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¿Vamos a morir todos?

Playa de Samil, en Vigo.

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Fue hace dos días, en la playa. Un niño, que acababa de salir del agua abrazado a un balón hinchable tan grande como él, gritó: “¡Vamos a morir todos!”. Lo dijo casi con alegría. No sé a qué jugaba. Tampoco si alguien levantó la vista o se incorporó desde su toalla buscando un maremoto, un tiburón, algo que temer. Yo, por mi parte, pensé: “¿Vamos a morir todos? Sí, pero hoy no, todavía no”. Supongo que la madre del niño ni siquiera se inmutó. Para qué mentir, yo tampoco me inmuté. No pensé en nada. En el momento, aquel grito, ese niño, este balón hinchable naranja y gigante no significaban nada. Como casi todos los días. Ahora, en cambio, quiero escribir sobre por qué todos hablan de que el mundo se acaba y la escena me ha parecido una buena metáfora.

En el plazo de un año, he pasado de preocuparme por la gentrificación, la escasez de pisos en alquiler y la subida en el precio de la luz a alarmarme por las olas de calor, la contaminación y la pobreza energética. En momentos puntuales, he bromeado con mis amigos sobre Putin cabalgando a lomos de un oso pardo y el gran apagón europeo vaticinado por Austria y, en otros, he leído con curiosidad sobre kits de supervivencia y familias enteras en Estados Unidos que se entrenan para cuando llegue el momento de huir. De qué o adónde ya es otra historia. Creo que fue ahí, leyendo sobre los llamados survivalistas, cuando empecé a pensar en mis padres y todo este drama adquirió otra perspectiva. Si un científico afincado en Chicago, su mujer y sus tres hijos me cuentan en YouTube que guardan una caja en su garaje con linternas, cerillas, una radio a pilas y comida enlatada para un par de semanas, empiezo a convencerme de que quizás tengan razón, juzgo su método sensato. Si pienso en mi madre haciendo cualquiera de esas cosas, llamaría por teléfono a mi hermana y le preguntaría si está loca. Sin embargo, todos vivimos en el mismo planeta. Los datos son los mismos, la ciencia no miente. ¿Está equivocado mi sentido común? ¿Por qué un tal Jack sí y mi madre no? El ecologismo, no nos engañemos, es también una cuestión de clase.

Leyendo artículos de opinión sobre los incendios forestales de estas semanas y el aumento de las temperaturas, me pregunto: ¿de qué sirve decir que el cambio climático mata si no vemos a las víctimas como una causa directa? ¿Cómo vamos a poder imaginar qué es un refugiado climático cuando a nuestros Estados les cuesta asumir que haya que acoger a refugiados de guerra? Todas esas alarmas, ese catastrofismo debidamente fundamentado, son percibidos siempre como lejanos o difíciles de comprender. Activan en nosotros un miedo, una iniciativa, que duran menos que el agua fría fuera de la nevera. Quizás por eso he celebrado tanto las medidas que el Gobierno de Sánchez acaba de anunciar en materia de ahorro energético. No me parecen moderadas, sino justas. Que bajen el aire acondicionado o la calefacción en los autobuses o los supermercados es algo sobre lo que la mayoría de la gente puede reflexionar, una conversación de sobremesa, un buen punto de partida. Hablar del cambio climático no es tan distinto de hablar sobre la muerte: requiere cierta familiaridad e ir sin corbata.

Vuelvo al niño en la playa. Al chaval que come un bocata de Nutella en Portosín, delante del monte Louro, le falta más de un diente. Tendrá unos seis años. Seguro que sabe quién es Greta Thunberg, cómo reciclar correctamente y por qué no se debe tirar basura al mar. Lo ha aprendido en la escuela. En los últimos años, se ha dicho a menudo que los niños son el motor del cambio en materia de ecologismo. Yo siento muchas veces que su activismo nace de una angustia cotidiana. De momentos puntuales de ansiedad que se intercalan con días de calma y horas de optimismo. Igual que este artículo, supongo. Igual que la treintena de toda mi generación y la de la que vendrá después. Por eso no me pondré a gritar aquí que vamos a morir todos. Porque, total, vamos a morir todos y eso ya se sabe. El problema fundamental, créanme, sigue siendo aprender a vivir.

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