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¿Por qué nadie entiende lo de la luz?

Imagen de una torre eléctrica.

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En casa de mis padres se cena tarde y nunca a la misma hora. Todo depende de cuándo salga mi padre de trabajar. Tiene un empleo de esos donde uno sabe a qué hora entra por la mañana y después pasan el tiempo y los días y, en algún momento de ese continuo infinito del asalariado más precario, llega a casa. De todos modos, él avisa siempre veinte minutos antes de que va a venir, cuando sale del polígono, para que nos dé tiempo a freír patatas o podamos calcular la medida exacta entre vuelta y vuelta de un bistec. Después de cenar, a veces, muy pocas veces —el cansancio, ya saben— discutimos. Ayer tocó hablar sobre la luz. Es extraño que no haya surgido antes. Lo más probable es que sea porque normalmente en estos debates mi padre y yo nos erigimos como antagonistas y aquí, en lo de la luz, es difícil saber quién es el culpable.

A veces la culpa es de las eléctricas, cada vez más. Hasta hace dos días la culpa era del Gobierno. En julio, comentábamos de cañas, en una terraza, que Amancio Ortega había comprado el 5% de la red eléctrica, como en el Monopoly. Hace un mes, los culpables eran Putin y el gas que viaja en tuberías de norte a sur. Por el medio, por lo visto, se vaciaron algunos pantanos y hubo a quien eso no le sentó bien, y de nuevo las eléctricas sacaban su risa grave de malo de película. De vez en cuando, hablando con mis amigos, el gran culpable es a fin de cuentas el cambio climático. Y, poco a poco, buscando la razón por la cual sube la factura de la luz, llegamos al colapso mundial. Querer entender la factura de la luz nos conduce al colapso mundial. Joder.

Y resulta que, mientras todo esto sucede, todas estas conversaciones sin sentido, tanto esquivar el tema o rodearlo como una escultura incomprensible de arte contemporáneo, resulta que, pese a todo esto, tenemos que seguir poniendo lavadoras. Hay desde este verano personas que se despiertan a horas extrañas para llenar el tambor de ropa, derramar un poco de detergente fuera del cajón —el sueño— y volver a la cama o irse a trabajar. No saben por qué lo hacen, pero lo hacen. Las eléctricas están dominando también nuestros horarios.

Hasta hace poco, los medios de comunicación eran capaces de hablarles a los ciudadanos precisamente en esa unidad universal de energía que es “la lavadora”, el precio de la lavadora. En estos momentos, por desgracia, parece que no existe ya electrodoméstico que nos salve. Nadie entiende qué está pasando. Yo tampoco. Ni siquiera mientras escribo este artículo. Quiero pensar que la ministra Teresa Ribera sí que sabe de qué habla. Pero también me gustaría saber a qué ciudadanos se dirige ella exactamente cuando dice: “Será importante recordar, como ocurre con la tarife libre, que esta mayor seguridad supone el que se interiorice parte de la prima de riesgo de reducción de la volatilidad y, por tanto, hay que ser cautos con respecto a cuáles son los indicadores a los que se indexa y en qué momento se produce esta modificación”. Disculpen lo extenso la cita, espero que no hayan dejado de leer. Si alguien se ha quedado por el camino, no lo culpo.

Frente a la prosa de manual de instrucciones sueco del Ministerio de Transición Ecológica, tenemos la narrativa diaria de las portadas de los periódicos. La electricidad lleva días y días rompiendo récords. Hubo un momento en que creí que las Olimpiadas no se acabarían nunca. Volviendo sobre las declaraciones de la ministra Ribera, que los medios hablen del récord en el precio de esa unidad misteriosa que es el kilovatio hora, me recuerda a cuando en 2008 empezaba a asomar en el lenguaje periodístico la “prima de riesgo”, que ahora reaparece y que sigo sin saber muy bien quién es. En mi imaginación adolescente esa prima viajaba en el asiento del copiloto después de una noche de fiesta y el coche iba cada vez a más velocidad. Ahora, más de una década después, la misma prima cae por la cascada de un embalse como si se tratase de un parque acuático y a mí, no sé por qué, se me revuelve el estómago. Me preocupa esa prima misteriosa con la que he crecido.

¿Por qué nadie entiende lo de la luz? Supongo que en realidad la respuesta es fácil: nadie quiere que lo entendamos. Nadie quiso nunca que entendiésemos la factura y siguen sin querer que lo hagamos ahora. Igual que después nadie querrá unir las causas con las consecuencias. Causas y consecuencias son eufemismos de víctima y verdugo. La famosa prima flota en un pantano y no sé si hace el muerto o está muerta. Tampoco veo a demasiada gente a la que eso le vaya a importar. Bajan los impuestos y amenazan con cerrar centrales nucleares. Parece Netflix, pero es España. A mí eso de amenazar me parece de abusón de patio de colegio. Amenazar con dejar de producir energía, un secuestro. Las eléctricas, secuestradores. ¿Cuánto tiempo nos va a durar el síndrome de Estocolmo?

Es difícil tener una buena opinión sin haber hecho antes un buen análisis. A mí hoy me cuesta demasiado. Los caminos del señor son inescrutables y siempre conducen a no dejar de pagar. Salvo si vives en la Catedral de Santiago, entonces la electricidad es gratis. Bueno, gratis no, la pagamos todos. ¿Roza eso el comunismo? Mientras, en las sobremesas de familia seguimos discutiendo sin criterio, escuchando de fondo el barullo de la lavadora. El debate no dura demasiado, mañana hay que madrugar. Ojalá pronto madruguemos para manifestarnos.

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