La última frontera del sida
Fotogalería: La lucha contra el sida en Nepal
El nerviosismo de Rham Bahadur Gotami es más que evidente. Sabe que algo grave le sucede, pero los médicos todavía no le han dicho qué es. Hace unos días que llegó al Western Regional Hospital de Pokhara, en el centro de Nepal, y el ceño fruncido de quienes escudriñan sus análisis no hace presagiar nada bueno. “Sólo tengo fuertes dolores de cabeza”, comenta en voz baja. Lejos de Gotami, Vasand Tamrakar, el médico que mira al trasluz el resultado de un escáner cerebral, explica que su paciente está enfermo de sida. “Primero hemos descubierto que padece tuberculosis y también ha dado positivo en el test de VIH. El problema es que ha llegado tarde, en una fase clínica 3, y la enfermedad está demasiado avanzada. Será difícil salvarle la vida”.
A sus 38 años, este albañil originario de un remoto pueblo del noroeste del país ni siquiera sabe qué es el sida. Y mucho menos cómo se transmite. “Estamos preocupados porque tiene mujer y dos hijos pequeños”, cuenta el doctor. La experiencia le hace temer que ella también sea seropositiva. “Estamos casi seguros de que él se contagió en India, donde estuvo trabajando hace tiempo durante dos años”. Gotami reconoce que allí mantuvo relaciones sexuales con prostitutas. Sin protección. Desconocedor del peligro, cuando regresó no le dio mayor importancia a la degeneración de su salud. Sólo decidió recorrer los 150 kilómetros que separan su pueblo de Pokhara cuando vio que los brebajes que le prepararon diferentes curanderos no aplacaban su intenso dolor de cabeza. “Además, he perdido mucho peso y me encuentro sin fuerzas”, cuenta desde la cama del hospital.
El suyo no es, ni mucho menos, un caso aislado. De hecho, las organizaciones que combaten el sida en el subcontinente indio consideran que los emigrantes temporales, hombres que buscan trabajo en otro país de forma intermitente, se han convertido en el principal peligro de países poco desarrollados como Nepal. Allí suponen ya en torno al 10% de los seropositivos, un porcentaje similar al de los homosexuales y muy superior al de los drogadictos -un 4%-, y su número continúa creciendo.
“Además, el problema está en que son también la principal fuente de contagio entre las mujeres seropositivas que no viven del sexo, que suman el 30% del total de infectados”, analiza Nafisa Binte, directora de la sección de Sida de Unicef en Nepal. Así, el informe que detalla el trabajo que este país ha realizado en 2013 para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio, establecidos por Naciones Unidas, considera que estos emigrantes temporales “son el puente a través del cual la población de bajo riesgo, sobre todo las mujeres de zonas rurales, termina infectándose por el VIH”.
Parmilla Devi es una de estas víctimas. Vive en una pequeña casa de adobe con techo de bambú en un poblado cercano a la ciudad nepalesa suroriental de Janakpur. La suya era una existencia tranquila hasta que su marido llegó enfermo de la capital india, Delhi. “Trabajaba allí, nos enviaba dinero para sobrevivir, y regresaba una vez al año”. La última, hace tres años, apareció demacrado. Le diagnosticaron sida y murió al cabo de unos meses, tras una lenta agonía. Fue entonces cuando los médicos la obligaron a hacerse las pruebas. “Cuando vi que yo también tenía el virus pensé en ahorcarme”, recuerda. “Pero luego me dije que tenía que vivir para que mi hija creciese con una madre”.
No le ha resultado fácil. Devi es un buen ejemplo de la discriminación que sufren los seropositivos en toda la región. “Cuando la familia de mi marido se enteró de que yo también era seropositiva me tacharon de bruja y me acusaron de haberlo matado. Incluso yo misma terminé convenciéndome de que era la culpable de su infección”. Fue justo al revés, pero el desconocimiento sobre la enfermedad hizo que Devi y su hija fuesen apartadas de la sociedad y recluidas al establo. “No me permitían comer con el resto, y la gente ni siquiera se atrevía a utilizar los utensilios que había tocado”.
“Me ha hecho mucho daño, pero no lo odio”
Ahora, Devi lleva una vida casi normal gracias a la intervención de una ONG local que opera con los fondos de la española Ayuda en Acción. Fueron unos cooperantes quienes conocieron su caso e intercedieron con la familia política para que fuese readmitida en su seno. Pero todavía hoy tiene vetada la participación en reuniones comunales, y ha tenido que enviar a su hija fuera para que no sufra el estigma de una enfermedad que ahora combate con antirretrovirales que llegan con cuentagotas. Ha entendido ya que fue su marido quien la contagió después de haber pagado por sexo en India, pero asegura que, a pesar de ello, sigue respetándole. “Me ha hecho mucho daño, pero no lo odio”.
Biyay Kumar Chaudhary, presidente de la ONG local Community Development Proyect (Proyecto para el Desarrollo de la Comunidad) en la cercana ciudad de Mahottari, considera que la situación en las zonas rurales de Nepal, que es muy similar a la que se vive en India, Bangladesh, Pakistán o Sri Lanka, es preocupante. No en vano, se estima que dos de los treinta millones de habitantes del país participan en las migraciones temporales. “Por eso, estamos promoviendo que las mujeres se nieguen a mantener relaciones sexuales con los hombres que regresan de sus lugares de trabajo hasta que no se sometan a las pruebas del VIH”, asegura. Y trabajan con el Gobierno para que sean realizadas a la mayor brevedad posible.
Hay razón para la inquietud. Hace dos años CDP llevó a cabo 600 pruebas entre emigrantes temporales de seis distritos diferentes y casi el 5% (28) dieron positivo. “Y eso que la mayoría de quienes han contratado los servicios de prostitutas suele negarse a realizar los tests. En uno de los casos más extremos el marido incluso roció con ácido a la mujer por presionarle para que se hiciera la prueba”, recuerda Chaudhary. Afortunadamente, ella está ‘limpia’ y ha decidido divorciarse. “El problema es que muy pocas mujeres se atreven a alzar la voz en esta sociedad”. Y, por eso, muchos casos de sida no saldrán a la luz hasta que sea demasiado tarde.
Porque el problema del subcontinente indio reside en que, como apunta la especialista de Unicef, “cualquiera puede ser emigrante en algún momento”. Las fronteras son porosas -indios y nepaleses, por ejemplo, pueden moverse libremente por ambos países sin necesidad de visado-, y eso dificulta la identificación de grupos de riesgo y el control de los posibles afectados. “La mayoría de los viajes son temporales, y están ligados muchas veces a situaciones puntuales, como puede ser una crisis agrícola. La gente va a donde cree que puede hacer algo de dinero, trabaja durante un período corto de tiempo, y regresa”, analiza Binte.
Quien ha tenido suerte, repetirá. “Las clases medias eligen los emiratos árabes, donde la enfermedad también comienza a ser un problema. Pero, generalmente, los más pobres, que son también quienes tienen menor conocimiento de qué es el sida y de cómo se combate, emigran a otros estados del subcontinente. Allí el control sobre la enfermedad es mínimo”. Por eso, la epidemia se extiende. Aunque Nepal ha conseguido reducir la prevalencia del sida en el grupo de quienes tienen entre 15 y 49 años al 0.28%, y más de 8.500 pacientes reciben tratamiento antirretroviral gratuito, el país todavía está lejos de alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
Según el informe gubernamental publicado a finales del año pasado, 48.600 personas -entre ellas unos 4.000 niños menores de 14 años- están infectadas con el VIH en el país del Himalaya. Sin embargo, instituciones como el Banco Mundial consideran que la cifra real es muy superior, ya que el 60% de los seropositivos desconocen que lo son. Es más, el 70% de quienes tienen entre 15 y 49 años, como Gotami, ni siquiera tienen los conocimientos básicos sobre el sida. Por eso, el ritmo al que se descubren nuevas infecciones continúa aumentando de forma proporcional a la cuantía de tests realizados: en 2010 dieron positivo 2.015, en 2012 fueron 2.433. Y el gobierno estima que el año pasado se infectaron unas 1.100 personas más. Desde que se certificó el primer contagio, en 1988, más de 4.100 nepaleses han muerto por sida según UNAIDS.
“Ahora concentramos nuestros recursos en descubrir a quienes están infectados y no lo saben”, explica el superintendente del Western Regional de Pokhara. “El problema está en que, a diferencia de lo que sucede en otros países, los grupos de riesgo son más variados y mucho más difíciles de controlar. Además, creencias animistas y el estigma asociado hacen que los enfermos no busquen ayuda médica hasta que es demasiado tarde”.
Pobitra Tapa Maghar es una de las que esperó demasiado. Era alcohólica y a ello culpaba de su malestar general y de las manchas que aparecían por su cuerpo. De hecho, cuando llegó al hospital lo hizo por el intenso dolor que le provocaba un tumor en el útero. “Descubrieron que tenía sida cuando me hicieron análisis de sangre”, recuerda entre lágrimas. Todavía no sabe cómo se ha podido infectar, aunque apunta a dos causas posibles: “Cuando me emborrachaba perdía el conocimiento. Muchas veces estaba tirada en la calle y sé que fui violada. En otra ocasión recibí una transfusión de sangre en una pequeña clínica de mi pueblo -cerca de Tansen-, y temo que pudiese estar contaminada. Afortunadamente no he contagiado a mi familia, pero me siento culpable porque no valgo ni para hacer las tareas de la casa”.
Tampoco puede desempeñar su trabajo Jambu Sherpa, quien ahora lamenta su promiscuidad y su falta de cuidado. Este sherpa era, como la mayoría de su etnia, un experto escalador. Disfrutaba de una vida acomodada gracias a su trabajo como guía de montaña en el Himalaya. “En las expediciones también había muchas mujeres, tanto nepalesas como extranjeras, y por la noche nos calentábamos con licor. Nos calentábamos en todos los sentidos, claro. Yo no tenía ni idea de lo que era el VIH, así que ni siquiera me preocupaba de si alguna quedaba embarazada. Reconozco que he pagado caro mi egoísmo”. Lama tuvo un accidente de tráfico y fue entonces cuando el virus apareció en los análisis. Desde entonces, su vida se ha desmoronado y ahora reside en un barrio de chabolas de la capital, Katmandú.
Cuatro de cada cinco infecciones en Nepal se producen por vía sexual, y otro de los colectivos más castigados por el sida, e íntimamente relacionado también con las migraciones temporales, es el de las trabajadoras del sexo. Se estima que en Nepal hay unas 28.000, muchas de las cuales han sido víctima del tráfico de personas. El Banco Mundial cree que por lo menos la mitad de ellas ha ejercido en Mumbai (India), y que otras 100.000 mujeres nepalesas todavía se gana allí la vida con el sexo. La mitad de ellas está infectada.
Bimila Panday es prostituta y portadora del VIH. Comenzó a ejercer la profesión “por desesperación”, cuando su marido, que también había emigrado a India para trabajar, dejó de dar señales de vida. “En una ocasión, estuvo ocho años desaparecido. Yo no tenía recursos, así que decidí aceptar las propuestas que me lanzaron hombres que llevaban tiempo cortejándome”. Panday conocía el uso del preservativo, pero muchos de sus clientes, algunos también inmigrantes, se negaban a ponérselo. “En los pueblos pequeños muy pocos saben qué es el sida. Negarse supone perder el negocio”. Pero ha descubierto que aceptar se paga muy caro.
Panday no sabe si contrajo el VIH por su marido, que murió de sida, o si fue al revés. La familia política no tiene dudas, y la acusa, como a Devi, de haber matado a su esposo. Sus propios padres titubearon un poco, pero finalmente también la señalaron con dedo acusador. Y el pueblo hizo lo mismo. Fue entonces cuando se vio obligada a buscar ayuda. CDP intercedió por ella frente a sus progenitores y consiguió que no la desterraran. Ahora, Panday trabaja en la ONG, ha abandonado la prostitución, y se ha puesto como objetivo rescatar a otras mujeres que siguen los pasos que ella dio por el mal camino. “Es imprescindible hacer algo, porque la epidemia está descontrolada”, asegura.
Afortunadamente, hay algunos signos positivos. El trabajo de ONG y de organismos de Naciones Unidas ha conseguido que grupos de riesgo como el de las trabajadoras del sexo hayan tomado conciencia del peligro al que se enfrentan. Lo explica Sabitri Khadka, que ejerce en Pokhara, el principal destino turístico después de Katmandú, y que con 18 años ya es madre de un niño de 7. “Me casaron con 10 años y mi marido me abandonó cuando me quedé embarazada. No sé ni qué edad tenía él, pero me imagino que unos 20 años. Después comencé a trabajar en el servicio doméstico, hasta que una amiga me propuso un empleo con el que ganaría más dinero. Con 13 años cobré por primera vez por tener sexo”.
Poco después, gracias a una organización local que trabaja con prostitutas, supo que tenía que exigir el uso del preservativo a todos los clientes. “Antes nadie sabía lo que era el VIH, pero ahora creo que nosotras estamos mucho más concienciadas. Además de que usamos protección, también nos hacemos las pruebas cada mes para estar seguras de que no estamos infectadas. El problema es con los clientes. Muchos vienen borrachos o drogados y no quieren ponerse el condón. Prefiero que me golpeen por negarme a que me contagien el sida”, asegura contundente.
Entre el colectivo de drogodependientes también se observa un importante aumento de la concienciación, que es inversamente proporcional al número de nuevas infecciones que se producen. “En gran parte eso se debe a que su conocimiento de la enfermedad es muy superior al del resto, porque es más fácil identificar a los drogadictos y trabajar con ellos”, comenta uno de los responsables de Friends of Hope, una ONG local que, entre otras cosas, combate el intercambio de jeringuillas entre los adictos a las drogas inyectadas.
Krishna Tapa es uno de los que ha aprendido la lección. Consumidor habitual de heroína, hace una década que confirmó su condición de seropositivo. A pesar de ello, hasta que supo cómo se contagia el virus, no dejó de poner en peligro a otros que utilizaban las mismas jeringuillas que él. “No me importaba tener el sida, sólo quería mi próxima dosis. Ahora, después de haber pasado en la cárcel 3 años y 5 meses, he dejado la heroína. Pero todavía me inyecto sedantes como Norphin. Lo que nunca hago es prestar mis ‘utensilios’ para que otros no paguen mi irresponsabilidad”.
No obstante, todos estos logros están en peligro. Las organizaciones contactadas para la elaboración de este reportaje aseguran que las dificultades económicas por las que pasa la lucha contra la enfermedad suponen un gran escollo añadido y se están traduciendo en el cierre de programas de ayuda. “Cada vez hay menos interés por el sida en el mundo. Se ha convertido en una enfermedad crónica en los países desarrollados, y los donantes de fondos prefieren invertir en programas de menor costo que den resultados más rápido y tengan mayor visibilidad mediática. Así que los recursos han caído en picado”, explica Binte. “Pero todavía queda mucho por hacer”.