El cruceiro destrozado en una plaza de la capital no fue vandalizado por el “odio anticristiano”, ni por un “ataque contra la libertad religiosa” ni para “romper los profundos y sólidos vínculos” que unen a Galicia con Madrid. Este destrozo que ha indignado a la presidenta de Madrid, al presidente de Galicia y a varios diputados de Vox tampoco forma parte de ninguna espiral de violencia contra los cristianos, que empieza “atacando lugares de culto” y, como no pongamos freno, acabará dinamitando la Catedral de Santiago, como hicieron los talibanes con los budas gigantes de Afganistán.
La historia de cómo acabó en el suelo este cruceiro dista mucho de cualquier persecución religiosa. Lo explicamos este martes en elDiario.es, en un buen reportaje de Víctor Honorato. La camarera del bar de enfrente, el dependiente de la tienda de la esquina y la administrativa del Centro Gallego coinciden en algo: fue un accidente. Unos aseguran que el chico que se subió a la peana de esta cruz quería hacerse una foto. Otros, que iba con un grupo que llegó “dando tumbos”.
Tal vez fue un selfi; tal vez una borrachera. Pero todos los testigos coinciden: el cruceiro no acabó destrozado porque el gamberro que se subió al monumento, móvil en mano, quisiera atentar contra el cristianismo. Ni siquiera quería hacer caer esa cruz.
El destrozo del cruceiro es anecdótico. La repercusión posterior de este suceso no lo es. La exagerada reacción de la ultraderecha de Vox, a la que se sumaron Isabel Díaz Ayuso y Alberto Núñez Feijóo, explica muchas cosas. Es un perfecto ejemplo de vandalismo contra la convivencia. Un ataque incívico bastante más dañino para la sociedad que lo que un simple borracho puede provocar. Mucho más grave, pues es obra de representantes públicos a los que se presupone algo más de responsabilidad.
En Almería hay una famosa estatua de John Lennon. Es una escultura de bronce en homenaje al tiempo que pasó el cantante de los Beatles en esta ciudad, donde se dice que compuso Strawberry Fields Forever. Se inauguró en 2007. Desde entonces, ha sido vandalizada en decenas de ocasiones, incluso la han tenido que trasladar a un lugar más fácil de vigilar. Cada tanto, este Lennon de bronce pierde sus icónicas gafas redondas, o un trozo de su guitarra. Una mañana amaneció pintado de rojigualda, la noche después de que la selección española de fútbol ganara la Eurocopa, en 2008. El pobre Lennon pagó el pato de esa fiesta. Aunque al menos no hubo entonces ningún político o medio de comunicación que relacionara este acto vandálico con una conspiración nacionalista contra el compositor de ‘Imagine’. O que quisiera responsabilizar de ella a todos los que celebramos esa noche la victoria de la selección. Nadie quiso convertir esa evidente gamberrada en el síntoma de un movimiento organizado contra la cultura británica o la música pop.
Hace bastante menos, mucho más cerca, otros vándalos atacaron otras estatuas, las de Indalecio Prieto y Largo Caballero en Madrid. Contrasta la sobreactuación del cruceiro con el silencio o la complicidad frente a esa agresión política tan evidente –Vox incluso amenazó en redes que esto era un “primer aviso” contra la ley de Memoria Histórica–. Si la presidenta de Madrid quiere combatir las espirales de violencia y fomentar la convivencia, tiene agresiones vandálicas más dañinas y preocupantes que denunciar. Que intente combatir los discursos de odio que ya existen, los del partido de ultraderecha en el que se apoya su Gobierno, en lugar de inventarse uno que no es real.
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