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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

Volver a las cosas. La buena política en tiempos de colapso

Un piso en alquiler en Madrid

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Hace unos días, en la semana negra de Gijón, Enric Juliana nos recordaba la necesidad de volver a las cosas materiales. “Españoles, a las cosas”, nos decía, adaptando una popular frase que Ortega formuló a los argentinos, concentrados, al parecer, en demasía, en discursos simbólicos y florituras comunicativas. La izquierda ha pasado varias veces por estos debates, muchas de ellas de manera traumática, y ha oscilado, históricamente, entre las cuestiones identitarias y las cosas del comer. Que unas y otras están relacionadas, ya lo sabemos. Las demandas de participación, reconocimiento y redistribución, como bien nos dijo Fraser, no pueden desligarse, como tampoco pueden desligarse los derechos políticos y los derechos sociales, porque los primeros sin los segundos conducen al elitismo, y los segundos sin los primeros, al clientelismo. Sin embargo, también sabemos que en situaciones críticas estos elementos no pueden armonizarse fácilmente así que balancearlos con acierto forma parte de la pericia que hay que tener si toca tomar decisiones.

Hoy, aunque resulte recurrente, nuestra obligación es seguir reivindicando el derecho a la subsistencia, la materialidad, en una palabra. Luchar para que el derecho a la vivienda y el acceso al agua y a la luz, por ejemplo, sean protegidos y garantizados, por la sencilla razón de que responden a necesidades básicas que están insatisfechas. La privatización de los recursos naturales y su mercantilización está tan extendida que nos hemos acostumbrado a que se gestionen como bienes de mercado. Hemos llegado a ver como algo natural y hasta lógico que haya personas que mueren de sed o abandonadas a la intemperie mientras los grandes propietarios acumulan beneficios infinitos a costa de sus vidas. Hemos acabado viendo normal que los bancos engorden sus cuentas a base de esas hipotecas sin las que poca gente podría disponer de un techo bajo el que vivir. 

En el Estado social al uso, que parece también el único modelo al que podemos aspirar, producir y crecer es lo primero, de manera que las políticas sociales se orientan, fundamentalmente, a incrementar la capacidad de consumo de la gente para que esa demanda estimule la productividad. O sea, que la ayuda social sólo se articula en la medida en la que es útil al mantenimiento del sistema productivo y queda excluida en los casos en que puede poner en peligro los intereses protegidos de “quienes producen”. Ser un consumidor activo es lo que te convierte en un ciudadano pleno para lo cual, evidentemente, hay que cumplir unos mínimos, porque no todo el mundo puede consumir, ni puede consumirlo todo. A estos efectos, el de la vivienda es una muestra paradigmática.

En lugar de garantizarnos el derecho a una vivienda, lo que se hace es facilitarnos (en el mejor de los casos) el acceso a una hipoteca para poder comprarla. En este “mundo ideal”, la posibilidad de endeudarse no solo es deseable, sino que es un privilegio del que solo pueden disfrutar algunos. La vivienda es un bien de mercado así que se especula sobre el suelo. O, al revés, dado que la administración ha privatizado el suelo, la vivienda es objeto permanente de especulación. Tanto da. Durante años, muchos municipios han consentido y/o alentado procesos demoledores de desposesión y mercantilización del suelo, favoreciendo sistemáticamente a las élites urbanas y enfocando la política municipal a la obtención de plusvalías inmobiliarias y a la creación de redes clientelares. El resultado de esta nefasta política municipal han sido ciudades encarecidas y devastadas por la corrupción urbanística, la privatización del espacio público y la fragmentación social.  Y algo muy similar sucede ahora con el uso del suelo no urbanizable en esa obsesión mundial por obtener minerales críticos, como el litio, el cobre o el cobalto. En lugar de pensar en el ahorro energético y la disminución del consumo, esencialmente, para que todos puedan acceder al agua o a la luz, el capitalismo verde intenta sustituir los combustibles fósiles por fuentes “renovables” de energía para que las grandes multinacionales que controlan el sector sigan acumulando idénticos beneficios. Los paneles solares, los molinos eólicos y los coches eléctricos, en su versión desmesurada, nos abocarán a dificultades en el aprovisionamiento de comida y de agua, porque el suelo no puede utilizarse simultáneamente para una cosa y su contraria. Y estas dificultades las sufrirán, por supuesto, quienes no pueden pagar un precio cada vez más alto por sobrevivir. 

Salir de este circuito, en beneficio de las mayorías y evitando el ecofascismo, exige, al menos, tener dos o tres cosas claras.

Allí donde hay una necesidad, hay un derecho, y las necesidades deben ser atendidas aun cuando una regla de utilidad o simple conveniencia aconseje orientar los esfuerzos en otra dirección. Cuando hablamos de necesidades básicas hablamos de intereses generales y no del estrecho mundo de un interés o un deseo particular o particularizado. A diferencia de los intereses, las necesidades no son intencionales. Se tienen o no se tienen, pero no se eligen. A diferencia de los deseos, indican que las personas se hallan privadas de un bien básico e imprescindible que resulta insoslayable para ellas. O sea, que si la necesidad no se satisface se ocasiona un daño grave que, además, permanecerá en el tiempo; una degeneración permanente. La base antropológica de los derechos son necesidades generalizables, que todos sentimos o podríamos sentir en una circunstancia dada, y no deseos o intereses cuya satisfacción solo da lugar a privilegios. En un mundo de privilegiados unas personas son subordinadas a otras; los privilegiados, por definición, usan a los demás como meros medios para obtener sus objetivos. La vivienda, el agua y la luz son bienes de primera necesidad. 

El derecho a la subsistencia ha de priorizarse sobre el derecho a la propiedad privada. Precisamente por eso la propiedad, para ser legítima, ha de tener una función social y una utilidad pública, algo que no puede predicarse de la propiedad fruto de la simple especulación ni de la que no está sujeta a presión impositiva alguna o está sometida a una presión insuficiente. Decía Rousseau, que el derecho de cada particular sobre su bien estaba subordinado al derecho que tenía la comunidad sobre todos los bienes. De manera que toda propiedad es pública dado que el poder último de decisión sobre su titularidad pertenece a la comunidad. Nosotras hemos decidido dejar a las grandes empresas la gestión incontrolada de nuestros medios de vida.

Evitar la concentración excesiva de riqueza es evitar la dominación horizontal, la que ejercen unos ciudadanos sobre otros. Garantizar los bienes comunes y públicos siempre exige limitar los bienes privados y en condiciones de escasez requiere, además, controlar legalmente la voracidad incansable de unos pocos tiburones. ¿Cómo? Reforzando y protegiendo los derechos sociales como el derecho a la vivienda, o consagrando el derecho al acceso al agua y a la luz como un derecho fundamental.

Volver a las “cosas” es hoy un imperativo vital para la mayor parte de la gente. Y en un marco de colapso, la tarea de la política es situarse en este terreno para evitar o contener la catástrofe, redistribuyendo la riqueza y adjudicando responsabilidades.

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