidos por la policía húngara y ha pedido una investigación de los hechos a las autoridades del país.  “Hemos recibido informes de malos tratos y violencia llevada a cabo durante el tiempo en que las personas fueron retenidas. Los informes incluyen casos de mordeduras de perros policía, el uso de gas pimienta, y golpes”, afirmaron en un comunicado a mediados de julio.

Antes, la Agencia de la ONU también había mostrado su preocupación después de que un refugiado sirio de 22 años fuese hallado ahogado, tras haber sido supuestamente empujado al río Tisza durante una devolución en caliente.

“Desde el cierre de fronteras, hemos notado un fuerte incremento en el número de pacientes que presentan señales de haber sufrido abusos, así como traumatismos físicos producto de la violencia ejercida contra ellos”, denuncia  Simon Burroughs, coordinador general de la misión de Médicos Sin Fronteras en Serbia, que procura asistencia médica en los asentamientos de refugiados próximos a la frontera.

Desde Human Rights Wach (HRW), piden a la actuación de las instituciones comunitarias. “La Comisión Europea debe utilizar su capacidad de presión para que Budapest cumpla con sus obligaciones y ofrezca unos procedimientos justos a aquellas personas presentes en sus fronteras y en su territorio”, valora Lydia Gal, investigadora de la ONG.

¿Ruta cerrada?

Los líderes europeos anunciaron el 9 de marzo de este año que la llamada “ruta de los Balcanes” quedaba cerrada, y con ello cualquier posibilidad de cruce legal a través de sus fronteras. Sin embargo, el tránsito de refugiados sigue presente y los traficantes de personas buscan nuevas rutas.

“La ruta de los Balcanes nunca ha llegado a cerrarse. En lo que va de año, más de cien mil personas han llegado a Serbia a través de las fronteras con Macedonia y Bulgaria”, señala Ivan Miskovic, del Comisariado para los Refugiados de Serbia. En concreto 103.585 refugiados, procedentes en su mayoría de Afganistán, Siria, Irak y Pakistán, de los cuáles sólo 4.900 permanecen a día de hoy en territorio serbio, según los últimos datos publicados por ACNUR.

“Si hace un año la media de estancia en nuestro país era de siete días, actualmente está en torno a los dos meses”, añade Mikovic. En ello ha influido notablemente la nueva ley de Hungría y su mayor control de fronteras. Desde que entró en vigor, se ha duplicado el número de refugiados atrapados en Serbia, que el 6 de julio, un día después de la puesta en práctica de la ley, era de 2.300 personas.

Hamed, un refugiado afgano de 16 años, lleva dos meses estancado en Serbia, tras haber intentado cruzar la frontera de Hungría en siete ocasiones. Su testimonio, junto al de otros muchos refugiados presentes en las calles de Belgrado y Subotica, en el campo de asilo de Kranjaca, y en los asentamientos de Kelebija y Horgos, ha contribuido a la recreación en este texto de lo vivido durante los abusos cometidos por las autoridades húngaras. Los únicos testigos de estos momentos son los policías y los propios refugiados, pero sus efectos son visibles en sus cuerpos durante días.

A pesar de lo vivido, Hamed, que viaja junto a un grupo de cinco afganos a los que ha conocido en el camino, afirma no cansarse: “Esta es la única forma que tenemos de hacerlo. Incluso si tuviesen orden de dispararnos, no tenemos otra opción, seguiríamos intentándolo. Ya hemos pasado por lo mismo en Irán, en Turquía, en Bulgaria; no nos vamos a rendir ahora”.

El miedo que la policía húngara trata de infringir sobre ellos parece no tener efecto en él, ni en muchos de los refugiados que cada noche vuelven a seguir las directrices marcadas por sus traficantes para atravesar Hungría. 

No todos tienen el mismo aguante. Khurram, también de Afganistán, afirma arrepentirse de haber llegado hasta allí. Los talibanes se han hecho con el control de la región de la que procede y su única opción para no verse obligado a unirse a ellos, asegura, era marchar. Ahora vive en una fábrica abandonada junto a la estación de Belgrado, como muchos otros refugiados presentes en la ciudad. Desde allí, ya se ha desplazado a la frontera en cuatro ocasiones para intentar cruzar, todas ellas sin éxito.

“Preferiría correr el riesgo de morir en mi país, donde al menos estaría junto a mi familia, que seguir viviendo en esta situación, que parece que nunca va a terminar”, admite el joven afgano.

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