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Los últimos fareros sobreviven a las nuevas tecnologías y al 'postureo' del turista: “No hay que romantizar el oficio”

Damià Coll, farero de Favàritx (Menorca), revisa la linterna del faro.

Diego Sánchez

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Dos destellos más uno, seguidos de quince segundos de oscuridad. Y vuelta a empezar. La lámpara del faro de Favàritx (Menorca) lanza su haz de luz a una distancia de más de 20 millas náuticas. Puntual, como siempre, con su cita con el ocaso, desde hace algo más de un siglo. En 2022 la isla celebró el centenario de la inauguración (el 22 de septiembre de 1922) de su faro más emblemático. El único con una franja negra en espiral que hay en Menorca.

Antaño, ver la luz de un faro en una noche cerrada o con niebla suponía la diferencia entre la vida y la muerte en el mar. “No hace muchos años hubo un naufragio aquí, en cala Tortuga. Una lancha recreativa se encalló en pleno día en una roca por una imprudencia. No hubo víctimas, pero vi cómo se hundía desde el faro”, recuerda Sebastià Pons, farero de Favàritx durante 34 años, ahora ya jubilado.

Porque si el faro es importante no lo son menos quienes históricamente y todavía en el siglo XXI, a pesar del GPS e Internet, siguen encargándose de su cuidado: los fareros. Una vida que en el pasado fue solitaria en acantilados e islotes. Idealizada por la literatura y el cine, y que según sus protagonistas nada o poco tiene que ver con ese romanticismo ermitaño que nos imaginamos. “El romanticismo acaba en cuanto cruzas la puerta de un faro. El que hoy vive aislado es porque quiere”, explica Javier Pérez de Arévalo, farero, doctor en Historia y actualmente habitante del faro de Punta de la Avanzada, en Mallorca.

Lo que sí rezuma una cierta nostalgia es el declive que está experimentando el oficio debido a un cambio en la legislación y a las nuevas tecnologías. A finales de 1992 había en España cerca de 300 fareros. En una encuesta hecha por Mario Sanz, farero de Mesa Roldán (Almería) a principios de 2019, solo quedaban 63. Y durante estos últimos años, al menos quince se han prejubilado. A día de hoy en Balears tan solo quedan siete a tiempo completo. 

El romanticismo acaba en cuanto cruzas la puerta de un faro. El que hoy vive aislado es porque quiere

Javier Pérez de Arévalo Farero

La “apariencia” de un faro, entre luces y sombras

“Los edificios grandes son faros, los pequeños son balizas y las balizas que flotan en el mar son las boyas”, resume Joan Manuel Llaneras, jefe del departamento de conservación de infraestructuras y señales marítimas de la Autoridad Portuaria de las Illes Balears. La “apariencia” o “característica” de cada señal marítima luminosa es el grupo de destellos y ocultaciones y también su cadencia, es decir, cuánto tiempo tardan en repetir la secuencia de luces y sombras. Quien lo decide es la Comisión de Faros que depende de Puertos del Estado. Se recomienda que los periodos no sean superiores a 30 segundos para que el navegante no se descuente.

Por su parte, el Instituto Hidrográfico de la Marina (IHM) detalla en su libro de faros la señal diurna o apariencia externa de cada uno de ellos (tipo de torre, altura, color de las ventanas, cómo está decorado, franjas y bandas). El de Artrutx (Menorca), por ejemplo, tiene las franjas horizontales, mientras que en el de Sa Farola (Menorca) son verticales, y no tiene tanta altura. De esta forma, de día los marineros también pueden saber dónde se encuentran y orientarse identificando el faro que avistan desde el puente de mando o la cubierta.

Pero a pesar de sus diferencias, todos tienen la misma función: avisar de un peligro a los navegantes. Un faro se compone de varios elementos esenciales. Por un lado, en lo más alto de la torre, tenemos “la linterna” o cámara donde se encuentran la lámpara y las ópticas. Justo por debajo se halla la “cámara de servicio” que da acceso al exterior y que muchos años atrás era el lugar en el que los fareros hacían guardia durante toda la noche. Y, por último, adosadas a la torre, se encuentran las viviendas de los “torreros” o fareros. 

Del aceite de oliva al telecontrol

Como cada semana, Damià Coll recorre en coche los últimos quilómetros de una estrecha carretera flanqueada por un terreno arcilloso y rocoso, lleno de acantilados bajos de pizarra negra y grisácea, hasta llegar al faro de Favàritx, en pleno Parque Natural de S’albufera des Grau, al norte de Menorca. Él es uno de los últimos tres fareros que quedan en la isla. Junto con sus compañeros se encarga del mantenimiento de los siete faros que hay en ella. La suya es una auténtica saga familiar. “Llevo 31 años en el oficio. Mi padre era farero. También un tío mío y un primo de mi madre. De pequeño viví con mi familia en el faro de Cavalleria. Supongo que estaba predestinado”. Antes de acceder al recinto cerrado, una típica “barrera” menorquina hecha de “ullastre” (olivo salvaje) advierte que solo puede acceder el personal autorizado.

Llevo 31 años en el oficio. Mi padre era farero. También un tío mío y un primo de mi madre. De pequeño viví con mi familia en el faro de Cavalleria. Supongo que estaba predestinado

Damià Coll Farero

Cuando abre la puerta de la vivienda encalada, con los típicos porticones y ventanas de color verde, del interior emana un reconocible olor a cerrado aderezado con la fragancia que solo da la pátina del tiempo. Las dos plantas, antes viviendas para los fareros y sus familias, y donde todavía se mantiene el taller de reparaciones, ahora se han convertido en salas para un pequeño museo en el que se exponen piezas ya en desuso. Lámparas de petróleo, sistemas de rotación a manivela y ópticas utilizadas, hace años, en faros como el de Sant Carles o Punta Nati.

“Lo primero que se utilizó para generar luz fue el aceite de oliva. Luego se pasó a la parafina, al petróleo y, por último, a la electricidad. Y ya a finales del siglo XX, a la instalación de placas solares”, apunta Pérez de Arévalo. Todavía quedan faros en Menorca en donde aún no ha llegado la red eléctrica, pero funcionan con energía fotovoltaica, como Cavalleria, Isla del Aire o Punta Nati. “Ahora va con electricidad, pero hasta 1970 en Favàritx se utilizaba lámparas por incandescencia de vapor de petróleo, era el sistema chance”, cuenta Coll. “Teníamos que encender y apagar el faro manualmente, por eso siempre había dos fareros que se turnaban”, recuerda Sebastià Pons de sus 34 años de trabajo en el faro. En su época, el sistema de rotación de la óptica funcionaba con un peso motor. Había que dar cuerda, igual que con un reloj de pared. Y la cuerda duraba unas horas, lo que tardaba el peso en caer desde lo alto de la torre al suelo. 

“Son 125 peldaños de una escalera de caracol hasta llegar a una escotilla que da acceso al equipo luminoso”, informa Damià, mientras ascendemos los 28 metros de altura que hay hasta la lámpara de Favàritx. El día está despejado y en la cúpula hace mucho calor. Al moverse, la óptica giratoria describe un juego de luces tornasoladas proyectando los colores del arcoíris. En el interior, la lámpara de descarga permanece apagada. Y a través del cristal, hacia el Mediterráneo, a un lado se ve la agreste y paradisíaca cala Presili. Al otro, la de Es Portitxol, tremendamente escarpada. Y tierra adentro, a lo lejos, Monte Toro, la elevación más alta de Menorca, con 358 metros. “Antes de que se instalara el tele control en la red de señales marítimas, para comprobar si funcionaban los faros la única forma era subir al Toro por la noche”, recuerda Pons. 

Farero, “especie” en peligro de extinción

Aferrado a la barandilla, con el siempre cambiante viento de la Tramuntana soplando en su cara, Damià encarna a una generación de fareros que tiene los días contados. Con casa en Es Mercadal (en el centro de la isla) ya no vive en el faro. Como tantos otros, durante la segunda mitad del siglo XX, consiguió plaza de funcionario técnico mecánico de señales marítimas con derecho a vivienda en el faro de destino. “Desde pequeño me ha gustado la naturaleza. Para mi esta vida no es extraña. Pero para los que lo ven como una vida ideal, una cosa es ver una puesta de sol en verano y otra venir en invierno”, avisa.

En 1992, cuando Josep Borrell estaba al frente de la cartera de Obras Públicas y Transportes, en la última legislatura de Felipe González, promulgó la nueva Ley de Puertos y Marina Mercante por la que se declaraba a extinguir el cuerpo de fareros. En el caso de Balears, tan solo veinte pasaron a ser personal laboral adscritos a la Autoridad Portuaria para seguir ejerciendo. Este punto de inflexión coincidió con un avance tecnológico determinante. “Los faros empezaron a manejarse a control remoto y eso cambió radicalmente nuestro trabajo. Ya no se necesitaban tantos fareros. Muchos se prejubilaron. Otros cambiaron de función y los que quedamos empezamos a encargarnos de varios faros a la vez. A los que quisimos nos dejaron seguir viendo en ellos”, recuerda Pons. 

Los faros empezaron a manejarse a control remoto y eso cambió radicalmente nuestro trabajo. Ya no se necesitaban tantos fareros. Muchos se prejubilaron. Otros cambiaron de función y los que quedamos empezamos a encargarnos de varios faros a la vez

Sebastià Pons Farero

Según el último registro, Balears cuenta con 34 faros, 95 balizas y 45 boyas. Es la comunidad autónoma que más señales marítimas gestiona. Una ingente cantidad de trabajo para tan solo los siente fareros que continúan en activo. “Yo gestiono las 151 señales telecontroladas que hay en las islas. Si de noche ocurriera una alarma grave, como una luz apagada o un fallo en la rotación de una óptica, me saltaría una alerta en el móvil”, explica Pérez de Arévalo, el último farero de la vieja escuela, a tiempo completo, que hay en Mallorca. Aunque es cierto que cuenta con la ayuda de otro compañero de su misma quinta, que está en plena jubilación parcial. Además, desde hace unos meses también le echa una mano un técnico.

Según el último registro, Balears cuenta con 34 faros, 95 balizas y 45 boyas. Es la comunidad autónoma que más señales marítimas gestiona. Una ingente cantidad de trabajo para tan solo los siente fareros que continúan en activo

A veces el error puede solventarse activando las luces de emergencia, sin salir de casa. En otras ocasiones hace falta hacerse a la mar, en barca, para sustituir las piezas averiadas de una boya o de un faro en un islote. Es cierto que la irrupción de las nuevas tecnologías ha cambiado radicalmente el trabajo del farero. Desde hace ya algún tiempo se encargan del mantenimiento de las infraestructuras, de los equipos luminosos y de los grupos electrógenos de emergencia. En lugar de subir a las torres con un mechero para prender los fanales, ahora no se despegan de sus portátiles para comprobar las tarjetas electrónicas.

Aún así, sus conocimientos son un bien inmaterial de primer orden que con cada jubilación se pone cada vez más en peligro. “Es un trabajo tan específico que únicamente lo saben hacer ellos. Los hemos considerado como un cuerpo a extinguir, pero en el mercado laboral no encontramos reemplazo. Nos encontramos ante un dilema”, exponen en el Departamento de Infraestructuras y Señales Marítimas de Balears. Reconocen que tendrán que realizar un gran esfuerzo por incorporar aprendices del oficio y que el tiempo juega en su contra. “No me gustaría que desapareciera la figura de farero”, reconoce Damià. De cualquier forma las futuras nuevas generaciones ya no vivirán en los faros. “Ni están habilitados ni se permite su uso como vivienda, salvo para los fareros antiguos”, recuerda Joan Manuel Llaneras desde la Autoridad Portuaria.

Es un trabajo tan específico que únicamente lo saben hacer ellos. Los hemos considerado como un cuerpo a extinguir, pero en el mercado laboral no encontramos reemplazo. Nos encontramos ante un dilema

Departamento de Infraestructuras y Señales Marítimas de Balears

De cómo la costa española se iluminó

Actualmente en España hay 187 faros en activo. El de la Torre de Hércules (La Coruña) es el más antiguo en funcionamiento del mundo. Con sus cimientos romanos y su estructura barroca. Y el último que se inauguró fue el de Torredembarra, en Tarragona, con una altura de 58 metros sobre el nivel del mar. Desde que entró en funcionamiento, en enero del 2000, ilumina las oscuras noches entre el Cabo de Salou y Vilanova i la Geltrú. Hoy en día nuestras costas no suponen un riesgo para la navegación gracias a las ayudas luminosas. Pero no siempre fue así. “Hasta mediados del siglo XIX teníamos 20 faros, entre ellos el de Portopí (Mallorca), el tercero en activo más antiguo del mundo, pero eso comparado con Francia o Reino Unido era muy poco”, recuerda Pérez de Arévalo.

Por aquella época se producían muchos hundimientos de buques internacionales que comerciaban con la península o las islas. Ante esta situación, los gobiernos galo y británico presionaron a la administración española durante el reinado de Isabel II para que mejorara la iluminación de sus puertos y costas. En 1847 se creó el primer plan de alumbrado marítimo. A raíz de ahí, se construyeron los primeros 126 faros “modernos” equipados con las carísimas ópticas “Fresnel”. En 1870 España ya contaba con una importante red de señales marítimas. “El de Na Pòpia (1852), en la isla de Sa Dragonera, es mi preferido”, cuenta el farero y doctor en Historia. Durante los 58 años que estuvo en funcionamiento fue el más alto del Estado. Se construyó en una cima a 360 metros. “Estaba tan alto que la niebla lo tapaba y no resultaba útil para los marineros. Además, la convivencia entre los fareros y sus familias daría para escribir un libro de terror”, añade.

Los ahogados del General Chanzy

La costa gallega, en especial “a Costa da Morte”, la zona del Estrecho y, sobre todo, el archipiélago balear han sido tradicionalmente puntos negros para la navegación. Se tiene la impresión de que el Mediterráneo es más dócil que, por ejemplo, el Cantábrico. Pero en el Mare Nostrum, según cuentan los navegantes, al haber olas más cortas, estas incluso son más difíciles de sortear. Anualmente, la insularidad genera un gran tráfico marítimo. En 2019, antes de la pandemia, hubo casi 53.000 operaciones de buques y las islas recibieron casi 10 millones de pasajeros (datos de la Autoridad Portuaria de Balears). Eso, sumando al aumento exponencial de embarcaciones de recreo en épocas estivales, han situado históricamente a islas como Eivissa, Formentera y Menorca, esta última por los fuertes vientos que soporta, en las primeras posiciones del ranquin de los naufragios.

Algunos de ellos han sido trágicos. En 1898 el correo de la compañía marítima francesa Ville de Roma se fue a pique frente al faro de Punta Nati (Menorca) sin víctimas. En ese mismo lugar, unos años más tarde, en 1910 no tuvieron la misma suerte los 156 pasajeros y miembros de la tripulación del General Chanzy, un buque regular que hacía la línea Marsella-Argel, que acabaron pereciendo en el agua. El siniestro pasó durante una noche cerrada con mucha niebla. Tan solo hubo un superviviente. También, a principios del siglo XX, el Issac Pereire fue engullido por el mar en cala Mesquida, muy cerca de Maó. En 1881, en la zona de Los Freus, entre Eivissa y Formentera, el vapor inglés Flaminian quedó embarrancado. “Los dos 'torreros' del faro de Ahorcados salieron en su embarcación a remo para socorrer al barco porque estaban obligados a ello. Fue terrible porque los dos se ahogaron mientras la mujer de uno veía la terrible escena desde la torre”, cuenta Pérez de Arévalo. Ya en el siglo XXI, el último que se recuerda fue el del ferri San Gwann, que quedó encallado en el islote norte de Es Malvins, a principios de septiembre de 2021. Hubo 20 heridos y un niño de diez años tuvo que ser ingresado en la UCI del hospital Son Espases.

El culto al sol masifica los faros

Desde hace varios años estas pintorescas torres coronadas por lámparas destellantes se han erigido como auténticos tótems solares alrededor de los cuales, al atardecer, se congregan centenares de turistas para despedir al astro rey antes de su viaje a través de las tinieblas. Ya en la década de 1940 los historiadores han encontrado escritos en el islote de Sa Dragonera en los que los fareros se quejaban de que los patrones que debían abastecerlos con barca hacían dejación de sus funciones porque se dedicaban a llevar turistas. Y es que hay faros que se han convertido en icónicos, como el de Formentor (Mallorca), la Mola (Formentera) y, por supuesto, Cavalleria, Punta Nati o Favàrtix (Menorca).

“Al principio eran pocos, pero se ha masificado mucho y eso hace perder el encanto. Tampoco hay infraestructuras para poder aparcar”, reconoce Pons, a quien le toco sufrirlos durante sus años en Favàritx. Cada vez es más habitual ver ristras de coches de alquiler mal aparcados a lado y lado del camino justo minutos antes del ocaso. Debido a la gran afluencia en algunos se ha cerrado el acceso rodado y solo se puede llegar a pie o en bus. Pero a pesar de los obstáculos, la gente está dispuesta a todo por una puesta de sol. En el faro de Punta de la Avanzada, como no se puede acceder por vía terrestre -porque cerca hay una base militar-, los turistas van con sus barquitas o piraguas, tocan tierra, apartan las vallas y suben al faro. “Entonces me toca sacarlos del recinto de mi casa, se hace incómodo”, reconoce Javier.

Cada vez es más habitual ver ristras de coches de alquiler mal aparcados a lado y lado del camino que lleva a un faro justo minutos antes del ocaso. A pesar de los obstáculos, la gente está dispuesta a todo por una puesta de sol

El miedo de los fareros: las tormentas y su legado

Pero el turismo no es la única incomodidad a la que se enfrentan. Los peores enemigos de un farero son los rayos. Todos tienen episodios de auténtico terror. De rayos que impactan en la lámpara, como una explosión, desmoronando trozos de pared mientras sus derivaciones bajan a través de las antiguas cañerías de plomo “friendo” todo lo que encuentran a su paso. “Cuando vivía en Formentor, un día me cayó uno, y quemó toda la instalación eléctrica y el faro dejó de funcionar”, relata Coll. Las historias de los más antiguos hablan de que cuando una tormenta traía aparato eléctrico los “torreros” se metían debajo de la cama hasta que amainara. Y es que se han registrado casos de víctimas mortales. En 1924 murió un farero como consecuencia de una descarga eléctrica.

A pesar de que los temporales continúan siendo un peligro real, lo que más preocupa a este “exótico” cuerpo de exfuncionarios es el legado que quede, una vez ellos crucen por última vez la puerta de sus faros. Empujados por el tirón del turismo, algunos se han reconvertido en bares y restaurantes. La transformación es inevitable, pero todos coinciden en que debería preservarse el alma del lugar. “Para mi ha sido una gran suerte trabajar de farero, he sido muy feliz. Espero que no solo se conviertan en un negocio”, apunta Pons. En algunos como Favàritx o Portopí se han creado museos repletos de maquinaria obsoleta y documentación histórica gracias al tesón de los propios fareros. Antes de la pandemia se hacían visitas guiadas, pero no daban abasto. “Si se hace un uso alternativo de un faro, no se puede eliminar el patrimonio inmaterial de un plumazo, detrás hay un bagaje de unos funcionarios que a veces han perdido la vida en acto de servicio”, pide Pérez de Arévalo, uno de los últimos moradores de faros que quedan en España.

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