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The Guardian en español

El plan de Nueva York para construir cárceles verticales en rascacielos

Prototipo de una de las cuatro cárceles de 45 pisos en Nueva York. La altura de las torres se ha reducido a 29 pisos.

Oliver Wainwright

Parece una lápida gigante, un bloque rectangular monumental que se alza sobre las calles del Barrio Chino en Manhattan, tapando gran parte del cielo. Este gigante gris tiene pequeñas rendijas que son las únicas ventanas: una para cada uno de los 1.400 reclusos que pueden habitar este depósito humano vertical.

Esta visión distópica de una futura Gotham es la imagen del boceto arquitectónico de una de las cárceles rascacielos propuestas para Nueva York, difundida a principios de este año, cuando el alcalde Bill de Blasio anunció una serie de reformas de gran alcance en el sistema penal. El proyecto trazaba la idea de una de las cuatro nuevas cárceles planificadas para los distritos de Manhattan, Brooklyn, Queens y el Bronx, pensadas para reemplazar el violento, derruido y criticado complejo carcelario en la Isla de Rikers, llamado el “Guantánamo de Nueva York”.

La altura de estas nuevas cárceles rascacielos luego fue reducida de 45 plantas a un máximo de 29, pero el daño ya estaba hecho. Las imágenes de estos toscos silos de hormigón simbolizaban una perspectiva de “amontónalos y acumúlalos”, que ha sido criticada tanto por las personas que promueven reformas carcelarias, como por las comunidades donde se construirían estos bloques fortificados.

Sin embargo, si se diseñaran correctamente para integrarlos a su entorno, ¿podría esta nueva generación de correccionales urbanos tener un aspecto positivo?

Rikers, la fábrica de la desesperación

Hay buenas razones para celebrar la decisión de cerrar la Isla de Rikers, una medida que por fin fue aprobada por el Ayuntamiento el pasado octubre, tras meses de intensas audiencias públicas. “Un modelo de reclusión masiva que mancha todo lo que toca”, fue el veredicto del exjuez principal del Estado, Jonathan Lippman, que encabezó una comisión independiente que analizó el sistema judicial de la ciudad en 2017. Un exrecluso convertido en activista describió el complejo de Rikers como “una fábrica de desesperación”.

Situada en el Río Este, frente al aeropuerto de LaGuardia, la Isla de Rikers ha sido un vertedero durante generaciones. Durante la Guerra Civil, fue utilizada para entrenamientos militares, hasta que, a finales del siglo XIX, se convirtió en un basurero. Entonces, las montañas de cenizas de las cocinas de carbón le daban un brillo surrealista por la noche, ardiendo como un volcán en medio del río. En 1932, fue inaugurada la primera cárcel, con una capacidad planificada para 2.200 reclusos, pero en unos pocos años, ya albergaba a 3.000 presos.

La expansión de la cárcel y el vertedero de la isla siguió aumentando, hasta llegar a su máximo de 20.000 reclusos en la década de 1990. El complejo se ganó una despreciable fama por su violencia sistémica y su brutalidad, perseguido por repetidos escándalos. En palabras de De Blasio, la isla es “una vergüenza urbana, costosa y en ruinas”.

Pero el plan de cerrarlo no es nada fácil. Tampoco lo es el proyecto de 7.850 millones de euros para construir cuatro cárceles nuevas que la reemplacen en 2026. En primer lugar, las propuestas están pensadas para un número mucho menor de reclusos: se estima que los actuales 7.000 se reduzcan a 3.300, el número más bajo desde 1920. Elizabeth Glazer, directora de la oficina de Justicia Penal del Ayuntamiento, afirma que este objetivo es absolutamente alcanzable.

“Este es un proyecto de desencarcelamiento”, señala. “Ha habido un importante cambio en la forma en que pensamos el propósito de las penas, la forma en que tratamos a la gente, cómo desarrollamos una relación entre los reclusos y el personal penitenciario”.

Glazer asegura que, en los últimos seis años, la población carcelaria de la ciudad bajó en un 40%, a la vez que ha bajado el índice delictivo, convirtiendo a Nueva York en la gran ciudad estadounidense más segura y con menos población encarcelada del país. Sin embargo, algunas instituciones, como la Asociación Ling Sing del Barrio Chino, cuestionan incluso que sean necesarias las cárceles. Su proyecto propone la demolición de las actuales instalaciones de Rikers y la construcción de un nuevo e innovador complejo que incluya hospital y servicio de salud mental, gimnasios y campos de deportes, centros de formación profesional y una zona de granja. El grupo abolicionista No New Jails (Sin Cárceles Nuevas) ha propuesto cerrar Rikers y no construir nada para reemplazarla.

Una gran población de reclusos en una zona urbana de alta densidad tiene sus contras. Construir una cárcel rascacielos en un barrio urbanizado implica ponerle ventanas muy pequeñas, para evitar que se convierta en un mirador, mientras que las escaleras, los ascensores y los servicios mecánicos tienen que estar reforzados. El espacio al aire libre necesariamente será poco. En un momento en que la población carcelaria está envejeciendo rápidamente, la lógica de tener una prisión de muchas plantas es discutible.

“Dos de las cosas más importante que necesita un recluso es privacidad y libertad de movimiento”, remarca Yvonne Jewkes, profesora de criminología en la Universidad de Bath, cuyo trabajo se ha enfocado en los efectos sociales y psicológicos de la arquitectura carcelaria. “Es difícil imaginar que pueda haber mucho movimiento en un espacio tan pequeño, y es posible que la privacidad también sea limitada en una instalación tan densamente poblada”.

Jewkes cita ejemplos como el Centro Correccional Metropolitano de Chicago, construido en 1975, un icono de la arquitectura carcelaria brutalista que se erige en forma de un triángulo de 28 plantas en medio de la ciudad. Con ventanas de menos de 13 centímetros de ancho y un pequeño patio de deportes en la azotea, el edificio demuestra las nefastas consecuencias arquitectónicas de apilar presos uno sobre el otro en una parcela pequeña. En las ciudades de San Diego y Nueva York se construyeron torres similares en la misma época, pero casi ninguna otra ciudad las ha copiado.

Jeanne Theoharis, profesora de ciencia política en Brooklyn College, describe el Centro Correccional Metropolitano de Nueva York como “una torre-mazmorra en medio del distrito financiero de Manhattan”, donde muchos sospechosos de pertenecer a grupos terroristas islámicos fueron detenidos en condiciones inhumanas durante años sin juicio alguno. ¿Qué garantía existe de que las cárceles que reemplacen a Rikers no repliquen estas condiciones y multipliquen por cuatro los problemas que ya existen en la isla?

Una alternativa accesible

La investigación inicial del Van Alen Institute, una organización de arquitectura y urbanismo sin fines de lucro, ofrece cierta esperanza. La investigación, que surgió de una comisión creada en 2017, tenía como objetivo pensar propuestas para una infraestructura carcelaria más sana y rehabilitante. Para ello, convocaron a arquitectos, psicólogos ambientales, expertos en derecho penal, exreclusos y miembros de la comunidad de diferentes distritos para estudiar cómo podría ser la nueva generación de “centros judiciales”.

“La accesibilidad surgió como una prioridad”, afirma Jessica Lax, directora del instituto. “Rikers tenía un diseño absolutamente inaccesible. Era muy difícil para familiares y abogados llegar a la isla. Muchos exreclusos relataron que el proceso de ingresar y salir de la isla era tan espantoso que no querían ir a los tribunales”. También asegura que otros factores importantes son el sonido y los olores. Rikers es famosa por su olor repulsivo, mezcla de orina y comida podrida, y el resonante sonido de gritos y golpeteo.

Los principios de cómo debería ser una red descentralizada de cárceles se enfocan en la cercanía a los tribunales, para facilitar el debido proceso y el acceso a abogados, y para enfatizar servicios posteriores a la liberación que ayuden a los reclusos a retomar una vida normal. Significativamente, las instalaciones podrían ser utilizadas tanto por reclusos como por vecinos de la zona, para aumentar las lazos de la comunidad y reducir el miedo y el estigma que rodean a las cárceles. Sus propuestas incluyen dedicar varias plantas de estos centros judiciales a cosas como bibliotecas, jardines comunitarios, centros de arte, gimnasios, clínicas médicas y servicios sociales, que puedan ser utilizados tanto por reclusos como por el público general.

Es un concepto radical que podría ayudar a reducir el estigma y colaborar en la reinserción social. Como dice Jewkes: “La sociedad tiende a transformar a los reclusos en ”otros“ peligrosos, y las cárceles están envueltas en mitos y mística. Siempre debemos intentar que las cárceles sean parte de la comunidad. Incorporar instalaciones que pueda usar otra gente podría ayudar a desterrar algunas ideas sobre 'ellos y nosotros'”.

De todas formas, no hay garantía de que las ideas del Instituto Van Alen se vayan a implementar. Hasta ahora, la ciudad ha contratado al gigante de la arquitectura corporativa, Aecom, y a los consultores Hill International para ayudar a desarrollar los informes y les ha pedido propuestas que se entregarán a principios de 2020.

“Contrataremos a los mejores y más capaces diseñadores del mundo”, afirma Jamie Torres Springer, primer vicecomisionado del departamento de diseño y construcción del Ayuntamiento de Nueva York, insistiendo en que darán prioridad al diseño de alta calidad. Aunque evita entrar en detalles. “Actualmente, estamos articulando nuestros objetivos y convirtiéndolos en lineamientos para los diseñadores”, dice. Aecom no respondió los pedidos de una entrevista.

Glazer asegura que las nuevas prisiones serán “verdaderas herramientas cívicas, tanto en su interior como en el exterior”, donde “se pensará mucho el espacio comercial externo como un espacio comunitario que sea apropiado en cada sitio”.

El espacio en el Bronx, señala Glazer, también incluirá viviendas accesibles. Al ritmo en que está disminuyendo la población carcelaria, puede no faltar mucho tiempo para que las cárceles sean convertidas en torres de pisos fortificados.

Traducido por Lucía Balducci

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