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Kiribati, el atolón que se ahoga

Kiribati, el atolón que se ahoga

Alberto Arce / Alberto Arce

Anote Tong es experto en metáforas animales. Dice que si los kiribatianos pudieran acelerar su evolución y lograran adaptarse a respirar por branquias antes de que termine el siglo, cuando el mar inunde su país, al menos tendrían una oportunidad de sobrevivir. Nadando.

Y protesta.

Sus compatriotas son –el mundo los ve, los usa- como los canarios que los mineros utilizaban para bajar a la galería y detectar el grisú.

Apenas alarmas ambientales de las que se puede prescindir.

Kiribati es más que un país. Es un lugar que redimensiona el concepto de urgencia. Es un inmenso atolón de coral que en ningún punto supera los dos metros de altura ni los dos kilómetros de ancho y sobrevive en el Pacífico central, crucificado sobre dos líneas, la del Ecuador de Norte a Sur y la que separa las dos zonas horarias, de Este a Oeste.

En la intersección entre espacio y tiempo, todo aquello que se le agota, Kiribati es víctima de aleteos de mariposa. Del calor que liberan los pedos de carbono de permafrosts y chimeneas varias que calientan atmósfera y mar, que derriten hielo, que se comen islas.

Anote´s Ark, uno de los documentales de referencia de este año, sigue a Anote Tong, que fue presidente de Kiribati de 2003 a 2016, en su búsqueda de soluciones por el mundo. Una vertiginosa combinación de imágenes que contraponen la belleza espectacular del océano con lo minúsculos que son quienes lo viven desde una cámara que juega a hundirse en el mar para que veamos la isla desde abajo, desde donde se perdió. Desde donde la viven las personas que ya están sufriendo el cambio climático en sus pieles y desarraigos.

Tong asume que a las islas en las que viven poco más de 100.000 compatriotas se les aplican las tres verdades más repetidas de cuanta conferencia internacional sobre el cambio climático ha sido. La primera: Que está sucediendo. La segunda: Que lo hemos provocado los seres humanos. La tercera: Que como Kiribati desaparecerá sumergido por el mar antes de que termine el siglo toca decidir cómo, cuándo y hacia dónde embarcar a su gente.

Una de las propuestas que Tong maneja, porque es evidente que lo de las branquias no va a suceder y lo del canario no pasa de metáfora, es la necesidad de comprar tierra en las Islas Salomón, Australia o Nueva Zelanda para sobrevivir. Y para desarrollar el derecho internacional, que plantea preguntas: ¿tendrán garantizado el derecho de residencia si la tierra es suya? ¿Qué sucederá con sus pasaportes? ¿Con sus aguas territoriales y la pesca incluida en el mar que les corresponde y del que ahora viven?

La otra propuesta, más cara y tecnológica, es desarrollar una o varias islas artificiales. Está por ver quien las pagaría. Con ambas opciones, más preguntas: ¿Se mudarán todos a la vez? ¿Será voluntaria esa migración? ¿Cambiará de una vez por todas la definición de refugiado, tan inadaptada, para incluir a los refugiados del clima?

Al discurso político, visionario, apocalíptico también, de Tong le responde la vida diaria de Sermary Tiare, una mujer trabajadora que no ha podido permitirse la espera ni el debate. Es una de las 75 kiribatianas que han conseguido un permiso de residencia en Nueva Zelanda debido al aumento del nivel del mar. Zarpó sola antes de que Tong haya podido construir el arca. No tuvo opción. Sermary, que un día pescó a cuchillo y red en el océano junto a su marido y hoy, ya migrante (¿desplazada? ¿refugiada?) recoge kiwis en una granja en Nueva Zelanda después de que un tifón inundara su casa, su islote.

La contraposición de ambas vidas y planteamientos, con sus dilemas, es poesía visual poderosa. Uno de los logros del documental de Matthieu Rytz es presentar los gráficos y cifras, las proyecciones de una investigación científica que, por repetida y de consecuencias aparentemente lejanas en el tiempo, no impacta al público ni modifica políticas y ofrecer una fusión de vidas diversas, de lógicas contradictorias, de responsabilidades y urgencias. Hoy, ahora, ya. No es fácil hilvanar una pieza visual que logre cruzar la ciencia más elevada con los caminos de presidentes y migrantes (¿desplazadas? ¿refugiadas?)

Tong habla desde la legitimidad de la razón y sus derrotas. Tong tiene razón. Lo sabe. Pero perdió las elecciones. Porque su concepto de la urgencia no coincidió con el de la oposición. Más cercano al de los votantes. Si la desaparición de un país dentro de 40, 50 o 100 años es urgente, la mortalidad infantil o el empleo de hoy son más importantes para los kiribatianos.

Para Sermary, que habla de su vida de hoy, lastrada por los Kiwis que carga, el futuro del planeta es un problema relativo. Su vida, un problema absoluto. En ese conflicto que cruza espacio y tiempo, vive, languidece, Kiribati.

Tras Kiribati, Shishmarief, en la península de Nome, al oeste de Alaska, otro pueblo que también se come el mar a medida que el permafrost se derrite y las olas golpean su costa. Está también Holanda. Sus muros. Tic-tac. Hemos entrado en esa nueva era que llaman del Antropoceno en la que los humanos intervenimos sobre el cambio en el planeta. Todos somos responsables de lo que sucede a otros por culpa del cambio climático.

Un periodista le pregunta al Presidente Tong, con intención abandonista, cínica, disgregadora:

- “¿Si el cambio climático es irreversible, porqué seguir tratando de salvar Kiribati?

- “Porque después de Kiribati va el resto. Es cuestión de tiempo”, responde Tong.

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