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ANÁLISIS

La memoria en la era de la impunidad

La policía filipina confisca un mural que representa la libertad de prensa y la masacre de Maguindanao, en diciembre de 2019.

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“Querido Peter: Llevo mucho tiempo esperando para escribirte, pero las últimas noticias han dejado en claro que permanecer en silencio es, simplemente, peligroso.

Mis antiguos colegas están en prisión. Durante muchos meses, a mis amigos y a mí nos ha resultado difícil llamar la atención de los medios de comunicación mundiales. Ahora ha ocurrido algo que ha capturado la atención de las principales agencias de noticias, pero me pregunto cuánto durará. ¿Hay alguna manera de mantener esta atención? Me siento como si todos aquí fuésemos rehenes. Y eso da miedo. Ahora todo, cualquier delito, se ha vuelto posible aquí“.

El verano pasado, recibí desde Bielorrusia este mensaje de un amigo, un par de días después de que el dictador de ese país, Alexander Lukashenko, utilizara un avión de combate MiG para el aterrizaje forzoso de un vuelo comercial internacional que estaba atravesando “su” espacio aéreo y detuviera a un periodista bielorruso y a su novia, que creían estar seguros viviendo en Lituania. Pocos días después, el periodista capturado, Roman Protasevich, apareció en la televisión estatal con marcas de tortura visibles y confesó su traición. La escena recordaba a los juicios espectáculo instigados por el estalinismo.

Hubo cierta indignación entre lo que nos gusta llamar la comunidad internacional; se utilizaron las palabras “secuestro” e incluso “acto terrorista”. Y después, como temía mi amigo, todo fue olvidado. Lukashenko se enfrentó a consecuencias leves, como la prohibición de que la aerolínea estatal bielorrusa volara a Europa. Su mensaje a cualquiera que se atreviera a oponerse a él era más potente: Puedo hacer lo que quiera contigo, dondequiera que estés.

Me costó responder a la petición de mi amigo. Para que un único acontecimiento sea recordado, debe estar sostenido por una historia mayor en la que pueda desembocar. Cualquiera que haya jugado a un juego de memoria sabe que se recuerdan cosas al ponerlas en una secuencia en la que adquieren importancia como parte de un todo mayor. Del mismo modo, en los medios de comunicación y en la política, una escena solo tiene poder cuando forma parte de un relato más amplio.

Pero los escandalosos crímenes de Lukashenko no encajan dentro de una cadena de significados más grande. Y no se trata solo de Bielorrusia. De Birmania a Siria, de Yemen a Sri Lanka, tenemos más pruebas que nunca de crímenes de lesa humanidad: torturas, ataques químicos, bombardeos con barriles, violaciones, represión y detenciones arbitrarias. Pero a las pruebas se les dificulta captar la atención, por no hablar de suscitar consecuencias. Tenemos más oportunidades de publicar, no estamos limitados por la geografía, nuestra audiencia es potencialmente global. Sin embargo, la mayoría de las revelaciones y de las investigaciones no tienen eco. ¿Por qué?

Un relato conectado se rompe

El colapso de la Unión Soviética debería haber estimulado la introspección y animarnos a no excluir a nadie del relato de los derechos humanos contra la represión política. Y, por un momento en la década de 1990, esto parecía posible. Cuando la ola de democratización derrocó tanto a las dictaduras pro-soviéticas como a las pro-estadounidenses en todo el mundo, cuando se creó el Tribunal Penal Internacional en La Haya en 1998, cuando las intervenciones humanitarias se llevaron a cabo con éxito desde los Balcanes occidentales hasta África oriental, parecía que la justicia se impartiría más equitativamente.

Pero entonces ocurrió algo diferente. En lugar de dejar entrar a más personajes en el relato de los derechos humanos, todo el entramado se derrumbó. Una situación en la que algunas víctimas recibían más atención que otras fue sustituida por una situación en la que ninguna víctima recibía atención de forma sostenida. Los horrores de la Segunda Guerra Mundial habían obligado al mundo a adoptar la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, al menos en principio. Tras la Guerra Fría, las catástrofes en Srebrenica y Ruanda habían fomentado las intervenciones humanitarias y el “derecho a proteger”.

En anteriores crímenes de lesa humanidad, la ignorancia siempre era una excusa. Desde Auschwitz hasta Srebrenica y Ruanda, los dirigentes podían alegar que desconocían los hechos, o que éstos eran equívocos, o bien que los acontecimientos se habían desarrollado con tanta rapidez que resultó imposible actuar. Pero ahora tenemos acceso medios de comunicación omniscientes que a menudo nos aportan pruebas abundantes e instantáneas que, sin embargo, resultan menos significativas que antes. El cuadro de los crímenes sigue siendo un desorden de imágenes rotas.

Esto parecía diferente en la Guerra Fría. En aquel entonces, parecía haber una conexión entre poner un freno a un único disidente soviético y una lucha geopolítica, institucional, moral, cultural e histórica más amplia. Los medios de comunicación, los libros y las películas de la época contaban las historias de discretos presos políticos y de abusos a los derechos humanos como parte de un relato más abarcativo dentro de la gran batalla de la libertad contra la dictadura, una batalla por el alma de la historia. Y toda esta historia hacía que la gente en las democracias se sintiera mejor consigo misma y formara parte de una identidad: estamos del lado de la libertad frente a la tiranía. Había instituciones que apoyaban este mensaje y esta identidad. Los presos políticos se sentían menos vulnerables cuando sus detenciones eran anunciadas en la BBC o en Radio Free Europe, recogidas por Amnistía Internacional, anunciadas en la ONU y expuestas por los presidentes de Estados Unidos en cumbres bilaterales con los dirigentes soviéticos.

En conjunto, todos estos elementos mantenían viva la atención. Y que los propios pecados de Occidente, como el programa de asesinatos encubiertos de la CIA y los golpes de Estado en la década de 1970, fueran revelados suponía la existencia de un marco mediante el cual captar la atención y la indignación del público occidental.

Existía lo que podríamos llamar un “gran relato” que informaba y envolvía todo, desde el comportamiento de los estados hasta la literatura y el arte, pasando por el modo en que la gente se pensaba a sí misma. Estaba ligado a los ideales ilustrados de “progreso” y “liberación”, donde los hechos y las pruebas eran algo que debía respetarse, confirmarse o refutarse mediante argumentos racionales o pruebas verificables. Incluso el régimen soviético se aferró a un lenguaje y una visión del mundo en los que los derechos -los derechos de los pueblos colonizados y de los económicamente oprimidos, principalmente- podían importar, al menos en teoría. Incluso firmaron compromisos en materia de derechos humanos, lo que permitió a los disidentes soviéticos exigir a los dirigentes del Kremlin que “obedecieran sus propias leyes”.

Los cheques extendidos en 1945 a las personas más vulnerables del mundo —marcados como ‘derecho internacional humanitario’— están siendo rebotados

En este concurso de grandes ideas, en el que cada bando proclamaba sus ideales como superiores, se abrió un espacio para que los disidentes exigieran a las potencias que estuvieran a la altura de sus propios ideales. En la periferia, estos ideales fueron invocados a la hora exigir el apoyo de los movimientos de liberación, colonizados por uno u otro bando.

Los grandes relatos, por supuesto, tenían sus problemas. A menudo privilegiaban a las víctimas de las ideologías rivales y dejaban a su paso puntos ciegos del tamaño de un continente. Los sacerdotes asesinados en Polonia por los comunistas recibían más atención en los medios de comunicación occidentales que los sacerdotes asesinados por los aliados de Estados Unidos en El Salvador. Las represión a las rebeliones en Budapest y Praga por parte del Ejército Rojo recibió una cobertura infinitamente más intensa que la que mereció la violencia ejercida sobre las rebeliones anticoloniales contra la ocupación británica en Kenia.

Sin embargo, en palabras de David Miliband, exministro de Exteriores británico y actual director del Comité Internacional de Rescate, “los cheques extendidos en 1945 a las personas más vulnerables del mundo —marcados como ‘derecho internacional humanitario’— están siendo rebotados”. Hemos entrado en lo que Miliband llama la “era de la impunidad”: “Una época en la que los militares, las milicias y los mercenarios en los conflictos de todo el mundo creen que pueden salirse con la suya, y como pueden salirse con la suya, hacen de todo”.

En parte, el colapso vino desde dentro. El lenguaje de los derechos y las libertades fue vaciado por líderes que lo utilizaron mal, dejando tras de sí cáscaras vaciadas de significado. El régimen soviético destrozó el lenguaje de la justicia económica y la igualdad, de modo tal que incluso hoy la mera mención del término “socialista” es un anatema para muchos en el antiguo bloque comunista. En Occidente, el lenguaje altruista que distinguía entre libertad y tiranía fue puesto al servicio de guerras de agresión y mancillado por las inevitables consecuencias del conflicto bélico.

En 2003, antes de la invasión estadounidense de Irak, el presidente George W. Bush vinculó deliberadamente las batallas de la Guerra Fría con su visión de Oriente Medio, prometiendo que “la democracia triunfaría” y que “la libertad puede ser el futuro de cada nación”. En lugar de ello, la invasión trajo consigo una guerra civil y cientos de miles de muertos, potenció el poder de Irán y convirtió a Siria en el punto de apoyo de un nuevo eje autoritario. Entre los habitantes de las democracias ricas, engendró cinismo y los alejó de su propia identidad. Aquellas palabras, imbuidas de un poderoso significado en Berlín Oriental y Praga, perdieron su propósito en Bagdad. Las imágenes, también.

Junto con esta podredumbre interna estaba el ataque externo. El gran leitmotiv de la propaganda rusa contemporánea (y, ahora, la china también) es que el deseo de libertad y la lucha por los derechos no conducen a la prosperidad sino a la miseria y al derramamiento de sangre. A los canales de propaganda rusos les gusta empalmar tomas de revoluciones impulsadas por el pueblo en Siria o Ucrania con imágenes de los conflictos subsiguientes en esos países, como si la guerra fuera el producto inevitable de las revueltas, en lugar de la respuesta de los regímenes dictatoriales para acabar con ellas. A diferencia de la democracia, dice el no tan sutil mensaje, las dictaduras son fuertes y estables.

Del gran relato a la historia cohesiva

El Premio Nobel de la Paz de 2021 fue compartido por dos periodistas: Maria Ressa, directora de Rappler, en Filipinas, y Dmitry Muratov, director de Novaya Gazeta, en Rusia. Y si observamos su trabajo con detenimiento, vemos que surge algo interesante.

La situación de Maria Ressa podría haber sido totalmente esotérica para el mundo. Es una periodista que sufre ataques por parte del Gobierno filipino por criticar las ejecuciones extrajudiciales cometidas bajo el mandato del presidente Rodrigo Duterte. Los periodistas son atacados a diario en todo el mundo y, en Filipinas, son asesinados con regularidad, sin captar mucha atención en el extranjero. Incluso los asesinatos masivos de los que informó Ressa (que forma parte de la junta directiva de Coda Story), con miles de muertos a manos de bandas progubernamentales, rara vez merecen un titular mundial. Sin embargo, la historia de Ressa llamó la atención. ¿Cómo?

Cuando investigó lo que le estaba sucediendo, Ressa vio que había algo en la manera de atacar de Duterte —en su uso de ejércitos de trolls y milicias cibernéticas para intimidar, difamar y romper a sus oponentes— que era a la vez nuevo y universal. No se limitaba a imponer la censura, sino que sobrecargaba las redes sociales con ruido, de modo que la verdad quedaba obliterada y la realidad, distorsionada. María vio que su historia no se trataba solo sobre Filipinas, sino también sobre Facebook, los daños de las redes sociales, la anarquía de la desinformación digital. Su campaña, y la forma en que contó su historia, no solo llegó al Palacio Presidencial de Manila, sino también a Silicon Valley, a todas las elecciones distorsionadas por la manipulación en línea, a todos los conflictos alimentados por las campañas digitales de odio, a todas las mujeres o minorías intimidadas o acosadas en las redes sociales, a todos los padres preocupados por lo que les ocurre a sus hijos en la internet. Su historia se volvió fundamental para cualquier legislador o funcionario que piense en cómo regular esta nueva frontera. Actualizó la forma de pensar sobre la libertad de expresión en la dimensión digital, lo que obligó a las empresas tecnológicas a admitir que las campañas coordinadas no auténticas no son un discurso legítimo, sino una forma de censura. Que una persona real diga algo desagradable está bien. Pero que un puñado de trolls se hagan pasar por miles de personas inexistentes que dicen lo mismo es algo diferente.

Y la investigación de Ressa unió países que nunca habían sido puestos en la misma oración. Nadie había pensado en Rusia y Filipinas juntos. Los disidentes de un país no se reúnen con los del otro. Durante la Guerra Fría, estaban en bandos diferentes. Pero ahora estas dos capitales de la manipulación online pasaban a formar parte de una historia coherente. María se fijó en las investigaciones de los periodistas rusos para entender lo que ocurría en su propio país, y empezó a ver a Rusia y a Filipinas como un único frente del autoritarismo digital.

Y Rusia fue uno de los lugares donde vio la luz otro asunto aparentemente local que se convirtió en una historia de alcance global. Cuando los activistas y periodistas rusos intentaron por primera vez contar al mundo, a comienzos de la era Putin, cómo su régimen se basaba en robar dinero perteneciente a los activos del Estado para después blanquearlo en países occidentales, la mayoría se encogió de hombros. ¿A quién le importa? Puede que sea malo para Rusia, pero hizo que Londres y Nueva York se enriquecieran, y que el Kremlin se debilitara. Hizo falta una década de lentos y dolorosos argumentos y de recopilación de pruebas para demostrar que la corrupción en Rusia, África, Asia Central y Oriente Medio no era tan solo una tragedia local. También nos afectaba a nosotros.

Era una forma de infiltrarse y debilitar las democracias, de comprometer nuestra política exterior, de sobornar a los políticos, de financiar a la extrema derecha. Creaba una élite que utilizaba su poder y su influencia para iniciar guerras y salirse con la suya, porque los países de Occidente dependían ahora de las inversiones corruptas. Estaba creando un mundo en el que los ricos globales vivían bajo otras reglas, libres en todo lugar de los tribunales nacionales, lo que, a su vez, alimentaba la desigualdad y la ira que quebrantaba la confianza de la gente en las instituciones democráticas. Y el enemigo no era únicamente el Kremlin, sino también los intermediarios y blanqueadores de dinero en respetables oficinas de Nueva York y Londres.

Era un reto demostrar que la tragedia de un hospital del norte de Rusia, saqueado por burócratas que compraban propiedades en Londres, era también algo que debía preocupar a la gente del Pentágono. Hoy, la corrupción (o, para ser más precisos, la cleptocracia y el blanqueo de dinero) se ha convertido en una parte central de la agenda de seguridad para la nueva administración estadounidense. Pero han sido necesarios años de trabajo para desenterrar los vínculos que yacen ocultos bajo el barullo de las noticias y el narcisismo de las redes sociales, y para transformar algo aparentemente secundario en una historia que atraviesa todas nuestras vidas.

Descubrir por qué un problema en Manila también tiene que ver con Silicon Valley y con Moscú y con usted

Entonces, esa es la tarea: desenterrar los hilos vinculados entre sí, raíces entrelazadas de los problemas que atraviesan el mundo con más intensidad que nunca, y cuya importancia a gran escala está aún por descubrirse. Antes, el gran relato de la democracia nos sobrevolaba, como un avión al que se podía subir desde una plataforma llamada “derechos humanos”.

Ahora es como si trabajáramos con palas. Hurgamos en un montículo que parece una simple anomalía en un rincón del jardín, pero que al excavar y tirar, sus raíces nos llevan al jardín de al lado. Esta es una nueva misión para el periodismo. Descubrir por qué un problema en Manila también tiene que ver con Silicon Valley y con Moscú y con usted. Encontrar la repentina intersección entre países en los que nadie había pensado antes como parte de un único mapa. Porque estas nuevas líneas están ahí: no hay que crearlas, hay que desenterrarlas. Y entonces un acontecimiento discreto puede resultar significativo para muchos. Un artículo de periódico puede resonar a través de las fronteras. Nuevos públicos, que ni siquiera pensaban que tenían algo en común, pueden unirse. Y este nuevo periodismo tiene que hacer algo más que trazar nuevas líneas y conectar a nuevos públicos: tiene que establecer un marco para el debate que ofrezca una solución a los problemas que saca a la luz, ofreciendo a sus audiencias la oportunidad de transformarse de actores pasivos a partícipes en la formulación de un futuro.

Porque aunque el viejo relato de las “olas de democratización” y las “declaraciones de derechos humanos” —fáciles de definir y cercanas a uno— se haya desvanecido, la gente sigue arriesgando su vida y su sustento para protestar y luchar para… bueno, ¿para qué? En los últimos años hemos visto más protestas en todo el mundo que en cualquier otro momento de las últimas décadas. De Hong Kong a Tbilisi, de Sudán a Chile. Y, por supuesto, Bielorrusia. Bielorrusia, a la que siempre se creyó feliz con su dictador depravado, satisfecha con el compromiso entre la estabilidad y el Gobierno de un solo hombre. Y tan repentina como imposiblemente, todo el país se levantó. No solo los liberales urbanos, sino también los pensionistas y los trabajadores de las fábricas.

Pero, a diferencia de lo ocurrido en 1989, no pensamos en todas estas protestas en conjunto. No las vemos como parte de una Historia inevitable y coherente. Los derechos que reclaman son muy diferentes. Los regímenes contra los que luchan no necesariamente se atienen a las viejas distinciones entre democracias y dictaduras. Y sin embargo, algo sigue punzando a la gente. Una especie de impulso subyacente, una necesidad que no puede ser satisfecha. ¿Qué es lo que conecta a todos estos movimientos diferentes? ¿Qué encontraremos en nuestro proceso de excavación? Tal vez haya algo coherente en el fondo. Todos los hilos que conducen a un todo, a algo vivo, enorme, que todo lo recuerda, global, terrible. Algo que está preparándose para dar a los épicos caudales de pruebas, a los terabytes de datos que registran abusos y crímenes contra la humanidad un propósito y un sentido.

Este artículo ha sido galardonado con el European Press prize 2022 y fue publicado originalmente por Coda Story. La republicación de este artículo ha sido posible por la generosidad del premio. Visite europeanpressprize.com para más ejemplos de periodismo premiado. El artículo ha sido distribuido por el servicio de republicación Voxeurop.

Traducción de Julián Cnochaert.

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