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El pacto de San Sebastián, origen y pilar de la II República
“La República ha venido, nadie sabe cómo ha sido”. Así decía el poeta, refiriéndose a la proclamación de la II República, cuyo 90 aniversario celebramos en este día, 14 de abril. Incluso en el lenguaje habitual suele hablarse de advenimiento del nuevo régimen, como si hubiera bajado del cielo. Pero todos sabemos, o deberíamos conocer, que las cosas no ocurren así en la historia. Esos hitos relevantes de nuestro devenir democrático como país se dan, pero para ello, deben de concurrir circunstancias políticas que lo favorezcan y lo posibiliten, y, por supuesto, trabajo político, como imprescindible, que prepare el terreno. En cuanto a circunstancias políticas -medio en broma medio en serio- podríamos decir que las Repúblicas españolas fueron, en gran medida, por obra y gracia de los Borbones. La Primera, consecuencia de la ponzoñosa corrupción, parcialidad y negligencia política de Isabel II. La Segunda, de la política oligárquica, desigualdades sociales, asfixia de la religiosidad y clero imperantes en el sistema que amparó Alfonso XIII, que además dio su apoyo incondicional a la dictadura del general Primo de Rivera.
Me honra decir como guipuzcoana, que, en ambas ocasiones, Gipuzkoa tuvo un papel especial en el final de las etapas monárquicas que precedieron a la I y II República. San Sebastián fue testigo de la huida de Isabel II de España hacia el exilio, siendo las autoridades donostiarras las que dieron “fe pública” acompañándola a la estación. “Creía tener más amigos en esta ciudad”, cuentan que dijo la reina al subir al tren. En el caso de la II República, Alfonso XIII bendijo la dictadura de Primo de Rivera desde el mismísimo Palacio de Miramar de San Sebastián. Lo dicho, que los Borbones han sido históricamente “aliados” en la causa republicana para el cambio en esta forma de gobierno con las que tantos nos identificamos, hace 90 años... y ahora.
Dicen que los que no aprenden del pasado repiten los errores en el futuro. A la actualidad me remito para decir que nada o poco han aprendido desde entonces. O dicho de otra manera, que las formas de buena gestión y transparencia no son una seña de identidad de la dinastía borbónica. Y que las corruptelas vienen a ser hereditarias, como la propia monarquía. La última “regularización fiscal por 4 millones de euros” por ingresos y prestaciones no declaradas del Rey Emérito es sólo una prueba de que siguen suspendiendo en lo de tener las cuentas claras.
Dejando de lado este tipo de consideraciones actuales que darían, cuando menos, para una serie de artículos, es indudable que Gipuzkoa sabe a República; que fue en Gipuzkoa, en Eibar, no sólo el lugar dónde un 14 de abril, hace ya 90 años, se proclamó, sino que fue también en Gipuzkoa, en San Sebastián, donde en el verano de un año antes se celebró el acto político decisivo que la hizo posible. Un acto que fue un acuerdo, un pacto político, quizá el más importante celebrado en Gipuzkoa en el siglo XX. Un acuerdo señalado con honores en la historia democrática vasca y española y que lamentablemente, por dejadez, por venganzas, o por desmemoria -o por todas ellas a la vez- no ha tenido nunca un reconocimiento institucional debido.
El pacto de San Sebastián sentó las bases y marcó la estrategia que habría de conducir a España hasta las puertas de la II República, régimen democrático que supuso la renovación de la forma de Gobierno hasta alumbrar la esperanza de justicia social, igualdad y libertad a esa España de inicios del siglo XX. Un estado laico, de soberanía popular, con la más amplia declaración de derecho, no sólo individuales, sino también sociales, económicos y culturales, con una fórmula pactada de convivencia entre estado, regiones, nacionalidades y municipios. Todo ello bajo el amparo del modelo constitucional republicano. La República, que ha unido más de lo que ha separado siempre en España la monarquía. La República, que se enfrentó a las tradicionales y totalitarias formas de ser, estar y gobernar del conservadurismo ultra en España
Como no deberle entonces, en San Sebastián, Euskadi y España, un reconocimiento al germen que dio origen a esa II República, porque no sólo alumbró su llegada, sino que además se hizo como se logran las mejores decisiones para la gente: con el acuerdo entre diferentes. Sí, porque fue un acuerdo entre diferentes -socialistas, republicanos, liberales y “algunos nacionalistas” (los catalanes)- y lo fue en favor de las libertades y bien común del pueblo español, y en contra las desigualdades, corruptelas, falta de libertades y tiranía.
De las circunstancias que rodean a este gran pacto, el de San Sebastián, poco se sabe. No se tomó acta, ni se publicó ningún manifiesto. Será el gran Indalecio Prieto quien, en un artículo publicado 32 años después, ya en el exilio, recordara las condiciones y anécdotas que rodearon aquella reunión que dio lugar al Pacto. Escribe Prieto: “La reunión estaba anunciada para mediodía en el hotel Londres (…). Cuando yo llegué, el Hotel estaba atestado por periodistas nacionales y extranjeros, y muchos curiosos. No hubo modo de aclarar cómo y por qué se había elegido el Hotel Londres, ni nadie había pedido permiso al gerente, preocupado por el disgusto de su aristocrática clientela al topar con tanto jacobino. Fernando Sasiain, jefe republicano donostiarra y futuro alcalde republicano que resolvió el problema ofreciendo los salones del Centro Republicano (en la calle Garibay, 4) en pleno centro de la ciudad, y bajo la presidencia de Sasiaín se estipularon las bases del pacto del cual no se extendió ningún documento”.
Hasta aquí la cita de Prieto. Al día siguiente se hizo pública una nota oficial que daba cuenta de la unanimidad con que se aprobaron la apuesta por una República basada en el sufragio universal y unas cortes constituyentes. Lo demás es ya conocido, intentos de huelga general manifiestos y proclamas, con mayor o peor fortuna, y la conocida proclamación tras las elecciones municipales de 1931.
Lo sembrado en San Sebastián daba, al fin, su fruto en un clima de paz y grandes esperanzas. Todos aquellos lugares que tuvieron que ver con el advenimiento de la República se enorgullecen, y lo celebran. Algunos, con el perdón de los afectados, sólo por haberse equivocado de día. Tarde se hizo justicia con Fernando Sasiain, alcalde de San Sebastián, reconociendo el Ayuntamiento de su ciudad su sufrimiento - exilio, miseria, nostalgia, depresión y encierro en un psiquiátrico hasta su muerte– y homenajeándole.
San Sebastián, sin embargo, sigue en deuda, una deuda enorme, con el Pacto de San Sebastián, y sus protagonistas. Y debería, sin más tardar, proceder a proclamar su orgullo por tener entre sus calles una que protagonizó este hecho histórico. Aunque sea señalándolo con una placa conmemorativa, que es lo mínimo que merece este acuerdo que tanto significó para la historia democrática vasca y española.
Yo llevo orgullosa la militancia socialista que estuvo en ese pacto, contribuyendo a la llegada de la II República, su proclamación, gobierno y defensa frente a franquistas y fascistas. Me gustaría que ese orgullo que siento de formar políticamente parte de esa historia traspasara el papel y llegará a las personas que lean este artículo. Porque entonces, como ahora, podría hacerles llegar que los socialistas hemos pensado siempre que unir a diferentes por un bien mejor para la gente es garantía de éxito. Por esa razón quizá yo no necesito que nadie me diga en qué lado de la historia estoy. Lo tengo claro, con el que suma esfuerzos y voluntades en favor de los derechos y libertades de todos. Creo que la democracia, al final, se trata de eso.
* Rafaela Romero, secretaria de Memoria, Convivencia y Libertades Públicas del PSE-EE (PSOE)
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