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Farkhunda y el camino cuesta arriba para las mujeres en Afganistán

Una mujer afgana desplazada junto a sus hijas en un campamento tras huir de los combates entre los talibanes y las fuerzas afganas, en las afueras de Mazar-e-Sharif, al norte de Afganistán.
28 de agosto de 2021 22:31 h

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Pienso en el caso de Farkhunda. Es probable que seis años atrás ustedes leyeran alguna noticia sobre su caso y se indignaran con los hombres afganos que la mataron. Todo lo que representa a Farkhunda ahora es el triste dibujo de un puño cerrado que emerge de un bloque de piedra, apuntando silenciosamente al cielo cerca del lugar donde fue torturada y asesinada públicamente en 2015, un conocido santuario de Kabul donde las palomas revolotean y los vendedores ambulantes y los mendigos se acercan a las multitudes de peregrinos. Su “pecado” fue quemar páginas del Corán, una falsa acusación dirigida contra ella por el vendedor de amuletos al que había criticado.

Su desenlace también debería ser un recordatorio de que los brutales castigos corporales infligidos por las turbas por motivos religiosos, especialmente a una mujer, no son sólo cosa de los talibanes. Y lo que es más preocupante, también debería servirnos de aviso de que incluso en el llamado “nuevo Afganistán” persistía un preocupante trasfondo de misoginia en algunos sectores de la sociedad.

Ese día, las fuerzas de seguridad afganas permanecieron de brazos cruzados mientras la muchedumbre se ensañaba con la joven. Sospecho que toda la frustración que acumularon las masas durante décadas ante la obligación de tener que respetar a regañadientes los derechos de las mujeres en público se descargó sobre el débil y diminuto cuerpo de la joven. 

No me sorprendió. En los muchos años que trabajé en distintas regiones de Afganistán, me esforcé por conocer a mujeres, por desarrollar proyectos con mujeres, por emplear a mujeres, por proteger a mujeres, por escuchar a mujeres destrozadas... Estuve a punto de ser linchada, secuestrada, apartada, maltratada verbalmente, menospreciada, marginada, acosada sexualmente y maltratada en más ocasiones de las que puedo recordar, por afganos y por “internacionales”. Todo por ser una mujer en un mundo de hombres. Todo porque los problemas de las mujeres se consideraban irrelevantes.

Probablemente, Farkhunda se sintió envalentonada por toda la retórica sobre los derechos de las mujeres y pensó que estaba en una nueva y valiente era en la que podía defender los derechos de las personas a las que tomaba el pelo un vendedor ambulante religioso. Pensó que tenía voz. Pensó que estaba a salvo. Pero tocó una fibra sensible y no comprendió que seguía en un territorio minado.

La muchedumbre grabó alegremente la tortura infligida a la pobre chica. Si alguien se ha preguntado alguna vez por el ambiente de las quemas de brujas medievales, ese día lo habría podido sentir. El gobierno se vio obligado a detener a los responsables de la muerte de la joven. No podían hacer la vista gorda ante este atroz abuso y asesinato. Encarcelaron a algunos hombres, pero a la mayoría los dejaron en libertad, ya que otros hombres poderosos intercedieron a su favor.

El avance de los derechos de las mujeres seguirá siendo un reto en Afganistán durante décadas, y quizás siglos. A lo largo de todos los años en que los organismos internacionales se felicitaron por los avances en materia de derechos de la mujer, los mismos horrores a los que se enfrentó Farkhunda asomaron en las sombras, justo al margen de la ceremonia de entrega de premios a un defensor de los derechos de la mujer o de un proyecto para enseñar a las niñas habilidades básicas.

La ayuda destinada a las mujeres siempre ha sido insuficiente. Las pocas mujeres que veían los occidentales en sus proyectos podían estar a salvo, pero la mujer analfabeta que ganaba dinero en un proyecto de costura recibía un puñetazo en la cara. A la joven que entraba en la academia de policía le decían que vaciara las papeleras, que preparara té para los hombres y que pusiera su cuerpo a disposición del placer sexual de los hombres.

Si una mujer era encarcelada por adulterio, en el reinado de Hamid Karzai o de Ashraf Ghani, cuando salía de la cárcel en una provincia del norte temía por su vida y por el bienestar de sus hijos, ya que no hay trabajos bien remunerados para las mujeres analfabetas en las zonas rurales del interior.

Formé parte del movimiento integrado por muchas mujeres afganas y extranjeras que intentaron que millones de niñas fueran a la escuela y, con suerte, al instituto y posiblemente a la universidad. Pero tuve que enfrentarme a la realidad y asumir que tendrían dificultades para encontrar trabajo porque la economía sigue estando dominada por instituciones en manos de hombres. Muchas de esas niñas saldrían de la escuela, casadas y habiendo olvidado lo poco que aprendieron.

De hecho, el año pasado, en un proyecto de asistencia a las víctimas, tuve que rebatir los argumentos de jóvenes afganos con los que trabajaba. Yo quería que las viudas a las que ayudábamos fueran las beneficiarias directas de nuestras ayudas, por derecho propio.

El argumento de ellos era que cualquier hombre que fuera pariente de estas mujeres, por lejano que fuera, era una mejor opción porque una mujer afligida “no estaba en su sano juicio”. Algunos incluso sacaron a relucir la vieja excusa de que las mujeres son naqes ul aql, según su interpretación del islam; una traducción aproximada sería que tienen “medio cerebro”.

Nos queda un largo camino por recorrer y el reto persiste, mucho después de que se haya conseguido terminar con el caos del aeropuerto de Kabul. Los dólares invertidos en los últimos 20 o 30 años en proyectos para mujeres y el superficial párrafo insertado en la página 60 de la descripción del proyecto en el que se dice que “se respetará la igualdad de género” adormecen a algunas mujeres en un estado de trance en el que se sienten seguras y envalentonadas. Pero queda mucho camino por recorrer y el dinero para lograr un progreso real se desvanece en un contexto en el que es evidente el cansancio de los donantes.

El caso de Farkhunda es un aviso de que no era necesario que los talibanes hicieran acto de presencia para que las mujeres se sintieran inseguras. Afganistán acababa de iniciar un desafiante viaje hacia la democracia con las mujeres como ciudadanas con igualdad de derechos, un viaje que hoy por hoy se ha interrumpido.

Lo que vi fue un país asolado por la pobreza y la guerra, con un marcado contraste entre una riqueza obscena y una pobreza absoluta, en el que las mujeres y los niños y las niñas seguían cargando con el peso de las malas políticas, la corrupción, la ausencia de un Estado de derecho y el conservadurismo generalizado. He asistido a un proceso de ayuda plagado de errores que ha tenido buenos y malos resultados.

La ayuda a las mujeres era siempre un pequeño goteo hasta que alguna crisis ponía de relieve la difícil situación de un grupo concreto y entonces se destinaban grandes sumas de dinero, con un impacto no sostenible en el tiempo. La lucha por ayudar a las mujeres afganas a tener una vida normal requiere una colaboración a largo plazo y una comprensión de lo que realmente es Afganistán.

No se puede arreglar con el golpe de efecto de un cambio de régimen o insertando a las mujeres en instituciones que no están preparadas para valorar sus aportaciones. Solo se puede solucionar con un compromiso a largo plazo, con humildad y comprensión del peligroso viaje cuesta arriba que acaban de iniciar las mujeres y sus familias.

Sippi Azarbaijani-Moghaddam ha trabajado en Afganistán durante los últimos 26 años con la sociedad civil, el gobierno, los donantes y las instituciones militares, abordando cuestiones que van desde el género y la exclusión social hasta la reforma agraria.

Traducción de Emma Reverter.

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