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Es Campament, la cárcel franquista donde los presos republicanos rebuscaban entre heces para comer

Presos de Esporles (Mallorca), fotografiados en la cárcel de Es Campament

Nicolás Ribas

Eivissa —
8 de noviembre de 2022 22:40 h

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La 'Colònia penitenciària' de Formentera, conocida oficialmente también como 'Destacament penal' y 'Presó central', fue la cárcel franquista más terrible de Balears, según el testimonio de algunos de los presos republicanos que sobrevivieron a ella. Los reclusos morían por inanición, debido a la corrupción y crueldad sin límites que desplegaron los responsables de la cárcel. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en otras cárceles, como en Can Mir (Palma, Mallorca), no hubo fusilamientos ni se practicaron las ‘sacas’, que consistían en hacer creer a los presos que eran “liberados” para luego acabar siendo asesinados en las cunetas de las carreteras.

La historiografía no coincide en señalar cuál fue la fecha en que entró en funcionamiento el campo de concentración de Formentera. La mayoría de las fuentes consultadas coinciden en que todo apunta a que fue a mediados de 1940, en mayo o junio, cuando se instaló, hasta su desmantelamiento, en noviembre de 1942. “Las condiciones de carestía de las Pitiüses y la corrupción del director del centro agravaron todavía más la inhumana situación del campo”, detalla Artur Parrón Guasch, vicepresidente del Fòrum de la Memòria d’Eivissa i Formentera y doctor en Historia, en el libro La Guerra Civil i el primer franquisme a Eivissa i Formentera.

Las condiciones de alimentación y salubridad en la prisión, conocida coloquialmente como 'Es Campament', 'Sa Colònia' o 'Es Camp des Presos', eran muy lamentables. Uno de los supervivientes fue Juan Ferrer Marí, también conocido como Joan de sa Punta, quien permaneció dos años encerrado en la cárcel. Ferrer Marí fue condenado a 30 años de prisión por haber acompañado a los milicianos que detuvieron y asesinaron al sacerdote de La Mola (Formentera), Juan Torres Torres. En una entrevista que fue publicada en el número 48 del semanario Proa, Ferrer Marí le explicó al periodista y escritor José Miguel L. Romero, autor de Els morts. Les víctimes de la Guerra Civil a Eivissa i Formentera (1936-1945), que Ángel Llorente Ruiz, jefe del campo de concentración, “era una persona que quedaba muy bien con todo el que hablaba, pero se portó muy mal”. “Los alimentos que debían llegar a los presos se los daba a los animales que cuidaba en su pequeña granja. Tenía gallinas, cerdos... Animales que luego vendía, pero que jamás pudimos comer nosotros. Durante ese tiempo nunca probamos carne”, detalló.

Rebuscaban comida entre las heces

Los reclusos llegaban al campo de concentración esqueléticos, en unas condiciones de salud y alimentarias terroríficas. “Recuerdo uno muy enfermo que el mismo día en que llegó al campo de concentración fue a que le dieran un plato de comida y cuando se lo entregaron cayó de espaldas y murió”, relató Ferrer Marí. Según su descripción, se alimentaban prácticamente solo a base de caldos de verduras, que se hervían hasta tal punto que ya no quedaba nada sólido en el plato. “En ocasiones caían en el plato dos o tres garbanzos”. “No parábamos de mear, ya que solo ingeríamos líquido”. En cada barracón había colocados un par de bidones de petróleo de unos 200 litros de capacidad, donde los presos orinaban. “Estaban cortados por la mitad y tenían un par de asas para sacarlos fuera y vaciarlos. Cuando llegaba la noche estaban completamente llenos, rebosantes”, describió Ferrer Marí.

Recuerdo uno muy enfermo que el mismo día en que llegó al campo de concentración fue a que le dieran un plato de comida y cuando se lo entregaron cayó de espaldas y murió

Juan Ferrer Marí Recluso en la cárcel franquista de Formentera

Los presos tenían el estómago destrozado como consecuencia del durísimo régimen alimentario, tanto que casi no podían ni digerir los alimentos. Cuando comían habichuelas, por ejemplo, las defecaban enteras. “En esos casos, la gente, desesperada de hambre, rebuscaba entre la mierda de las letrinas para encontrarlas y comérselas”, precisó Ferrer Marí. El hambre era tal que incluso se cocían las pepitas de las algarrobas o roían durante días los huesos que encontraban tirados por el suelo. “Si veías a uno que mordisqueaba una piel de naranja, sabías que ese no duraría mucho, que moriría pronto”. Corrieron mejor suerte, según el testimonio de Ferrer Marí, quienes realizaban las labores de construcción del muro del campo de concentración, ya que ellos comían arroz y aceite.

Los presos se disputaban la comida con los cerdos

Los carceleros del régimen franquista se divertían también viendo cómo los prisioneros se peleaban con los cerdos para conseguir los alimentos. El corral era utilizado como campo de batalla. “Cuidaba mejor a sus puercos que a nosotros (en referencia a Ángel Llorente Ruiz, director del campo de concentración). Un día recuerdo que había catorce animales peleándose por unas pieles de calabaza. Digo 'animales', pero en ese grupo se confundían los cerdos con hombres que, muertos de hambre, no tuvieron más remedio que llegar a ese extremo”, atestiguó Ferrer Marí. “Llegó un vigilante, que se llamaba Carrillo, y la emprendió a porrazos con los presos para que no molestasen a la piara”, añade.

Decenas de los represaliados pasaron también por el conocido como “barracón de aislamiento”, al cual los presos bautizaron coloquialmente como “cementerio de los vivos”, ya que iban a parar los enfermos de mayor gravedad, que eran “todo huesos y piel”. Las condiciones alimentarias e higiénicas eran penosas, que en este caso se veían reflejadas también en las plagas de chinches, que se contaban a millares. Cuando los reclusos se iban a dormir y apagaban la luz, eran rápidamente atacados por los insectos. “Si volvías a encenderla observabas cómo una mancha negra huía por las paredes. La luz las espantaba. Por eso algunos dormían con una vela encendida”. Esta era la única manera que tenían de evitar recibir las picaduras del bicho.

Un niño de 14 años, entre los presos

Había algunas diferencias entre Es Campament (colonia penitenciaria del régimen franquista que dependía de la Prisión Provincial de Palma) y otras prisiones franquistas de Balears, como Can Mir. A diferencia de lo que ocurría en esta prisión, los represaliados republicanos no morían fusilados, ni eran víctimas de las ‘sacas’ en Es Campament. La distinción radicaba en que los detenidos en la prisión de Can Mir, que estaban a disposición del gobernador civil de Balears, todavía no habían sido juzgados. “Eran víctimas de las ‘sacas’ porque no constaba todavía ningún expediente judicial sobre ellos. Por eso había ejecuciones extrajudiciales”, explica a elDiario.es Antoni Ferrer Abárzuza, doctor en Historia y redactor del estudio que forma parte del Segundo Plan de Fosas del Govern.

En Formentera, la colonia penitenciaria no estaba militarizada, como ocurría también con otros campos de prisioneros que construyeron una red de carreteras de más de 200 kilómetros en Mallorca. “La responsabilidad era de la administración civil, por tanto, la cárcel estaba controlada por oficiales de prisiones, no por militares. Los presos que fueron enviados a Formentera habían pasado por un tribunal: tenían sentencia firme, ya fuera una condena perpetua de treinta años por 'adhesión a la rebelión', por 'auxilio a la rebelión' -que solía ser una pena de doce años- o por otras modalidades de contribuir a lo que los fascistas decían que era una ‘rebelión’. Como ya tenían expediente judicial, no corrían ‘peligro’, en principio, de ser víctimas de ‘sacas”, puntualiza Ferrer Abárzuza.

Pese a las diferencias, el campo de concentración de Formentera no fue una excepción en cuanto a las prácticas de tortura y sometimiento brutal que había en el resto de España y Europa. “Pese a que la propaganda oficial aseguraba que era un ‘modelo’ para Europa, posiblemente poco tenía que envidiar a los (campos de concentración) de los nazis en algunos aspectos”, describe el periodista y escritor José Miguel L. Romero.

Pese a que la propaganda oficial aseguraba que la cárcel de Formentera era un ‘modelo’ para Europa, posiblemente poco tenía que envidiar a los campos de concentración de los nazis

José Miguel L. Romero Periodista y escritor

En Sa Colònia, principal símbolo de la represión franquista en la isla, se llegaron a concentrar, en un espacio reducidísimo, entre 1.100 y 1.400 reclusos de todo el Estado español, según recoge Romero a partir de los cálculos realizados a ojo por testimonios directos. Durante estos dos años, según documenta Ferrer Abárzuza, a partir de los datos del padrón municipal de habitantes, unas 2.000 personas llegaron a estar encerradas en el campo de concentración. El 1 de enero de 1942 había 1.209 reclusos en la colonia penitenciaria, apunta Ferrer Abárzuza citando datos del Instituto Nacional de Estadística (INE). Uno de los presos, cuya existencia conocemos debido a los datos del padrón -que registraba el Ajuntament de Formentera-, fue Manuel Díaz Sauceda, un adolescente de solo 14 años, natural de Don Benito (Badajoz), que sobrevivió, pero cuya pista se le perdió cuando la prisión fue desmantelada.

En el campo de concentración de Formentera murieron 58 presos republicanos, entre marzo de 1941 y finales de octubre o principios de noviembre de 1942, según el Registro de Defunciones de Formentera. En la prisión se producían casi cuatro muertes al mes de media, unas cifras que también se registraron en las localidades toledanas de Ocaña y Talavera, donde en una década se produjeron 680 muertes.

Si no hubo más fallecidos fue por la ayuda de las familias y la organización del PCE en la clandestinidad. “He conocido a gente de Formentera a la que le llevaban comida cada día: estos estaban salvados”, asegura Ferrer Abárzuza. Los presos de Eivissa, Mallorca y Menorca solían recibir paquetes de sus familiares donde había comida, a veces podrida, y también no perecedera. “La comida en conserva solía llegar”, comenta el historiador. Además, según apuntan algunos testimonios, el PCE en la clandestinidad había creado una red de solidaridad “para repartir comida entre quienes no tenían, que eran, sobre todo, los que procedían de Extremadura y la Península, en general. La represión en Extremadura fue tremenda”, afirma Ferrer Abárzuza. También se daba el caso de presos que no recibían comida porque sus familiares “no sabían dónde estaban”.

Los encarcelados eran de clase obrera

El oficio de cada uno de ellos indicaba su origen de clase obrera y trabajadora. De entre ellos, había 29 campesinos, seis jornaleros, dos agricultores, dos carpinteros, un zapatero, un cafetero, un mecánico, un obrero, un albañil, un bracero, un ganadero, un carretero, un cantero, un escribiente, un electricista, un minero, un minero picador, un lavador de minerales y un panadero. Tres de los fallecidos fueron registrados sin oficio y uno es descrito simplemente como “empleado”. Treinta y seis eran originarios de Badajoz y, entre ellos, había once murcianos, dos alicantinos, un valenciano, dos catalanes, dos canarios, un ibicenco, un mallorquín y un madrileño. En uno de los presos muertos no consta su registro de nacimiento. El hecho de que entre los fallecidos solo hubiera un ibicenco y ningún formenterer, se explica, según documenta Romero, “porque, al contrario de aquellos que procedían de la Península (o de Canarias), tenían la suerte de recibir alimentos de sus familiares en las islas”. Ferrer Abárzuza añade que, además, existe documentación que indica los graves problemas de suministro que había en Formentera en el contexto de la posguerra.

La mayor parte de ellos murieron de hambre, por tuberculosis o como consecuencia de enfermedades causadas por las pésimas condiciones alimentarias y sanitarias de la colonia penitenciaria. Para referirse a los reclusos que morían de hambre, el régimen franquista utilizaba el término médico “caquexia”, sinónimo de “estado de extrema desnutrición”. Eran eufemismos que se usaban para no decir que los presos morían de hambre. Otros fallecían por colapsos cardíacos, enteritis aguda (inflamación del intestino delgado causada por comer o beber alimentos contaminados con bacterias o virus), mal de Pott (infección tuberculosa en la columna vertebral), avitaminosis (déficit de vitaminas), albuminuria (una enfermedad renal que se produce por exceso de la proteína albúmina en la orina), infecciones intestinales, insuficiencia cardíaca, miocarditis crónica, anemia de Biermer, insuficiencia mitral, peritonitis, endocarditis, cirrosis hepática, reblandecimiento cerebral o cáncer estomacal, entre otras. Casi todos los presos fallecían por varias afecciones.

La represión franquista fue “tremenda” en Extremadura

La gran cantidad de extremeños que había se explica porque el campo de concentración de Sagrajas (Badajoz), la prisión provincial y el Picadero de Badajoz “se encontraban repletos de reclusos”, según documentó el historiador José Luis Gutiérrez Casalá en Guerra Civil en la provincia de Badajoz, la mayoría procedentes de Castuera y Don Benito. Uno de ellos fue Antonio Godoy Delgado, nacido en Hornachos (Badajoz) el 25 de mayo de 1909, según documentó Romero. Perteneciente a la agrupación socialista local, fue el último alcalde republicano de la localidad. Teniente de alcalde del Frente Popular, cogió el bastón de mando de Hornachos cuando el alcalde Manuel Calvo dimitió y huyó por temor a las represalias después del golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Durante la Guerra Civil, Godoy formó parte del Batallón de la decimosexta Brigada Mixta, liderada por el diputado del PCE Pedro Martínez Cartón.

Según su testimonio, lo primero que hacían los responsables del campo de concentración (un director, ocho guardias y tres jefes de servicios) por las mañanas era hacer un recuento de todos los reclusos, para asegurarse de que no faltaba nadie. Después, les obligaban a cantar el Cara al Sol. “El campo de concentración estaba alambrado; este daba de cara al mar; una vez que tuvimos las viviendas hechas, los carpinteros hicieron todas las porterías necesarias. En el mismo centro del campo colocamos un madero altísimo, y en lo alto la bandera de la Falange”, explicó Godoy en sus memorias, recogidas por Romero. Después de cantar el Cara al Sol, desayunaban. Normalmente, dos higos o una sardina arenque, así como una barra de pan que tenían que compartir entre cinco. Al mediodía les “solían dar un cazo de caldo con dos o tres trocitos de patatas y en otras ocasiones unos trocitos de coles, cuando era la temporada”. “El que no recibía nada de su familia se podía decir que estaba condenado a muerte, en este caso de hambre”, escribió.

Desmantelamiento por “temor” a los aliados

Es Campament fue desmantelado en otoño de 1942, después de que llegara una orden de desalojo de Madrid, para lo que el régimen movilizó a decenas de guardias civiles y lanchas a motor, así como un barco de carga, que condujo a los presos a València. La razón podría estar en la Operación Torch iniciada por los aliados, mediante la cual las tropas anglo-estadounidenses desembarcaron en Túnez el 8 de noviembre. En plena II Guerra Mundial, Franco temió que los aliados pudieran desembarcar en Balears. “La operación Torch generó angustia en el dictador y sus camaradas golpistas, tal vez por temor a que los aliados utilizaran Formentera como plataforma de sus operaciones contra los nazis y fascistas en el Mediterráneo”, argumenta Romero.

La operación Torch generó angustia en el dictador y sus camaradas golpistas, tal vez por temor a que los aliados utilizaran Formentera como plataforma de sus operaciones contra los nazis y fascistas en el Mediterráneo

José Miguel L. Romero Periodista y escritor

Uno de los responsables de la prisión fue Vicente Bueno, que durante las últimas décadas del siglo XX trabajó como guía turístico. Hijo de andaluces, nació en Formentera en 1918, pero a los seis meses abandonó la isla con sus padres. Bueno volvió a la isla en 1941 para hacerse cargo, junto con otros dos jóvenes oficiales, del campo de concentración. En una entrevista que Romero le hizo en diciembre de 1995, publicada en el número 47 de la revista Proa, Bueno explicó que las órdenes para desalojar Es Campament llegaron de Madrid. Los reclusos fueron enviados a Eivissa y de allí, en un barco muy grande, a Palma, con la supervisión de un par de agentes de la Guardia Civil.

La represión en Formentera fue “especialmente sangrante” porque era una isla “tradicionalmente fiel al voto republicano” y que no había sufrido “disturbios significativos” durante la ocupación republicana, explica Parrón. Según su investigación, una minoría de elementos franquistas autóctonos, junto a falangistas provenientes de Eivissa, llevaron a cabo la represión. En muchas ocasiones, las víctimas no estaban en las “listas” de “rojos”, sino que fueron detenidos y ejecutados por su proximidad familiar al realmente perseguido, que había huido de la isla o estaba escondido. Al menos dieciocho formenterers fueron ejecutados por el bando sublevado entre el 20 de noviembre de 1936 y el 19 de febrero de 1937, la mayoría de ellos en Formentera, aunque también hubo asesinados en Mallorca, Eivissa y Cartagena (Murcia). La práctica totalidad de los dirigentes políticos, así como muchos militantes y simpatizantes de los grupos de izquierdas consiguieron huir durante la semana posterior al abandono de las islas por parte del poder republicano.

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