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Manteros: sin manta ni calle pero organizando su propia “renta básica”

Serigne traslada una manta cargada de camisetas al recibidor de su casa.

Gabriela Sánchez

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En el salón de Serigne no amanece hasta las cuatro de la tarde. Las siete personas que comparten este pequeño piso de Lavapiés (Madrid) se sientan entonces sobre el sofá naranja, donde intentan retrasar la hora de la primera comida. Los sacos que solían cargar sobre sus hombros reposan ahora dispersos por varios rincones de la casa. Las camisetas de fútbol que ningún turista ha comprado abarrotan la esquina de uno de los cuartos. Los bolsos que debían haber expuesto hace semanas en la Puerta del Sol permanecen en el recibidor.

Durante las primeras tardes de confinamiento, el timbre de esta casa, donde residen siete manteros, no dejaba de sonar. Esta vivienda se ha convertido en uno de los puntos de recogida de la ayuda con la que sobreviven decenas de vendedores ambulantes en la capital. Por aquí han pasado muchas de las personas apoyadas por el Sindicato de Manteros de Madrid para recibir su parte de la caja de resistencia en la que acumulan desde hace años donaciones para casos de emergencia.

Ante la falta de ayudas gubernamentales para las personas sin papeles, la organización ha repartido una “renta básica”, así la llaman, de 200 euros a un total de 60 personas durante el último mes. En estos momentos se encuentran recaudando más dinero para poder aportar a más gente la próxima semana.

Serigne es el encargado de distribuir las entregas de dinero a aquellos compañeros que lo necesitan. “El sindicato ha lanzado una campaña para ayudarnos. Es muy importante para nosotros. Sin esta campaña no podríamos comer”, lamenta el vendedor ambulante en el interior de la estrecha habitación que comparte con su hermano.

Dos camas cubiertas con sábanas de coloridos dibujos y separadas por medio metro de distancia ocupan la mayor parte del espacio de su cuarto. A los pies de una de ellas, junto a un pequeño mueble, su herramienta de trabajo: dos grandes sacos cargados de camisetas de los principales equipos de fútbol. Esas que antes vendían frente a un estadio Santiago Bernabéu convertido ahora en un enorme almacén de productos sanitarios en la respuesta contra la pandemia.

El senegalés sujeta las cuerdas de las que solía tirar con destreza cuando se acercaba la Policía, abre la gran sábana blanca y muestra montones de camisetas aún envueltas. Observarlas le empuja a pensar de nuevo en esos temores intensificados desde el inicio de la cuarentena obligatoria. “No sé cuándo podremos volver a venderlas. No solo tengo miedo por el confinamiento, también por los meses que vienen. Creo que la gente no va a querer tocarlas, no nos van a comprar”, confiesa Serigne, sentado en una pequeño taburete azul.

Detrás de él, una foto impresa en blanco y negro rompe la monotonía de su armario. En ella, un hombre posa con un cartel entre sus manos: “Sobrevivir no es delito”. Es Mame Mbaye, mantero fallecido en el barrio madrileño de Lavapiés en 2018, cuando regresaba a su casa tras una persecución policial.

Llevaba 12 años en España, pero murió sin haber conseguido regularizarse. Serigne se acuerda de “su hermano” para describir su propia situación. “Llevo aquí desde 2008. Como Mame y como tantos otros, aún no he podido sacarme los papeles”, lamenta el mantero. Ha intentado obtener la documentación en dos ocasiones. La primera se la denegaron. La segunda se encontraba en trámite cuando se declaró el estado de alarma. “Y ahora todo está parado”.

Pasadas las 17 horas, uno de los manteros con los que vive, escondido bajo su capucha amarilla, se sienta en una pequeña mesa del salón. No habla mucho, lleva días preocupado: le han comunicado que un familiar de Senegal tiene fiebre, cuenta uno de sus amigos. Come en silencio, frente a la televisión, un plato de arroz con pollo y verduras. “Lo de siempre”, añade Serigne entre risas. Él suele preparar la comida a sus compañeros. “Hice un curso de cocinero”, señala con cierto orgullo.

No hay mucho que hacer y hay poco que comer. Por eso buscan posponer la hora de despertarse y del almuerzo todo lo posible. En época de confinamiento, han generado una nueva rutina diaria para estirar su ajustado presupuesto, ante la imposibilidad de salir a la calle a desplegar sus mantas en el centro de Madrid. “Ahora nos levantamos muy tarde, hago arroz con pollo y luego comemos. Así ya aguantamos hasta las 11 o doce de la noche. Comemos dos veces al día”, describe el senegalés. Es su estrategia para aminorar la sensación de hambre en tiempos de coronavirus.

El hermano de Serigne, quien no pertenece al sindicato y solo recibe el apoyo de sus compañeros de piso, suele comer solo una vez al día: “Dentro de poco viene el Ramadán, pienso que ya he empezado y no me cuesta mucho comer menos”, sostiene el hombre, quien, aunque tiene papeles, aún no ha podido abandonar la venta ambulante. Mientras lo explica, el resto de compañeros permanecen sentados en el sofá, con los pies descalzos sobre una gran alfombra roja, pendientes de sus teléfonos móviles.

Pasan los días de encierro “tranquilos”, insisten, sin pensar mucho en las deudas acumuladas por el retraso del pago del alquiler y del material guardado entre las mantas. “El casero nos dijo que podíamos pagar el alquiler el mes que viene. También debo todo esto”, dice señalando las camisetas, su fuente de empleo. “Cuando nos dejen salir, también va a ser muy difícil”, sospecha Serigne. El senegalés saca de debajo de la cama una carpeta azul donde guarda los recibos de todas aquellas personas que han recogido la “renta mínima” creada por el Sindicato. Por aquí pasan a recogerlo a las horas marcadas por el mantero. Siempre de manera individual, aclara, para respetar las restricciones de movimiento ligadas al brote.

Entre ese fajo de recibos, donde especifican el nombre y el pasaporte del beneficiario, se encuentra Moussa. “El Sindicato es el único colectivo que me ayuda”, repite por teléfono desde el barrio madrileño de Delicias. Durante los primeros días de confinamiento, se desplazó desde su lugar de residencia hasta la casa de Serigne para recoger los 200 euros de ayuda.

Lo primero que hizo con ese dinero fue separar 70 euros y enviárselos a sus padres, quienes aún viven en su país. Para distribuir bien esos 130 euros restantes, suele comer solo una vez al día. Vive en otro punto de Madrid, pero su rutina es muy similar a la instalada en el hogar de Serigne. Moussa se levanta a as 16 horas, toma un café y no ingiere un plato fuerte hasta alrededor de las nueve de la noche, sostiene. Para él, lo más importante es poder mandar algo de dinero a sus familiares, quienes también están sufriendo los efectos económicos del confinamiento.

La preocupación dividida entre España y Senegal

“Si vine aquí, era para ayudarles. Mientras siga recibiendo algo de dinero, continuaré mandándoles, aunque sea un poquito. No me importa comer menos”, argumenta el senegalés, quien llegó a España hace tres años y medio.

La preocupación por el avance del virus en su país es compartida por cada uno de los manteros entrevistados. Su ansiedad se divide entre los números de contagiados en España y la cifra de positivos registrada en su país de origen. A los nervios ligados a la imposibilidad de trabajar se suman aquellos relacionados al empeoramiento de la situación económica de sus allegados, sin que puedan cumplir la promesa de apoyarles.

Reconocen intentar no pensar mucho en el futuro. “Hay que vivir día a día, como siempre solemos hacer. Aunque claro que asusta pensar en todo lo que esto puede durar”, dice Serigne. Son expertos en salir adelante en la incertidumbre, en ganar lo justo para sobrevivir y desconocer cuánto dinero ganarán mañana. Por eso, desde hace años, el Sindicato de Manteros creó la caja de resistencia que ahora les permite tener algo que comer.

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