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Sobre este blog

En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Que la música (gratis) de los balcones y los conciertos online nos recuerden que los músicos existen

Clase de guitarra online.

Fran (nombre ficticio)

Músico —

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Llevo diez días en casa. Vivo solo, no tengo ni gato ni internet más que el del teléfono (y los datos vuelan solo con consultar las noticias y el whatsapp). Mi casa tiene apenas treinta metros cuadrados terriblemente distribuidos, es un apartamento colmena de los setenta. Intento moverme, hacer ejercicio, bailar, pero no es fácil: mi salón mide un metro ochenta de ancho, no dejo de golpearme la cabeza con la lámpara, los brazos con los muebles o tirar las plantas de una patada. Leo y cocino. Y sigo trabajando, en casa, claro.

Soy músico y autónomo. En los meses de invierno por lo general no hay trabajo remunerado debido a la fuerte estacionalidad de nuestra actividad. Trabajo siempre hay para un músico, todos los días, pero solo cobramos los días de concierto y no todos: ensayos, estudio, formación constante, trabajo de oficina, promoción, carretera… todo eso es gratis. A ello debo unir ahora que mi facturación de marzo será igual a cero y la de abril también, pues todo ha sido cancelado. Y muchos eventos de mayo están también en peligro de cancelarse o atrasarse.

A todo esto debo sumar el dinero que se me adeuda. Esto es algo intrínseco a los autónomos y especialmente a los músicos, pues nuestros pagadores suelen ser los peores: instituciones, pequeñas empresas sin medios, asociaciones no profesionales o, en general, piratas de diverso plumaje. Poco antes de estallar la pandemia estaba contento porque por primera vez en varios años la cantidad que se me adeudaba había bajado de cinco cifras. Pero lo que me queda por cobrar ahora ya comienzo a darlo por perdido dadas las circunstancias económicas en las que nos encontraremos cuando esto acabe. 

Conozco a muchas personas, pero por mi trabajo, mis relaciones de verdad son pocas y van secándose con el tiempo, pues cuando yo puedo relacionarme, el resto está trabajando, y cuando yo estoy trabajando, el resto está viviendo. La falta de vivencias comunes implica que no puedan florecer fuerte las relaciones. Y con los de mi negocio, pues teniendo en cuenta la dedicación total a la supervivencia que la vida nos exige y que cada día estamos en un sitio, tampoco resulta fácil encontrar cinco minutos para parar y pensar en colectivo. Tengo grandes compañeros a los que aprecio, quiero y respeto enormemente, pero pueden pasar años sin que nos crucemos y podamos darnos un abrazo.

Como músico tengo más que aprendido a vivir en soledad, en una frustración vitalicia y en un limbo social, laboral y legal permanente. Sé que no puedo contar con las instituciones y que para la sociedad no existo y estoy muy acostumbrado a pasar meses de silencio en absoluta soledad, física y emocional. Precisamente gracias al COVID 19 parece que, mientras dure la pandemia, la música ha dejado de considerarse ruido: los músicos cantan en los balcones, las ventanas y en internet (gratis, por supuesto, como siempre) y la sociedad parece contenta y agradecida por ello. Ojalá cuando la situación se “normalice” esto siga siendo así y en vez de ser, con suerte, invisibles o una rareza de otro siglo, se nos siga viendo como algo necesario. Nos encantaría existir.

En mi edificio y en mi barrio nadie aplaudía en las ventanas ni se asomaba a ellas para hablar hasta el día que se convocó la cacerolada por los negocios del rey emérito; desde entonces, ya somos unos cuantos los que salimos a la ventana. Aún así, sigo sin saber prácticamente quien vive en cada una de las cinco puertas por planta de mi edificio. 

Mi madre es población de riesgo por edad y por tener patologías graves respiratorias. Días antes del estado de alarma le comuniqué que no la volvería a ver hasta que se considerase que el virus estaba totalmente erradicado. Pero no va a valer de mucho pues mi padre sigue yendo a trabajar a diario (tendría que estar jubilado, pero las cuentas no dan) y podría ser él el que metiese la enfermedad en casa. Por no mencionar que mi madre ha estado en contacto con personas que se han relacionado con casos positivos e incluso con un fallecido. No lo pienso mucho porque por ahora está perfectamente, pero dadas las circunstancias, hay un pensamiento trágico que está ahí de fondo como un grifo abierto goteando: quizás no vuelva a verla.

Antes de que empezase el confinamiento tenía varias citas con especialistas debido a algunas dolencias que llevan meses sin matarme pero fastidiándome la vida un poco; obviamente todas han sido atrasadas no sé hasta cuando y así debe ser pues hay prioridades. Pero no puedo evitar recordar que tengo desde hace años una enfermedad que se cronificó debido a un diagnóstico tardío.

No llevo mal el confinamiento, incluso mejor cada día, pero no puedo evitar pensar en si ha valido la pena renunciar a tanto todos estos años -a veces tengo delirios y sueño que puedo formar una familia- por hacer lo que creo correcto, si finalmente puede venir una pandemia, un terremoto o King Kong y acabar con todo y entonces me pregunto si, entre cálculos imposibles, jornadas de trabajo de más de veinte horas, ansiedad permanente y cumplir con todo el mundo, he cumplido conmigo.

Pero son solo especulaciones, seguiré trabajando cada día y comienzo a ver esta situación terrible como una oportunidad: por primera vez todos nos vemos iguales ante algo (además de ante la muerte), y eso debería hacernos mejores y más fuertes. En plural.

Historias del coronavirus es un espacio de eldiario.es dedicado al lado más personal y humano de esta crisis sanitaria. ¿Cómo lo estás viviendo en casa? ¿Y en el trabajo? Mándanos tu experiencia o tu denuncia a historiasdelcoronavirus@eldiario.eshistoriasdelcoronavirus@eldiario.es

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