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Un año de Lula en el Gobierno de Brasil: juicios al golpismo, pactos con la derecha y destrucción del legado de Bolsonaro

El presidente Lula da Silva junto a la ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, durante la cumbre COP 28 en Dubái.

Bernardo Gutiérrez

Río de Janeiro —

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Las 66 personas que todavía están presas de manera preventiva por los actos golpistas de extrema derecha del 8 de enero de 2023 –fecha del asalto a las sedes de los tres poderes en Brasil– no se han beneficiado del tradicional indulto presidencial del día de Navidad. Además, Lula da Silva dedicó unas palabras de su discurso navideño al “odio de algunos que dejó cicatrices profundas y dividió al país, desunió a las familias y puso en riesgo a la democracia”. Aunque el presidente de Brasil afirmó que la “democracia salió victoriosa y fortalecida”, su tono se alejaba del triunfalismo.

Inicialmente, los actos del 8 de enero escenificaron una unidad de todas las fuerzas políticas en defensa de la democracia. La fotografía de Lula con los gobernadores de los 27 estados de Brasil un día después de los altercados golpistas insinuaba un posible fin a la fuerte polarización política del país.

Además, el rápido envío a prisión de 1.418 personas involucradas en los incidentes que depredaron edificios de los tres poderes en Brasilia –2.151 si se incluyen los detenidos en las acampadas frente a cuarteles del ejército– auguraba una firme acción judicial contra el ala radical del bolsonarismo. Sin embargo, a pesar del acorralamiento político judicial y de haber sido inhabilitado políticamente por ocho años, Jair Bolsonaro concluyó el año con un apoyo expresivo: el 38% de los brasileños considera que su gobierno fue mejor que el de Lula (frente a un 49% que piensa lo contrario).

Condenados

Brasil tuvo que esperar hasta el 14 de septiembre para ver la primera sentencia por los actos del 8 de enero. El Supremo Tribunal Federal (STF) condenó a Aécio Lúcio Costa Pereira a 17 años de reclusión y una multa de unos 6 millones de euros –cantidad a ser resarcida colectivamente–. Se le acusó, entre otros crímenes, de golpe de Estado y asociación criminal.

La primera sentencia confirmó la línea dura que el STF seguiría con las primeras personas juzgadas. 30 fueron condenadas a penas de cárcel. Sin embargo, el perfil de Aécio Lúcio Costa Pereira funcionario de una empresa pública de agua, presidente algo autoritario de su comunidad de vecinos es la metáfora de otro problema: el grueso de los acusados pertenece al bajo clero golpista, un heterogéneo grupo de ciudadanos corrientes radicalizados en los últimos años.

La mayoría de los presos fueron liberados a lo largo de 2023 por motivos humanitarios o a cambio de cumplir penas menores (pago de multas, trabajos comunitarios o uso de tobilleras electrónicas). El mismísimo Alexandre de Moraes, juez del STF y autoridad moral contra el golpismo, se inclinó a finales de diciembre por liberar a 46 detenidos. De las 66 personas que siguen entre rejas, 33 de están acusadas de ser ejecutoras directas del crimen y 25, de haber financiado los actos.

La actuación del STF contra los involucrados en los actos del 8 de enero de 2023 está provocando críticas desde la izquierda. Pedro Fiori Arantes, Fernando Frias y Maria Luiza Meneses denuncian en el ensayo recién publicado 8/1 A Rebelião dos manés (Hedra) que la justicia está apenas recayendo en los peones del ajedrez golpista y tejiendo un velo de impunidad para los peces gordos, especialmente los militares.

“Ningún general ha sido denunciado hasta ahora, ninguno ha tenido el sigilo telemático o bancario intervenido, su oficina y su apartamento registrados, teléfonos y ordenadores requisados”, apuntan los autores. El pacto de conciliación de Lula con los militares, que no goza del apoyo del ala izquierdista del Gobierno, podría ser un obstáculo para el castigo de los verdaderos responsables de los altercados del 8 de enero.

En los próximos meses, el protagonismo contra los actos golpistas se trasladará a la justicia ordinaria, que acumula pruebas contra la familia Bolsonaro. La Policía Federal (PF) está ultimando dos investigaciones clave: la de las fake news y la de milicias digitales, que incluyen la incitación al golpismo, la apropiación de joyas del patrimonio público y fraudes vinculados a la vacunación durante la pandemia, entre otros asuntos.

Por si fuera poco, el Congreso también ha aprobado la incriminación criminal de Jair Bolsonaro, militares y ex ministros. Aunque es difícil que algunos militares implicados en los actos golpistas sean condenados, el cerco se estrecha en torno a la familia Bolsonaro.

El acuerdo con la justicia del ex teniente coronel Mauro Cid, que trabajó directamente a las órdenes de presidencia, está aportando acusaciones contundentes. Cid declaró que tanto Michele Bolsonaro (ex primera dama) como Eduardo Bolsonaro (hijo mayor de Jair Bolsonaro) defendieron dar un golpe de Estado tras la derrota electoral.

Las revelaciones de Cid podrían provocar que el expresidente, verdadero cerebro de los actos golpistas del 8 de enero para la mayoría de los expertos, sea condenado a prisión. “El expresidente ya fue condenado en la esfera electoral a la inhabilitación política. Estas investigaciones son de la esfera criminal. Bolsonaro puede incluso ser preso”, defiende el periodista Aguirre Talento, especialista en temas judiciales.

Congreso hostil

Lula ha dedicado buena parte de sus esfuerzos a consolidar una mayoría en un Congreso hostil. En enero incorporó a su Gobierno a partidos centristas como el Movimento Democrático Brasileiro (MDB) o el Partido Social Democrático (PSD) y a alguno derechista, como União Brasil. El duro tira y afloja con el conservador Artur Lira, presidente de la mesa del Congreso, provocó la inclusión de más partidos conservadores en el Gobierno.

En mayo, Lula se llevó un susto superlativo: la Medida Provisional 1.154/23 del Congreso restaba competencias al Ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático y al Ministerio de los Pueblos Indígenas, que perdían la potestad de declarar tierras indígenas. La letra pequeña de la medida contenía una auténtica bomba, rayando en la ilegalidad, que mermaba poder al Gobierno.

Para evitar su aprobación, Lula cedió y entregó ministerios a Republicanos (vinculado a la iglesia evangélica) y el Partido Progresista (PP, fuerza política de Artur Lira). Uno de los nombramientos más polémicos fue el de Celso Sabino (União Brasil) como ministro de Turismo, antiguo aliado de Bolsonaro. Además, Lula garantizó más presupuesto público para los diputados (en la línea del criticado “presupuesto secreto” de la era Bolsonaro).

Tras meses de ajustes ministeriales y cesiones, el presidente por fin controla el Congreso: los diputados de 24 de los 27 estados de Brasil apoyan habitualmente las medidas de su gobierno.

Con la sinfonía de las negociaciones políticas de Lula de fondo, el pragmatismo político ha sido la principal melodía del Ejecutivo brasileño. Por un lado, Lula viajó por 24 países del mundo para, en sus propias palabras, “restaurar la imagen internacional de Brasil”. Por otro, el Gobierno se ha esforzado en cuadrar las cuentas e hilvanar un discurso económico moderado.

Los mercados recibieron bien la aprobación del arcabouço fiscal (techo fiscal de las cuentas públicas) y una reforma tributaria que unifica impuestos, establece nuevas tasas al alcohol y al tabaco y exonera ligeramente a los más humildes, entre otras cosas. A pesar de la timidez de algunas medidas adoptadas y de la alianza con fuerzas conservadores, el Gobierno está logrando rebobinar buena parte del legado de Jair Bolsonaro.

Lula está priorizando la restauración de políticas públicas suprimidas o reducidas por el anterior Gobierno, como el Minha Casa Minha Vida (viviendas sociales), el histórico Bolsa Familia (ayuda directa a los más pobres), el programa Mais Médicos (contratación de médicos en regiones remotas), el Ministerio de Cultura (degradado por Bolsonaro a secretaría) o medidas de apoyo a la conservación ambiental, la educación superior o la investigación científica.

Algunas leyes, como el decreto que acaba con la flexibilización del uso de armas, tienen un estratégico valor simbólico, y ya tiene resultados: el registro de armas para defensa personal de 2023 fue el menor desde 2004. Con el relanzamiento del Programa de la Aceleración del Crecimiento (el Novo PAC), centrado en la construcción de infraestructuras, Lula intenta dar continuidad a políticas públicas de los gobiernos del Partido dos Trabalhadores (2003-2016) interrumpidas por el bolsonarismo.

Por otro lado, Lula ha aprobado la ley de igualdad salarial entre hombres y mujeres, un nuevo impuesto para millonarios que traen al país dinero de fondos offshore y un aumento del salario mínimo ligeramente por encima de la inflación.

Minorías ausentes

Paradójicamente, la mayoría de promesas electorales pendientes están relacionadas con las minorías. Los recién creados Ministerio de los Pueblos Indígenas y Ministerio de Igualdad Racial, además del Ministerio de la Mujer, a pesar de su peso simbólico y de algunos programas lanzados, no han tenido el protagonismo esperado.

Cuando los intereses de las minorías han chocado contra los aliados conservadores del Gobierno, Lula se ha puesto de perfil. Por otro lado, el presidente ha perdido la oportunidad de nombrar a la primera ministra negra al Supremo Tribunal Federal (STF). Ignorando la presión de la sociedad civil, Lula acabó apostando para el puesto vacante por Flávio Dino, hasta entonces ministro de Justicia. “Necesitamos cambiar la fotografía del poder de Brasil y tener diferentes cargos con más personas negras. Desafortunadamente, vamos a tener un Supremo sin una persona negra”, declaró la diputada Talíria Petrone al periódico Folha de São Paulo.

Aunque la izquierda y los movimientos sociales mantienen un pacto de no agresión a Lula, algunos sectores empiezan a perder la paciencia. Julie Wark y Jean Wyllys (popularísimo exdiputado del izquierdista Partido Socialismo y Libertad, PSOL) repasan en un duro artículo las promesas incumplidas de Lula.

Los autores denuncian la brecha existente entre los contundentes discursos de Lula en la ONU y los hechos, entre las promesas ambientales de Lula en la cumbre internacional Cop28 y la apuesta de Brasil por los combustibles fósiles y su ingreso a la Organización de Países Productores de Petróleo, OPEP.

“Lula no acepta los grandes retos de un nuevo liderazgo radical que podría haber ayudado a sacar a la política mundial del aprieto en el que se encuentra”, escriben Julie Wark y Jean Wyllys. Aún así, los autores dejan abierta la puerta a un cambio de rumbo político: “Le quedan tres años por delante para evitar caer en un fraude electoral total, para hacer justicia a su historia y a su reputación, aunque eso signifique dejar el poder en 2026”.

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