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OPINIÓN

La crisis de Ucrania vista desde Europa del Este: tememos que los occidentales vuelvan a darnos la espalda

Un soldado ucraniano patrullando en primera línea, cerca de la ciudad de Donetsk, este miércoles.

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Hay dos cuestiones sobre la crisis en Ucrania que son muy evidentes. En primer lugar, Vladimir Putin quiere reimponer el control ruso sobre Ucrania a cualquier precio. Su sueño político de restaurar la esfera de influencia soviética se refleja en una lista de “garantías de seguridad” que Rusia presentó a los gobiernos occidentales en diciembre de 2021. Según él, la OTAN debe volver a la situación anterior a 1997; Rusia, aparentemente, no necesita hacerlo.

En segundo lugar, independientemente de cómo gestione Putin la crisis actual, hay temores reales en el este y el centro de Europa de que las fronteras establecidas estén ahora amenazadas. Estos temores están fundados. Lo que parecía poco realista en los años inmediatamente posteriores a la guerra fría es ahora de nuevo una posibilidad real. Vuelven a surgir dudas sobre nuestra seguridad colectiva, junto con los recuerdos de un pasado traumático y no tan remoto.

Más concretamente, estamos hablando de más de un temor. La angustia de los países del centro y del este de Europa son existenciales. En los años 80, el escritor checo-francés Milan Kundera escribió que los pequeños países están constantemente angustiados por su existencia, porque su independencia se cuestiona repetidamente. Como se pone en duda incluso su presencia en el mapa, experimentan su soberanía de forma frágil y nerviosa. La amenaza militar rusa sobre Ucrania reaviva viejos traumas y, paradójicamente, no sólo los generados desde el este.

Otra angustia es, por decirlo sin tapujos, que Occidente vuelva a darnos la espalda. Los precedentes históricos de la pasividad occidental se están esgrimiendo ahora para defender no hacer nada. El columnista de The Guardian Simon Jenkins, por ejemplo, señala, al argumentar contra la intervención militar de la OTAN en Ucrania, que Occidente “sabiamente” no intervino en Hungría en 1956 ni en Checoslovaquia en 1968. Para los ciudadanos del centro y el este de Europa, estos paralelismos demuestran que los rusos no son los únicos que se empeñan en enmarcar los acontecimientos actuales en términos de guerra fría.

La crisis en Ucrania puede interpretarse de forma muy diferente según el lado del viejo telón de acero en el que se esté. Esta diferencia de perspectiva provoca sus propias malinterpretaciones y desconfianzas. La evacuación del personal de la embajada de Kiev puede entenderse como una “medida de precaución prudente” desde la perspectiva de Reino Unido; pero para los habitantes del este y el centro de Europa, puede tener un significado muy diferente. Sugiere una disposición a la retirada que reaviva para nosotros el trauma de haber sido obligados a formar parte del bloque soviético.

Inestabilidad en EEUU

La inestabilidad de la política exterior de Estados Unidos en los últimos años es otra fuente de ansiedad para los países del centro y el este de Europa, sobre todo porque la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán ha obligado a muchos aliados de Estados Unidos a reconsiderar sus prioridades estratégicas de seguridad.

Pero, de todos modos, ¿por qué habría que hacer caso a las inquietudes de los europeos del este, sobre todo teniendo en cuenta la ambigüedad que demuestran sus gobiernos hacia la UE y el Estado de Derecho? Conviene recordar que los gobiernos de Polonia y Hungría tienen legitimidad electoral pero no representan plenamente a sus polarizadas sociedades, por no hablar de la región en su conjunto. Sin embargo, en Varsovia, Vilnius, Riga y Tallin, se respira ansiedad. Se plantean preguntas inquietantes: ¿son los gobiernos occidentales aliados fiables? ¿Por qué no defender a Ucrania con plena convicción? ¿Por qué no replantearse el contexto geopolítico del gasoducto Nord Stream 2 si defender los valores “europeos” significa algo?

Legitimidad democrática

Muchos ciudadanos del centro y el este de Europa tienen un nítido recuerdo de haber vivido bajo el dominio de Moscú. Para ellos, 30 años de independencia no son suficientes para desterrar la preocupación de que estamos atrapados en un ciclo de historia que se repite constantemente.

El enfoque de guerra fría de la crisis de Ucrania socava, imperceptiblemente quizás, la legitimidad democrática en toda la región. Pensar en términos de esferas de influencia nos devuelve a una época en la que los países satélites de la Unión Soviética no podían decidir libremente a qué alianza militar o régimen político aspiraban a pertenecer.

Lo que hay que recordar hoy es que, durante la crisis del Euromaidán en 2013 y 2014, hubo ucranianos dispuestos a sacrificar sus vidas para unirse a Europa. La UE y la OTAN se fundaron para evitar que la historia se repitiera: si Occidente está realmente comprometido con los valores democráticos, debería defender a Ucrania.

Los países occidentales no deben aceptar que se vuelva a la lógica obsoleta de las esferas de influencia. La actitud beligerante de Putin exige una respuesta contundente. Por el momento, la respuesta es diplomática. Las llamadas conversaciones del formato de Normandía, en las que participan Francia, Alemania, Ucrania y Rusia, deberían continuar de forma ampliada con Estados Unidos, en un esfuerzo por desescalar la crisis.

Pero cualquier decisión occidental tendrá consecuencias de gran alcance para Europa. Una mayor inestabilidad geopolítica afectaría a los países del centro y del este de Europa desde el punto de vista militar, económico y migratorio. También existe el riesgo de que esta angustia geopolítica refuerce el giro de la región hacia el nacionalismo. El miedo, como dijo el cardenal de Retz, es la emoción que más debilita el juicio. El destino de Europa se decidirá en Ucrania.

Karolina Wigura es historiadora de las ideas, miembro del consejo de la Fundación Kultura Liberalna de Varsovia y miembro de la Academia Robert Bosch de Berlín.

Jarosław Kuisz es analista político y ensayista, redactor jefe del semanario polaco Kultura Liberalna y profesor de ciencias políticas en la Universidad de Cambridge.

Traducción de Emma Reverter.

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