Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
¿Dónde está el límite?
Se trata de una pregunta recurrente que se ha oído de forma reiterada en conversaciones tan dispares como las que están dándose estos días en torno a la situación catalana y al conflicto abierto en la enseñanza concertada vasca. Probablemente el único nexo entre ambas sea que quien así se pregunta está mostrando un tanto de indignación, otro de desinformación y algo de abatimiento ante la complejidad del problema. Cada cual sabrá la cantidad necesaria de cada ingrediente para que la mezcla surja al final.
Mi pretensión en las próximas líneas es esbozar algunas ideas que marquen el terreno anterior al desborde, que contribuyan a frenar lo inevitable, que generen nuevas dudas y preguntas; que eviten, en fin, el riesgo de rupturas definitivas. Imaginemos, así, una figura geométrica especial, probablemente imposible de definir en términos matemáticos, pero en la que cada una de sus lados –límites- marque una línea no desbordable. Lo que se construya dentro de ese espacio generado tendrá oportunidad de existir; lo que quede tras la raya será el caos, el infinito, lo no aprehensible. Empecemos.
Uno. El primer límite debería estar en el convencimiento social de que todo político no está vendido a fuerzas de poder que solo buscan uniformar nuestras vidas y amargarnos la existencia. Si aceptamos que la política –sea la que fuere- es parte consustancial a una sociedad que busca soluciones a problemas complejos de convivencia, debemos huir de las generalizaciones y ofrecer márgenes de fiabilidad para quien decide voluntariamente hacer un servicio comunitario. Innerarity lo explicaba sin ambages en su libro “La política en tiempos de indignación” (Galaxia Gutenberg, 2015): “¿Qué tipo de actividad es la política para que quienes se dedican a ella nos parezcan inevitablemente poco preparados y, al mismo tiempo, la profesionalidad nos parezca sospechosa?”. Y en páginas siguientes avisaba de los riesgos de acusaciones infundadas: “Tras la acusación de que la política es pura verborrea se encuentra el implícito de que el mejor régimen político sería aquel en el que no se discutiera, es decir, donde se obedeciera a la realidad, o, mejor dicho, a los detentadores de la interpretación correcta de la realidad”. Por ello, la afirmación previa del filósofo navarro está plenamente justificada cuando responde a la pregunta de quién hace la política, quién puede y debe dedicarse a ella. Su respuesta no deja ninguna duda: “todos”.
Dos. Otro límite, un nuevo lugar a no traspasar, debería estar en la creencia de que no abrazar el neoliberalismo triunfante es señal de debilidad social; es el síntoma de alguien que no sabe aclimatarse a los tiempos actuales. Quien traspasa este límite –y hay muchos miles de personas que lo hacen diariamente- están asentándose en la inacción, en la asunción de una realidad contra la que no quieren –o saben- combatir. “Hay que actuar –señalaba José Luis Sampedro en el prólogo de 'Reacciona' (Aguilar, 2011), ”sabiendo adónde vamos para no marear en vueltas el rumbo. Porque el sistema en el que vivimos está gravemente enfermo. Padece una hemorragia interna que no se curó sometiéndolo a transfusiones masivas de sangre (como se hizo con el dinero del rescate público), ni dejando al paciente obrar a su capricho…Los especuladores son el antisistema, el de todos. De vital trascendencia defenderse“.
Tres. Unido a lo dicho, deberíamos conocer el límite en la crítica a las jerarquías ideológicas de los partidos políticos. Entender cuándo se defienden ciertas ideas, mientras que otras pasan al ostracismo. Pensando en el conflicto catalán, por ejemplo, colocar en el foco actual realidades de apoyos masivos a conceptos como el derecho a decidir, la independencia o el nacionalismo no debería hacernos olvidar que diez años atrás, algunos de esos partidos firmaban recortes del gasto público en connivencia con el Partido Popular o que a día de hoy la inversión educativa, por ejemplo, está en niveles anteriores a 2009, con plena potestad del Govern para la elaboración presupuestaria.
Cuatro. De aquí que otro límite insuperable debería estar en evitar la autocomplacencia de la sociedad de la opulencia en la que artificialmente creemos vivir. No podemos seguir ignorando ni permanecer indiferentes ante el poderío que marcas multinacionales expandidas por el ancho mundo como Coca-Cola, Google, Amazon, Zara o Nestlé, por citar algunas, nos marcan la forma de vida, generen nuestras necesidades, manipulen deseos insatisfechos o imponen cautiverios modernos. F. Foer en 'Un mundo sin ideas' (Paidós, 2017) intenta despertarnos de la ensoñación: “Cuesta no maravillarse antes estas empresas (GAFA: Google, Apple, Facebook y Amazon) y sus invenciones, que a menudo facilitan infinitamente la vida. Pero llevamos demasiado tiempo prendados. Ha llegado la hora de considerar las consecuencias de estos monopolios y de reafirmar nuestro papel en la determinación de la senda humana… Han creado un mundo en el que estamos siendo constantemente observados y estamos siempre distraídos. Mediante su acumulación de datos, han construido un retrato de nuestra mente, que utilizan para orientar invisiblemente el comportamiento de las masas en aras de sus interese financieros… Su activo más preciado es nuestro activo más preciado: nuestra atención y han abusado de ella.”
Cinco. Así, aparece otro de los límites que deberíamos evitar superar: escapar de la entronización de la mirada aviesa, desconfiada, sobre el distinto/a. Eliminar ese falso orgullo de que tal forma de actuar es el antídoto necesario para preservar esa sociedad europea de ayer, que ya no es la de hoy ni mucho menos la de mañana . Que se atiende mejor al diferente –inmigrante, extranjero, pobre- aislándole que integrándole.
Es obligatorio aislarnos –y aislar a la Escuela, de paso- de ese determinismo cultural que se apoya en la creencia de que pobreza y marginación tienen un techo de aprendizaje. De no hacerlo así, cualquier inversión realizada sobre el personal sometida a estas condiciones será considerada un derroche evitable. Ponderar la cultura del esfuerzo y la meritocracia como sinónimos de excelencia educativa no deja de ser una burda contribución humana al incremento de las desigualdades. Que las administraciones educativas se conformen con la plena escolarización de una sociedad no anuncia sino una cortedad de miras inaceptable en un estado democrático.
Seis. Un último límite a tener en cuenta, antes de finalizar. Debería estar en el reconocimiento de que nuestra capacidad de asombro –a veces, incluso, de motivación- es agujereada diariamente por imágenes y noticias que nos limitan la capacidad de reacción, asombro o crítica; convivimos diariamente con el horror, más que con la bondad humana, con la exageración, antes que con la normalidad democrática; con el histrionismo, en lugar de con la mesura.
Así, tendemos en ocasiones a desviar el foco de la atención principal. Un ejemplo, el conflicto actual de la enseñanza concertada vasca. La noticia está en el supuesto perjuicio del derecho a la educación del alumnado afectado por las movilizaciones y no en el hartazgo y desesperación de un colectivo profesional que, tras diez años de espera y reivindicación, únicamente observa cerrazón patronal, desinterés gubernamental e incomprensión de las familias.
El problema no reside en valorar justamente los pasos previos a las huelgas, en las horas gastadas en reuniones infructuosas donde se confiaba en acercar posturas; el problema se sitúa -intencionadamente, por ciertos medios escritos- en la supuesta pérdida irreparable de presencia en las aulas. No se cuestiona el derecho a la educación y, por tanto, el perjuicio que una situación grave como esta movilización puede causar. Sí se cuestiona, sin embargo, el derecho a la huelga como elemento máximo de lucha dentro de la libertad sindical reconocida por la Constitución. Ambos son derechos elementales, pero hay intereses concretos en remarcar que el primero lo es más que el segundo. Como si ambos pudiesen colocarse en una balanza para dirimir el peso ganador. Aceptar la prevalencia de los derechos individuales sobre los colectivos no es sino la otra cara de ese neoliberalismo atroz disfrazado de individualismo benefactor.
Vivimos en una sociedad democrática que reconoce la validez de las medidas de lucha para dignificar nuestros trabajos, aunque sólo en la medida en que esta pelea no afecte sus necesidades personales. Entendemos, pero nos incomodan; respetamos, pero no colaboramos. Algunas familias que confían en centros educativos privados concertados que no atienden las obligaciones sociolaborales de sus trabajadoras/es deberían poner el límite en comprender que los compromisos cristianos de justicia, equidad y solidaridad deben impregnar las aulas más allá del ideario teórico de las órdenes religiosas.
Bien, compruebo que la pregunta inicial ha quedado respondida con seis límites, seis líneas que marcan el espacio que no deberíamos traspasar. Parece que la figura resultante, el paralelepípedo construido a partir de esta imagen, sería un prisma de seis caras. Cada cual, ahora, que decida, en función de la importancia de cada límite, si estamos ante cubo, ortoedro o romboedro.
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