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Ser homosexual en África: “Decían que iban a librarse del diablo con nuestra muerte”

Varios asistentes a una misa clandestina gay bailan al ritmo de la música en Nairobi, Kenia. \ Jon Cuesta

Jon Cuesta

Patrick disfrutaba del día en compañía de su novio en el interior de su pequeño apartamento de una habitación en Kampala, la capital de Uganda. Todo era perfecto hasta que un amigo suyo entró por sorpresa en su casa sin avisar y se encontró a la pareja en situación cariñosa e íntima. “A partir de ahí se desató el infierno para nosotros”, recuerda Patrick –nombre ficticio para proteger su seguridad–. El que era su amigo comenzó a gritar y a alertar a sus vecinos de la situación. “Decía que yo era el mismo diablo y que merecía ser linchado”.

El bullicio atrajo al lugar al propietario de la casa, que vivía en la zona, mientras muchos residentes del barrio se acercaban y le insultaban por haber alquilado su propiedad a un homosexual. “Para intentar limpiar su nombre, el dueño se justificó diciendo que nunca había sabido que éramos gays y que podían prendernos fuego, pero lejos de su apartamento”. La multitud, contagiada por un ataque de ira colectivo, forzó a la pareja a quitarse la ropa hasta dejarles completamente desnudos. “Nos ataron juntos, espalda con espalda, y nos arrojaron un líquido que por su olor enseguida identifiqué como queroseno”.

Patrick, consciente de su destino, comenzó a rezar a la espera de que el odio de sus vecinos acabara con su vida y también con la de su chico. Entonces, uno de los líderes del espontáneo grupo les prendió fuego. “La gente gritaba que iban a librarse del diablo con nuestra muerte”, relata. Una patrulla de la policía que pasaba por allí se acercó al ver el alboroto y ayudó a apagar las llamas que se extendían rápidamente por los cuerpos desnudos de las víctimas. Paradójicamente, las fuerzas del orden no tenían intención de detener a los agresores. Los policías arrojaron a Patrick y a su pareja a la parte trasera del vehículo policial. Estaban arrestados, pero al menos seguían vivos.

Ambos fueron trasladados al cuartel militar de Mbuya, situado en una colina al sureste de Kampala, donde fueron interrogados y torturados durante dos meses. “Una noche, un soldado me sacó de la celda y me ató los testículos a un ladrillo”, recuerda. “Me dijo que nos los necesitaría más porque iba a morir pronto”. Días después, Patrick observó que un conocido de su misma tribu trabajaba como vigilante en el cuartel y consiguió idear un plan para escapar de allí y llegar a Kenia. Hoy día sobrevive en el campo de refugiados de Kakuma, aunque busca la manera de ser reubicado en otro lugar. “Aquí he sufrido ya varios ataques porque todos saben que soy gay”.

Peligro legal y social

En África, 38 de los 54 países del continente castigan penalmente la homosexualidad y la pena de muerte es aplicada en países como Mauritania, Sudán, Somalia y algunos estados de Nigeria. Los gobiernos nigeriano y ugandés han sido recientemente los últimos en aprobar leyes represivas y homófobas contra este colectivo. En Nigeria, ser gay o lesbiana puede llevarte a la cárcel durante 14 años y en Uganda puede incluso suponer la cadena perpetua.

Aunque, según Eric Gitari, abogado especializado en derechos humanos y director de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de Gays y Lesbianas en Kenia, las leyes no son lo más peligroso. “Los mayores riesgos no son los ataques por parte del Estado ni los arrestos, sino la violencia, el acoso y la discriminación de la propia sociedad”, explica Gitari. “Están justificados por una ley inexistente que dice que somos criminales, y por una clase política que decide utilizar su tiempo en el Parlamento para discutir lo que la gente puede y no puede hacer en la privacidad de sus dormitorios”.

En Kenia, la homosexualidad no está aceptada, aunque gays y lesbianas viven más tranquilos que en su vecina Uganda. Por ello, antes incluso de que el presidente de Uganda, Yoweri Museveni, promulgara en febrero de este año la ley antigay, el clima hostil había forzado ya a muchos ugandeses a abandonar su país y buscar en Kenia un lugar seguro como refugiado por orientación sexual. Es el caso de Nick, un joven de 28 años cuyo nombre apareció en las famosas listas negras de homosexuales publicadas por los periódicos ugandeses con el objetivo de estigmatizar y perseguir al colectivo. “Mi propia familia me denunció por ser gay”, recuerda. “Fui acosado, detenido y la policía me violó dentro de la cárcel”.

Como muchos, Nick consiguió llegar a Nairobi con el objetivo de pedir asilo en algún país occidental y escapar del horror. Desde marzo de 2013 pasa sus días en el campo de refugiados de Kakuma, un árido territorio al noroeste de Kenia. Allí, más de 150.000 refugiados –la mayoría procedentes de las guerras de Somalia y Sudán del Sur– sobreviven a las duras condiciones y al hambre. Pero, para quienes están allí por motivos de orientación sexual, a todos esos ingredientes hay que sumar el acoso y la violencia del resto de refugiados. “Las condiciones no son distintas a las de mi país”, comenta Nick. “La gente aquí es muy homófoba y sufro ataques continuos tanto de los refugiados como de la propia policía”.

Eric Gitari, director de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de Gays y Lesbianas en Kenia, pudo comprobar en primera persona la situación del colectivo de refugiados por orientación sexual en Kakuma en una reciente visita al lugar. “En los campos, la policía acosa sexualmente y viola a los homosexuales. El año pasado hubo tres muertes no investigadas, y cuando yo estuve en el campo uno más fue envenenado y murió”.

Iglesia y homosexualidad

La presión eclesiástica ha sido uno de los principales puntos de apoyo del presidente ugandés a la hora de impulsar esta renovada presión hacia los homosexuales. Buen conocedor de ello es el padre Anthony Musaala, un famoso saderdote ugandés que fue expulsado de la Iglesia Católica de su país el año pasado por escribir una carta pública en la que destapaba escándalos en el seno de la Iglesia. Entre ellos, Musaala hablaba de hijos secretos de sacerdotes, abusos sexuales a menores y de su propia experiencia personal: con 16 años, sufrió abusos mientras vivía interno en un colegio católico en Uganda.

El padre Musaala fue denostado en su país y acusado de homosexual. Su fotografía fue publicada junto a la de otras tres personas en portada del periódico ugandés Red Pepper días después de la promulgación de la ley antigay, en febrero de este año. “Soy una de las personas más buscadas en Uganda y he tenido que huir porque mi vida corre peligro”, comenta.

Es domingo, y nos lo encontramos celebrando una misa clandestina a las afueras de Nairobi, capital de Kenia. No es una ceremonia cualquiera. La música no para de sonar y los participantes bailan y cantan al ritmo de las indicaciones del padre Musaala. La mayoría de los asistentes son refugiados gays que han huido de Uganda y necesitan compartir sus problemas e inquietudes. “Son gente rechazada por la sociedad y por su propia familia, y trato de darles ánimos, consejos y toda la ayuda que necesitan”, dice Musaala. La misa, que tiene lugar en una pequeña habitación de un viejo edificio, es un espacio de libertad donde los asistentes pueden ser ellos mismos sin tener que esconderse.

Yassin Senyonga tiene 31 años y acude a la cita dominical con el padre Musaala y el resto de colegas, que, como él, se refugian por el mero hecho de querer a una persona de su mismo sexo. En Uganda, Yassin tenía su vida encarrilada. Tranquilidad, un buen trabajo como diseñador de interiores en una empresa de Kampala y su pareja, Eric, con el que llevaba saliendo cuatro años.

Un buen día, en el trabajo le avisaron de que Eric había sido agredido y detenido por la policía, y que también le buscaban a él. Sin poder hacer las maletas, Yassin corrió a un lugar seguro para esconderse. En su huída llamó a su madre, pero tuvo que cortar la llamada antes de tiempo. “Me dijo que era un marginado social y el culpable de traer la enfermedad a la familia”. Ahora malvive en Nairobi con una pequeña paga que le proporciona ACNUR, la agencia de Naciones Unidas para los Refugiados. Su sueño es pedir asilo en Canadá o algún país europeo, aunque su destino, como el de tantos y tantos como él, es totalmente incierto. “Solo deseo recuperar mi vida”.

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