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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz
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La cultura no entiende de idiomas ni de géneros, de fronteras ni de espacios. La cultura es un idioma universal que cada uno habla a su forma y cada cual entiende a su manera. Cultura con c y con k, masculina y femenino. Cultura en el idioma universal. Kulturo!

Pantalla sangrienta

Scanners. / Manson International

José Albaina

OjoCrítico.com

Desde los orígenes del cine hasta nuestros días, la representación de la violencia en la pantalla ha dado lugar a profundas e innumerables controversias. Esta circunstancia no es exclusiva del medio audiovisual, sino que alcanza a toda forma de expresión artística. Si existe un factor determinante por el que la especie humana consigue imponerse al resto, es por el uso de la inteligencia para lograr la mayor y más eficaz violencia. Y dejando aparte los animales no racionales, ¿cuál es la atribución sobre la que, en última instancia, se apoya la autoridad de cualquier forma de gobierno en cualquier época?: el uso de la fuerza. Por tanto, resulta lógico que una característica tan inherente a la condición humana, haya sido reflejada de infinitas maneras por el arte.

Desde las pinturas en cuevas prehistóricas, las tragedias griegas, los pasajes bíblicos, los cuadros de Goya, etc., la barbarie siempre ha ocupado un espacio destacado en las manifestaciones artísticas.

Era evidente que el cine no iba a permanecer ajeno a este hecho, máxime cuando su esencia es transmitir la sensación de movimiento. Es por ello que, podría considerarse como la forma más pura de arte cinematográfico al género de acción.

¿En qué otro estilo, por ejemplo, podría enmarcarse la escena más famosa de ‘El acorazado Potemkin’? En esa mítica creación, en las escaleras de Odesa, se muestra unos soldados masacrando civiles. Serguéi M. Eisenstein, con su película de 1925, logró un hito para la cinematografía mundial, que constituyó una brillante muestra de las posibilidades expresivas del montaje. Su contenido: marcadamente violento. Pero Eisenstein no fue el primero en concebir elaboradas e impactantes escenas con la brutalidad como protagonista. El considerado como uno de los cineastas que más contribuyó a la creación del lenguaje audiovisual, David Wark Griffith, engendró una filmografía rebosante de salvajismo. El autor de ‘El nacimiento de una nación’ (1915), rodó cientos de títulos, entre los que destaca ‘La matanza’ (1914).

Con ‘Un perro andaluz’ (1929), fruto del lujoso tándem Buñuel-Dalí, el surrealismo irrumpe escandalosamente invadiendo la pantalla de luminosas pesadillas, desde el punto de vista cinematográfico. De todo el caudal de imágenes memorables que contiene el citado film, destaca poderosamente la navaja de afeitar cortando un ojo. Una imagen icónica, como pocas, en la fértil historia del cine. No resulta complicado reparar en que las obras anteriormente señaladas supusieron un avance en los límites de violencia audiovisualmente recreada, aceptados hasta ese momento.El primer western, ‘The great train robbery’ (1903), relataba el expeditivo asalto a un tren. La plasmación de actos violentos es recurrente en el cine estadounidense. La electrizante ‘Scarface’ (1932), paradigma de las historias gangsteriles, representó una nueva vuelta de tuerca para el público de la época; que acudió a las salas de exhibición en busca de novedad y emociones fuertes. En 1983, Brian De Palma, realizaría un digno remake con el entonces gran Al Pacino al frente del reparto y con guión de Oliver Stone; director de ulteriores obras que explorarían intensamente la relación entre violencia e imagen. Volviendo a los años treinta, tiene lugar un hecho destacado: la creación del código Hays. Se trataba de un riguroso sistema de normas, que limitaba con claridad lo que era posible enseñar en pantalla y lo que no, además de cómo debía hacerse. Éste reglamento censor, estuvo vigente, controlando el contenido de las pantallas, desde 1934 a 1967.

Como en la célebre elipsis de 2001: Una odisea del espacio (1968), trasladémonos de los gangsters y los años treinta hasta 1971, cuando se estrena una cinta del mismo director de la odisea espacial, Stanley Kubrick, pero, aun compartiendo género, de planteamiento radicalmente opuesto: ‘La naranja mecánica’. Nos hayamos ante un film clave para estudiar la relación entre cine y violencia. Aunque la historia, basada en una novela de Anthony Burgess y adaptada por el propio Kubrick, se sitúa en un tiempo futuro, en realidad refleja una problemática que causaba gran alarma social entonces, como era la referida a las bandas callejeras compuestas por jóvenes violentos. El film, como otros de su autor, rompía con todo lo establecido hasta ese momento, respecto a lo que era mostrable en pantalla. Pero a pesar de sus imágenes contundentes, quizás el elemento más perturbador del largometraje, sea el punto de vista moral de los protagonistas, especialmente el de Álex interpretado por Malcolm McDowell en el papel de su vida. Desde el primer momento del film, nos adentramos en su mente mediante el recurso de la voz en off, haciéndonos partícipes de sus más sádicos pensamientos. La película tuvo problemas de distribución, y su creador Stanley Kubrick, la retiró de las salas de Reino Unido tras unos sucesos violentos que fueron atribuidos a la obra audiovisual. Pero, ¿se le puede atribuir a una película el ser la causante directa de la comisión de un crimen u otros delitos? Si respondemos que sí, deberíamos preguntarnos entonces, qué grado de influencia tiene en las personas que habiendo sido expuestas al mismo material, no realizan actos violentos que pudieran guardar relación o no con películas visionadas. También, en ese supuesto, cabría cuestionarse si tendrían más peso sobre tales conductas, las imágenes de los programas informativos de televisión. No resulta complicado hallar a personas a las que ‘La matanza de Texas’ (1974), o cualquiera de sus secuelas, les pueda provocar bostezos y que si se exponen a una aberrante imagen de guerra de telediario, les produzca pesadillas y malestar casi insoportable. Tal vez se deba a que el primer tipo de imágenes son simbólicas, y la segunda clase terriblemente reales. Y curiosamente, se dan casos de individuos que reaccionan a la inversa de lo anterior. Lo que es indudable, es la gran importancia que tuvo La naranja mecánica, para películas posteriores que en la misma década sacudieron las pantallas del mundo con obras legendarias como ‘Taxi driver’ (1976), ‘El cazador’ (1978) o ‘Apocalypse Now’ (1979) entre otras. En 1980 se estrena en España, tras no pocos impedimentos para ello, ‘Holocausto caníbal’ del italiano Ruggero Deodato. La película relataba la búsqueda de unos periodistas desaparecidos en la selva amazónica. Contenía escenas de tal violencia que se llegó a dudar de si eran reales o no y el film fue confiscado por la justicia italiana. El director se vio obligado a demostrar ante un tribunal que las sospechas eran infundadas. Si bien las muertes humanas eran falsas, las de los animales no, lo que convierte en insufrible su visionado. Posteriormente, llegaron las gloriosas obras de Joel Silver y compañía, con una violencia-espectáculo-palomitera que marcó una época. Hasta nuestros días llegan secuelas.

Toda la rentable violencia ochentera de las películas con gigantescos presupuestos de los grandes estudios de Hollywood, sufriría un brusco giro con el arquetipo “director violento” por antonomasia: Quentin Tarantino. Su rastro en cientos de producciones cinematográficas y extracinematográficas es incuestionable. Él mismo define su estilo como una sesión musical en la que ha mezclado sus canciones favoritas para hacer algo único. Relacionado con él, pues se basó en un guión suyo que trasformó hasta ser irreconocible por su autor original, Oliver Stone causó una gran polémica con ‘Asesinos natos’ (1994). Y como pasara con ‘La naranja mecánica’, su película fue acusada de provocar varios crímenes cometidos en Estados Unidos por una pareja similar a la protagonista, al menos en el grado de locura. Entre Stone y el famoso novelista John Grisham, se suscitó un irritado debate sobre el grado de responsabilidad de la cinta ‘Asesinos natos’ y similares en delitos reales. Stone, aceptando las tesis de Grisham que veía una clara conexión entre cine y delito, recriminaba al escritor el hecho de que sus novelas, y filmes basados en ellas, poseen un alto contenido violento, solo que haciendo una distinción entre violencia buena y mala. Uno de los, de momento últimos, escalones célebres en el binomio cine-violencia, se produjo con ‘A Serbian film’ (2010) que contenía escenas que REPRESENTABAN ser contenido pedófilo, incestuoso y asuntos afines. Resalto la palabra representaban porque diversos sectores, trataban ese contenido como real, lo cual supone una superlativa diferencia. Todo un veterano como John Carpenter, filmó para televisión una exquisitez titulada ‘El fin del mundo en 35mm’ (2005) que exploraba con una subyugante atmósfera de misterio, la historia de una película maldita por los atroces efectos que producía en quienes la visionaban. El público occidental adulto está bombardeado por productos audiovisuales pues desde la temprana infancia se inicia en el consumo de imágenes. En esos primeros momentos mágicos, las primeras imágenes que vemos en la televisión o en el acontecimiento que supone la primera visita a las salas, son recibidas por el niño como reales, por mucho que sus argumentos sean de lo más fantasiosos. Es posible creer que pueda existir Superman con todos sus poderes y generar, por lo tanto, un impulso a la imitación de lo visionado. El espectador adulto común, suspende la incredulidad lo necesario para disfrutar de la ficción audiovisual. Pero es en esos tempranos andares en la vida, que se dan con las primeras experiencias por medio de relatos contados a través de imágenes en movimiento, donde residen la fascinante atracción de esa forma de arte, entretenimiento e industria que es el cine y derivados. En países como la India, con una cinematografía muy desarrollada, las personas adultas conservan la inocencia infantil lo suficiente como para identificar a los actores que encarnan roles de villanos, como malvados en la vida real. Eso en occidente resulta más extraño. A lo largo de la historia del cine, las cifras de asistencia a las salas, y a los pases televisivos y en formatos caseros, parecen dejar claro que un gran número de personas encuentran placer en contemplar escenificaciones de actos violentos en las diferentes pantallas. Sean la natural y lógica consecuencia de motivaciones de los personajes o de la forma más gratuita e injustificada que imaginarse pueda, la violencia suele ser un invitado estrella en el audiovisual. Y no está en absoluto probado que esta realidad sea perjudicial. Cualquiera con una mínima experiencia como espectador en este tipo de filmes, habrá advertido el efecto catártico que producen. ¿Los asesinatos ocurridos en un cine en Estados Unidos durante el estreno de ‘El Caballero Oscuro: La Leyenda Renace’ (2012) son provocados por la exposición constante a filmes violentos o por una mente previamente trastornada? Y dejando a un lado el grado de equilibrio mental del criminal, ¿habría podido llevarlos a cabo si no habría tenido tan a su alcance semejante arsenal?

Sería acertado aventurar que la mayoría de los espectadores, como ocurre especialmente en las películas de terror, podemos llegar a disfrutar (sin llegar a extremos sadomasoquistas aunque quizás sí rozándolos) de un mal/buen rato con violencia estilizada en la pantalla, pero que al salir del cine nuestro mayor deseo para la vida pueda ser que se parezca a una de James Yvory o de Éric Rohmer.

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