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La Educación medioambiental necesaria
Leído la semana pasada: “La revuelta escolar calienta el debate ambiental en el corazón de Europa”. Al parecer, una parte importante del movimiento estudiantil empieza a estar francamente preocupado por las medidas –más correctamente, la falta de medidas- tomadas por distintos gobiernos europeos en este tema. Bélgica, Alemania, Suiza o Australia están conociendo en los últimos días huelgas estudiantiles en las que se reclama a sus políticos una posición claramente definida en defensa del medio ambiente.
“Sólo pedimos que no sigan robándonos nuestro futuro y el de las generaciones venideras” –se oía en los corrillos de las múltiples movilizaciones que se vienen produciendo, especialmente en Bruselas y Lieja, puntos neurálgicos de esta movilización estudiantil, que ha llegado a congregar a más de 70.000 jóvenes, a través de las redes sociales.
El malestar adolescente no parece la enésima reivindicación que a esta generación, por edad, está obligada a plantear, pero que tiene los días contados. Cada vez más sociólogos europeos advierten que es consecuencia directa de las políticas restrictivas llevadas a cabo durante la crisis económica –“Son hijos e hijas directas de ella”- y que la lucha por el medioambiente ha llegado para quedarse. En Bélgica, por ejemplo, este problema está por delante de preocupaciones como el desempleo o la reforma educativa.
La protesta, aparentemente, ha provocado movimientos inesperados en algunas cancillerías europeas, preocupadas por un incremento no deseado de la conflictividad social, en vísperas del inicio de un periodo electoral para elegir a las nuevas y nuevos parlamentarios europeos. Pero no parece que la sangre acabe por llegar al río. Y es que esta juventud europea pide algo tan simple como imposible con sus huelgas, consensuar un plan estratégico que aleje el horizonte de pobreza medioambiental al que parece estamos abocados.
La única crítica pertinente a esta movilización se plantea sobre la credibilidad de la propia denuncia. ¿Qué está dispuesta a sacrificar, en aras de la sostenibilidad, esta juventud? ¿Quizás la actual calidad de vida europea? Leida Rijnhout y Nick Meymen investigadoras y autoras del artículo ‘La dimensión medioambiental de los Objetivos de Desarrollo Sostenible’ (Unesco Etxea, 2017 ‘Transformar nuestro mundo ¿realidad o ficción?’), sostienen que uno de los principales desafíos actuales es la definición del concepto “calidad de vida”, ya que no implica sólo una dimensión económica, sino elementos de bienestar, como dignidad, salud y el respeto de los derechos humanos. En su opinión, esta evaluación o forma distinta de medir el progreso de un país, significaría que “…la evaluación debe realizarse para comprobar si un país ha alcanzado su calidad de vida deseada dentro de los límites del planeta, algo que debería verse reflejado en una comprensión más profunda de la compleja combinación de valores económicos, culturales y sociales. Por desgracia, como ya hemos mencionado, se ha extendido a nivel mundial la idea de que el bienestar, la felicidad y el desarrollo se equiparan con un aumento del consumo de bienes y la adquisición de bienes materiales. Este énfasis actual en el crecimiento permanente del consumo no solo es totalmente insostenible, sino también autodestructivo”.
¿Y la juventud vasca? ¿Está en estas mismas claves? ¿Ve en el medioambiente el elemento perturbador que pueda ser el inicio de la ‘Revolución pendiente’? Francamente, la respuesta actual es dudosa, al menos en lo que supone unir esta reivindicación al conjunto de iniciativas que pueden movilizar al alumnado en sus aulas y ponerlo en la calle tras una pancarta. La bandera ecologista no está aún identificada entre los variopintos colores de sus proclamas.
Una noticia lanzada desde Irekia –portal informativo del Gobierno Vasco- indicaba, en 2017, de forma textual: “Las actuaciones respetuosas con el medioambiente evolucionan positivamente entre las personas jóvenes en Euskadi”. Más allá del irritante tono mesurado del titular, con motivo de la celebración del Día Mundial del Medio Ambiente (5 de junio), la pretensión era llamar la atención del carácter civilizado de la juventud vasca en lo que reciclar adecuadamente se refiere. Tomando datos extraídos del Observatorio Vasco de la Juventud, se insistía en que más del 60 % de las y los jóvenes entre 15 y 29 años reciclaba adecuadamente los residuos, limitaba el uso del agua y elegía el transporte público o compartía vehículo en sus desplazamientos. Según la noticia estábamos ante señales inequívocas de la incidencia positiva de tales acciones para la mejora de la sostenibilidad vasca. El único “pero” venía del descenso de tales prácticas –especialmente el uso del transporte público- a medida que se iba entrando en otra edad más madura.
El primer paso para solucionar un problema es reconocer que existe. Esta máxima, escuchada en una de la numerosas movilizaciones que la juventud vasca viene realizando por distintos motivos, especialmente desde 2013, no ha generado, sin embargo, la reacción suficiente, en lo que afecta a conciencia medioambiental. Aparecen innumerables críticas al capitalismo agresivo actual en cualquier garganta joven, pero pocas hacen referencia a la sostenibilidad ecológica que nos estamos cargando entre todas y todos. No queremos seguir vinculando crecimiento económico con deforestación, desastres naturales, contaminación o deshielo de la Antártida, pero nos vemos incapaces de modificar nuestros hábitos de consumo, más allá de dejar de aceptar bolsas de plástico, ahora que el gobierno ha establecido un incremento centesimal por su uso.
De ahí, la necesidad de que la Educación, a través de su currículo, consiga introducir conciencia, abrir expectativas, provocar controversia en el citado asunto medioambiental. Apenas hace un año, las consejerías de Educación y de Medio Ambiente del Gobierno Vasco editaron la Estrategia de Educación para la Sostenibilidad del País Vasco 2030 como respuesta a las exigencias institucionales asumidas para cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030, impulsados desde la ONU. El análisis que el documento realiza de lo hecho hasta el momento, a través fundamentalmente de los CEIDA-Ingurugelas y de los programas Agenda 21 Escolar no es demasiado optimista: tras un progresivo crecimiento hasta finales de la década pasada, se aprecia un estancamiento – cuando no retroceso- tanto en los recursos suministrados por las administraciones (humanos y económicos), como en el número de centros escolares participantes de este programa.
Es necesario, por tanto, un giro importante en el tratamiento educativo del medio ambiente. Un giro que debería empezar por una revisión crítica importante del material escolar que llega al alumnado a través de los libros de texto. En el ya lejano 2006, Ecologistas en Acción realizó un estudio cualitativo de los libros de 6º de Primaria y 1º de Bachillerato (‘El curriculum oculto antiecológico en los libros de texto’) que trataban temas de medioambiente y sostenibilidad. Revisaron los mensajes explícitos, implícitos, omisiones o deformaciones encontradas. Una de sus conclusiones que aparece en el estudio: “También es significativo aquello de lo que no hablan los libros de texto: de las multinacionales, del reparto del poder, de las culturas arrasadas, de las aportaciones de las mujeres, de los sindicatos, de los movimientos alternativos (aunque sí de las ONG de ayuda), de la autosuficiencia, de los proyectiles reforzados con uranio, de las aficiones de bajo impacto ecológico, de los bancos, de la pérdida de soberanía alimentaria, del modo en que se impone la comida basura, de las personas homosexuales, de la vida que desaparece debajo de las autopistas, de la otra cara de la Unión Europea, de las campesinas que viven del bosque y lo cuidan, de las patentes de las semillas, de los placeres del sexo, de los inmigrantes que vienen en autobús, de las soluciones colectivas, del lavado de imagen verde de las grandes empresas, de los dueños y de los daños de la Televisió́n, del final del combustible fósil, de las cargas de la policía, ni de las mentiras de los libros de texto”.
Hacer frente al problema de las necesidades humanas y su incidencia en la sostenibilidad debe ser una cuestión inaplazable en este debate sobre medioambiente, si no queremos cerrarlo en falso. Y eso significa cambiar las gafas con las que estamos mirando en estos momentos el mundo. La educación está llamada a tomar parte activa en tal empeño, aunque no puede ni debe ser la única. También el saber y la ciencia (aunque tenga que ser a espaldas de D. Trump). Marina Garcés, aunque con un poso más pesimista, lo ha entendido perfectamente: “Se hunden (educación, saber y ciencia), hoy, en un desprestigio del que solo pueden salvarse si se muestran capaces de ofrecer soluciones concretas a la sociedad.”
Desconocemos el tiempo y recorrido de la apuesta novedosa que han emprendido miles de jóvenes en Europa en defensa del medio ambiente. Ahora bien, si deseamos que la llama siga viva, no debemos olvidar la máxima del agudo Chomsky: “Mientras la población general permanezca pasiva, apática y desviada hacia el consumismo los poderosos pueden hacer lo que les plazca; y los que sobrevivan podrán contemplar el resultado”.
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