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Barcos hundidos y quemas en hospitales: así controló Mallorca la entrada del cólera, la peste y la fiebre amarilla

Restos del antiguo convento de Jesús, en Palma, habilitado como hospital provisional durante la epidemia de fiebre amarilla de 1821

Esther Ballesteros

Mallorca —

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El 7 de mayo de 1820, Francisca Brunet Lliteres fallecía en su vivienda del carrer Nou, en el municipio mallorquín de Son Servera. Días después lo hacían su marido, su hijo y varios vecinos de la zona. Las defunciones, a las que seguirían centenares de muertes más, alertaron a los tres médicos de la localidad –el número de facultativos por habitante en la isla se encontraba entonces entre los más altos de España– y, en medio de las creencias y leyendas populares que comenzaron a extenderse, que atribuían los óbitos a la miseria y a causas ambientales, el temido diagnóstico echó por tierra los infundios propagados.

Los sanitarios determinaron que se trataba de la peste bubónica, enfermedad que formaba parte del imaginario colectivo a raíz de los estragos que había causado en la Europa medieval, provocando la muerte de entre 25 y 30 millones de personas, con severas oleadas que sacudieron Mallorca hasta 1533. En 1652, la peste regresó con fuerza a las islas, ensañándose gravemente contra la población y dejando Eivissa prácticamente despoblada. Desde entonces, Balears no había vuelto a entrar en contacto con la enfermedad. Para cuando reapareció en 1820, nadie, ni siquiera los médicos, tenía experiencia directa alguna en el tratamiento de la que consideraban la epidemia por excelencia.

Las autoridades de las islas, sin embargo, no se amedrentaron ante la peste e, incluso, ésta estimuló una reforma de los procedimientos sanitarios y de la salud pública, algo que no sucedió en el resto de España hasta la primera oleada de cólera de 1834. En este sentido, la historiadora Joana Maria Pujadas–Mora destaca, en declaraciones a elDiario.es, que la acometida de la peste de 1820 y la de fiebre amarilla en 1821 permitieron a Balears abrazar los postulados de la medicina preventiva mucho antes que las demás regiones del país. “Fue nuestro catalizador y nuestro aprendizaje”, subraya.

“Falsa” seguridad ante las epidemias

La historia de las epidemias en Balears es la de una lucha constante –y exitosa– contra los embates de las enfermedades que siglos atrás campaban a sus anchas en paralelo a la proliferación de los intercambios comerciales vía marítima y así lo documentan Pujadas–Mora y el también historiador Pere Salas–Vives en su libro Les epidèmies a les Illes Balears, 1800–2020 (Edicions Documenta Balear). En la obra, ambos trazan un recorrido a lo largo de los grandes brotes que asolaron el archipiélago durante el siglo XIX y aluden a la posterior pérdida de las prácticas en la lucha contra las epidemias debido a la “falsa” seguridad otorgada, a partir de la segunda mitad del siglo XX, por la bacteriología y la medicina general. Hasta la llegada de la COVID-19, las enfermedades infeccionas parecían ser cosa del pasado.

“Mallorca es una tierra que supo controlar bastante bien las entradas de epidemias gracias a los cordones sanitarios y a una importante inversión en salud”, remarca Salas. No en vano, señala que las medidas implantadas para contener los embates de la peste de 1820 salvaron la isla “de una verdadera catástrofe sanitaria y demográfica”. Por su parte, Pujadas precisa que, durante el siglo XIX, Balears era, además, la provincia española con mayor esperanza de vida, situada en los 42 años –teniendo en cuenta las altas tasas de mortalidad infantil de la época–, lo que atribuye a que en las islas hubo pocas epidemias en comparación con el resto del país. “Durante el siglo XIX no solo se redujo el número de brotes en territorio insular, sino que también descendieron su extensión e intensidad, incluso de forma más acusada que en otras regiones del entorno”, abundan los dos historiadores.

Mallorca es una tierra que supo controlar bastante bien las entradas de epidemias gracias a los cordones sanitarios y a una importante inversión en salud

Pere Salas-Vives Historiador

Incineración de ropa y muebles, creación de lazaretos –instalados principalmente en los puertos de las grandes ciudades costeras–, inmersiones del ganado en agua de mar, desinfecciones y fumigaciones con ácido sulfúrico, azufre, sal, vinagre, cal viva y lejía e incluso quemas en hospitales y campamentos rurales fueron tan solo algunas de las medidas adoptadas para evitar un mayor número de contagios en Mallorca. Pero, sobre todo, las medidas que realmente impidieron la entrada de enfermedades como la peste fueron los cordones sanitarios establecidos a lo largo del litoral. “Sabíamos cómo hacerlo. Supimos establecer cordones sanitarios y cerramos todo el litoral a la llegada de barcos, que solo podían entrar por el puerto de Palma, donde todo estaba muy controlado”, afirma Pujadas. Tales medidas permitieron que el número de fallecidos no se desbocara y supusieron un éxito respecto a los siglos precedentes.

Hasta entonces, las causas de la peste eran pasto de teorías de todo tipo, como las variaciones cósmicas, atmosféricas y ambientales, así como las emanaciones olorosas. No en vano, en 1590 se había publicado en Mallorca el primer tratado en catalán sobre la mortífera enfermedad, Compendi de la peste, en el que su autor, Francesc Terrades, señalaba: “La fiebre pestilencial es fiebre epidemial, contagiosa, venenosa, de la cual en un mismo tiempo y en una región o ciudad muchos son heridos y se mueren por causa del aire empestado”.

Como documentó, por su parte, el historiador Onofre Vaquer i Bennàssar, durante la peste de 1652, en el municipio mallorquín de Sóller “las casas infeccionadas eran cerradas o tapiadas y sus moradores eran enviados a hacer cuarentena al puerto, bien en un islote o bien en el pinar de Santa Catalina”. Se dispuso, además, que “el que padezca algún mal debe denunciarlo bajo pena de 25 libras”; se determinó pena de muerte “a los que aporten comida a los contagiados sin licencia de los morberos”, así como “para el que tome ropas o cosas de personas contagiadas”; los sepultureros debían llevar una campanilla “cuando vayan a enterrar a la villa, para que los que la oigan cierren las puertas o cambien su camino”, y se ordenó, bajo penas de 11 libras, que, “viendo que hay personas que tienen 'tosinos' que van por la villa y pueden extender el contagio de una casa a otra (...) que los aten o maten”.

Durante la peste de 1652, las autoridades del municipio de Sóller ordenaron, bajo penas de 11 libras, que, "viendo que hay personas que tienen 'tosinos' que van por la villa y pueden extender el contagio de una casa a otra (...) que los aten o maten"

Los cordones sanitarios toman el protagonismo

Con el paso de los años, las disposiciones y medidas más drásticas a la hora de combatir las epidemias fueron borradas de las ordenanzas y, en su lugar, tomaron el protagonismo los cordones sanitarios. En el caso de la peste de 1820, las autoridades acordaron un triple acordonamiento de las zonas afectadas en el noreste de Mallorca con el objetivo de que la enfermedad no se extendiera al resto de la isla.

De este modo, fueron confinados los núcleos de Son Servera, Artà, Capdepera y Sant Llorenç mediante una línea formada por soldados de Mallorca, a los que se sumaron diversos destacamentos de Catalunya y de otros lugares de la Península, dotados de caballería y cañones. Un segundo cinturón rodeaba el litoral mallorquín a fin de imposibilitar el contrabando así como la entrada y salida de embarcaciones en cualquier punto que no fuese Palma, donde pasajeros y mercaderías debían someterse a la correspondiente cuarentena. Finalmente, en cada población vecinos armados formaron a cargo de los respectivos alcaldes formaron cordones a fin de impedir la entrada de personas externas sin la correspondiente cartilla sanitaria.

“El éxito de estas medidas es lo que explica que la peste no se extendiera al resto de municipios de la isla”, apuntan Salas y Pujades, quienes señalan, sin embargo, que aún no podía decirse lo mismo acerca de los remedios que aplicaron los médicos para tratar a los enfermos, basados todavía, como en el reto de Europa, en la medicina hipocrática: “Estos resultaron totalmente ineficaces y, en algunos casos, incluso, contraproducentes”, remarcan. Entre otras medidas, se ordenó el sacrificio de todos los perros y gatos no solo dentro del cordón sanitario, sino también de los pueblos limítrofes.

Tras el paso de la peste, Son Servera, la localidad más afectada, quedó prácticamente quedó despoblada. Al menos 1.040 personas (un 62% de la población) fallecieron como consecuencia de la epidemia y tan solo 644 habitantes pudieron salvarse, como documentan ambos historiadores.

Tras el paso de la peste, Son Servera quedó prácticamente quedó despoblada. Al menos 1.040 personas (un 62% de la población) fallecieron como consecuencia de la epidemia y tan solo 644 habitantes pudieron salvarse

Con todo, los investigadores apuntan que las medidas implantadas impidieron un desastre de consecuencias devastadoras, además de cambiar para siempre la relación de los mallorquines con la sanidad. “Lo más importante fue la difusión de los valores de la medicina en la dinámica social, lo que llamamos medicalización”, inciden, recordando cómo a partir de entonces, tanto en la corriente higienista como en la contagionista, gozó de una gran aceptación entre la población. Así, señalan, se exigió el levantamiento de cordones sanitarios cuando se vislumbraba un peligro epidémico en el Mediterráneo occidental, mientras que las autoridades políticas y sanitarias marcaron la pauta de los rituales relacionados con la muerte.

Concienciación de la sociedad

“Por primera vez, la muerte dejaba de estar regida por preceptos religiosos para pasar a depender de criterios racionales, como se demuestra con la construcción de cementerios rurales alejados de los centros urbanos a partir de 1820–1821”, añaden Salas y Pujadas. Como explican en su libro, la acometida de la peste preparó a la sociedad para la aceptación de las medidas más propicias propuestas por la bacteriología a finales del siglo XIX y predispuso a los mallorquines a adoptar los principios de la medicina preventiva, “incluso aquellos más difíciles de asumir, como los que afectan a los derechos y deberes de la ciudadanía”, además de reforzarse la capacidad de la hacienda pública y de la propia ciudadanía a la hora de hacer frente a las actuaciones sanitarias.

La de la peste no fue, sin embargo, la única enfermedad infecciosa que barrió Mallorca durante ese siglo. Tan solo unos meses después de que aquélla golpeara el noreste de la isla, entre el 6 y el 8 de agosto de 1821 comenzaron a llegar las primeras noticias de cómo la fiebre amarilla –el 'vómito negro', como se la conocía popularmente– estaba asolando Barcelona. Apenas dos días después, la enfermedad se introducía por el puerto de Palma y provocaba, en solo dos meses, una importante crisis de mortalidad: “No diezmó a toda la población, pero tuvo un fuerte impacto y hubo que confinar Palma”, asevera Salas.

La acometida de la epidemia fue tan dura que se estableció un cordón sanitario en el litoral de la capital y se decretó que todas las juntas municipales adoptaran medidas de aislamiento respecto a la ciudad, unas decisiones adoptadas en medio de la complicada situación económica provocada por el episodio de peste del año anterior. Unas 3.000 personas fallecieron en dos meses como consecuencia de la fiebre amarilla, una cifra destacable si se tiene en cuenta que Palma contaba entonces con unos 35.000 habitantes. El desbordamiento de los lugares de entierro, además, no tardó en hacerse patente, lo que motivó la habilitación de espacios para depositar los cuerpos, “un problema aparejado a las epidemias cuando éstas suceden en muy poco tiempo”.

Hundimiento para evitar nuevos contagios

Para entonces, la fiebre amarilla ya era una vieja conocida en Palma, donde ya había hecho estragos en 1804. Su aparición se relacionó con el fondeo, a principios de septiembre, de un barco procedente de Alicante, donde se había declarado un brote de la enfermedad. En el buque viajaba una familia menorquina que, señalan Pujadas y Salas, se alojó en un hostal de la calle del Mar, también frecuentado por personal de la guarnición de la ciudad. Los síntomas de la infección no tardaron en manifestarse entre civiles y soldados, lo que motivó su traslado tanto al lazareto como al hospital militar, donde fallecieron unas cuarenta personas. La medida más drástica que se adoptó entonces fue la de hundir el barco en el fondo del mar durante varias semanas para evitar nuevos contagios.

El último episodio de fiebre amarilla se produjo, finalmente, en 1870. Como apuntan los historiadores, se cree que la portadora de la enfermedad fue una mujer que residía en la parroquia de Santa Creu que había viajado con el vapor Mallorca, que había atracado días antes en el puerto de Palma. Como en ocasiones anteriores, las autoridades separaron a las personas infectadas de las sanas, que fueron aisladas en pedreras, en los castillos de Bellver y Sant Carles, en una fonda y en el lazareto. La financiación de las medidas impulsadas fue cubierta con un préstamo del Banc Balear avalado por grandes contribuyentes y se creó una suscripción popular a favor de los huérfanos, viudas y desvalidos como consecuencia de la epidemia.

La otra gran epidemia que asoló Mallorca en el siglo XIX fue el cólera, que ya había provocado una verdadera catástrofe en Europa a lo largo de sus cuatro olas en paralelo a la revolución del transporte y la expansión del capitalismo colonial. En 1854 azotó levemente al municipio de Andratx (Mallorca), pero en 1865 entró por vía marítima en la capital balear y, según Salas, “creó un gran trastorno social en Palma: las clases altas se fueron y dejaron a la población más desvalida a su suerte. No así las autoridades, que se quedaron para hacer frente a la epidemia y habilitaron hospitales provisionales”. La ciudad había logrado mantenerse inmune al cólera hasta ese verano, cuando la enfermedad se abatió sobre la población. Entre el 1 de agosto y el 15 de septiembre, cerca de 2.000 personas –de una población de 53.000– perdieron la vida.

Globalización, turismo y riesgo de nuevas epidemias

Salas y Pujadas señalan que, pese a tratarse de cifras estremecedoras, a lo largo del siglo XIX las epidemias dejaron de asociarse al catastrofismo demográfico característico del Antiguo Régimen y, de hecho, no frenaron el crecimiento sostenido de la población, lo que se hizo aún más patente en el siglo XX con los avances en la vacunación y la difusión de los antibióticos. Sin embargo, los historiadores aseveran que, pese a la “invisibilización” de las epidemias, éstas “no son cosa del pasado”, como sucedió en 2020 con la irrupción de la COVID-19.

Balears puede sufrir de una manera más evidente los efectos de las epidemias como consecuencia del monocultivo del turismo en un mundo cada vez más integrado e interdependiente

Joana Maria Pujadas-Mora y Pere Salas-Vives Historiadores

“La globalización y la expansión del capitalismo, al mismo tiempo que han aumentado el nivel de vida y la capacidad institucional e intelectual para hacer frente a las infecciones, también han incrementado el riesgo de contagio gracias al aumento de los intercambios, así como de la interacción entre seres humanos y animales salvajes, una mayor urbanización o la aceleración del cambio climático y del crecimiento autosostenido de la población”, subrayan los investigadores. Advierten, incluso, de que Balears, pese a que “nunca habían estado aisladas y habían mantenido una fuerte dependencia del exterior, puede sufrir de una manera más evidente los efectos de las epidemias como consecuencia del monocultivo del turismo en un mundo cada vez más integrado e interdependiente”.

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