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ANÁLISIS

Israel, 75 años después: violencia, extremismo y soledad radical de los palestinos

Soldados israelíes patrullan en el sur de Hebrón (Palestina).

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Israel acaba de celebrar sus primeros 75 años de existencia como Estado ubicado en la Palestina histórica en la que la ONU, con el claro respaldo británico, le concedió poner en marcha el proyecto sionista de crear un hogar nacional judío después de siglos de diáspora. El mismo objetivo al que, décadas después, siguen aspirando también los palestinos.

Son, y no por casualidad, los mismos 75 años que han transcurrido desde la 'Nakba', la catástrofe nada natural que sufrieron los palestinos a manos de los que de inmediato aprovecharon las circunstancias a su favor para materializar su sueño político, aunque fuera a costa de arruinar otro similar que tenían los que mayoritariamente habitaban Palestina en aquel momento –en una relación de 70 a 30, favorable a los palestinos–.

Después de seis guerras, dos intifadas e innumerables episodios de violencia diaria y violaciones del derecho internacional y de los derechos humanos, Palestina creía haberlo visto todo. Pero la formación del nuevo gabinete ministerial israelí el pasado diciembre, liderado otra vez por Benjamin Netanyahu, nos ha situado ante una coyuntura excepcional de la que desgraciadamente, como acaba de ejemplificar el balance cosechado durante el reciente ramadán, no cabe esperar nada bueno.

El mundo mira a otro lado

Por un lado, la agenda internacional ya está enfrascada en otras cosas. Hasta los infaustos Acuerdos de Abraham –firmados por Israel con varios países árabes–, la cuestión palestina formaba parte de la agenda tanto de las grandes potencias como de las principales organizaciones internacionales, aferradas todavía a un Proceso de Paz, iniciado en Madrid en octubre de 1991, que durante un tiempo concitó esperanzas de que se llegara a un acomodo aceptable para ambas partes con el objeto de crear dos Estados viables en ese exiguo territorio de no más de 22.000 kilómetros cuadrados.

Pero, como remate fúnebre de los esfuerzos realizados hasta entonces, Donald Trump se encargó de certificar su muerte alineándose abiertamente con Israel. De un solo golpe, logró despejar el camino a su principal aliado en Oriente Próximo para cumplir sus deseos, la aceptación de la normalización de relaciones con Tel Aviv por parte de varios países árabes y, como contrapartida, el olvido generalizado de la causa palestina.

Desde entonces, y más aún con las urgencias derivadas de la guerra en Ucrania y la muy visible tensión en el área Indopacífico, los palestinos se han quedado radicalmente solos y, en términos generales, fuera de la atención mediática y política internacional. O, lo que es lo mismo, Israel dispone desde entonces de un mayor margen de maniobra para seguir adelante con su estrategia de hechos consumados sin freno alguno.

Brecha interna

Mientras tanto, los palestinos aparecen fragmentados, sin que haya sido posible cerrar la brecha interna que se abrió tras las últimas elecciones palestinas –hace más de 17 años–, cuando Hamás no logró traducir en poder su victoria en las urnas por la resistencia de quienes entonces lo ocupaban. Hace ya mucho tiempo que el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, ha dejado de concitar la más mínima esperanza entre su propia gente, crecientemente crítica sobre su gestión, sin que su pésimo balance quede explicado solamente por la ocupación israelí.

Sin atisbo alguno de que dicha fragmentación vaya a ser superada y sin elecciones a la vista, no puede sorprender que la población palestina, tan machacada en Gaza como en Cisjordania –sin olvidar a los millones de refugiados que malviven en Líbano, Jordania o Siria–, mire el futuro con temor.

La agenda de un gabinete extremista

Más aún si se tiene en cuenta la agenda con la que ha entrado en escena el nuevo Gobierno israelí. En primer lugar, hay que entender que su existencia no es debida a ningún golpe de Estado o a una confabulación esotérica, sino a la voluntad de los votantes israelíes, los mismos que en sus movilizaciones para frenar el empeño personal de Netanyahu y sus socios por blindarse judicialmente en nombre de la democracia no hacen mención al régimen de apartheid en el que se ha convertido Israel.

A partir de ahí, se entiende que el gabinete más extremista de la historia de Israel se centre en rematar la tarea de sus predecesores. Eso incluye seguir adelante con la expansión de los asentamientos, la marginación de los árabes israelíes (20% de los 9,3 millones de israelíes), el desprecio a la ONU, el uso de la fuerza extrema contra la población ocupada, el intento por eliminar la existencia de la UNRWA, los ataques selectivos en Siria o Líbano.

Es cierto que existen algunos elementos que todavía perturban sus planes, como el hecho de que la opinión pública estadounidense parezca ahora menos complaciente con el apoyo prestado por Washington o que la campaña BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) siga viva. Pero, a fin de cuentas, saben que ninguno de esos factores tiene peso suficiente para llevarle a modificar su rumbo, que viene marcado por su voluntad de aprovechar la ventaja que le concede su innegable superioridad de medios, el apoyo de la mayoría de su propia población y el respaldo o la amnesia de los actores que realmente cuentan. Y a los palestinos, ¿quién está realmente dispuesto a apoyarlos?

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Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).

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