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Las mujeres del mundo: a propósito de Afganistán y otros infiernos

EFE/EPA/STRINGER

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En estos días de calor que abrasa, en un mundo que cada vez anda más directo a la deriva, no sé cuántos manifiestos he firmado, he leído o simplemente he encontrado en las redes sociales. El horror de los talibanes en Afganistán ha despertado nuestra conciencia solidaria, limitada en la mayoría de los casos a asumir públicamente un rol benefactor en forma de proclama, sentimiento o eslogan. Ello no quiere decir que bajo esa cobertura mediática no haya convicciones o compromisos auténticos, pero me temo que en la mayoría de los casos están limitados a ser una suerte de gaseoso impulso, una especie de conciencia inmediata que en seguida se acomoda, tal vez, en el mejor de los casos, porque bien sabe de nuestra pequeñez en cuanto sujetos revolucionarios. En este escenario donde las máscaras se imponen –recordemos el origen de la palabra persona, pensemos en el sentido escénico de la representación política– asistimos, junto a un derroche de auténticas cruzadas, a esperpentos como los que nos devuelven los y las políticas que reclaman para otros lugares del mundo lo que aquí niegan, o a una utilización perversa de términos como 'feminismo' que ahora parecen valer lo mismo para un roto que para un descosido. Muy especialmente cuando son usados por quienes han dado buena muestra previamente de su nulo o escaso compromiso con la mirada que implica darle la vuelta a un mundo hecho a imagen y semejanza de los varones.

El drama que nos pone delante de nuestros ojos comodones, esos que parecen forzados a no parpadear, como explica Remedios Zafra en Frágiles, situaciones como las de Afganistán son del mismo calibre que las de otros contextos, países y culturas en las que las niñas y mujeres carecen de la condición de sujetos. Recordemos que en algunos casos incluso tenemos relaciones diplomáticas, comerciales y políticas, con los señores que las mantienen en un estatus subordinado. De la misma manera que, para completar el círculo patriarcal, las minorías sexuales son perseguidas, humilladas y hasta encarceladas o ajusticiadas. No olvidemos que el gran desafío político del siglo XXI es la desigualdad creciente, alimentada por factores como el neoliberalismo económico o la crisis climática. Una desigualdad que en algunos territorios estalla en sangre, pero que en otros, aparentemente más civilizados, como pueden ser las democracias occidentales, va supurando lenta y progresivamente, como ese líquido apenas imperceptible que sale de las heridas y del que solo nos damos cuenta cuando empapa la gasa. El único elemento en común de las múltiples experiencias y contextos que podríamos citar aquí es que las mujeres son las principales víctimas, las más violentadas, las más negadas, las que siempre se convierten en los cuerpos sobre los que el vencedor esculpe sus reglas.

Si algo nos pone en evidencia el horror de Afganistán, pero también el dolor de los cuerpos en fuga en el Mediterráneo, la desesperación de tantos y tantas en América del Sur, o la sequedad de los labios que buscan agua en tierras que hemos hundido en la miseria para que unos cuantos creamos tener el mundo en nuestras manos gracias a Amazon, es el fracaso de un modelo civilizatorio, y con él, claro, de derechos humanos, articulado sobre tres lógicas que se retroalimentan: la patriarcal, la estatal y la occidental (colonial). Sobre ese triángulo elevamos los edificios constitucionales que, a duras penas, llegan a un siglo XXI en el que las grietas hacen que se desmoronen los pilares hechos a imagen del hombre heterosexual, proveedor, propietario e individualista. El que se situó en la base jurídica de los Estados nación como referente moral. El que, con vocación no superada de depredador, fue tejiendo las redes de una economía en la que no fue relevante quién le hacía la cena a Adam Smith.

Todo este montaje, del que no negaré ciertos frutos saludables a conservar, hace décadas que hace aguas, tal y como el feminismo, entre otros movimientos sociales y políticos, ha puesto y pone de manifiesto. Las limitaciones de los Estados nación, la incapacidad del Derecho para controlar a los poderes salvajes, las insuficiencias y perversiones de una comunidad internacional que languidece entre tratados al sol y burocracias que apestan, la Europa soñada y que casi siempre vive más en el sueño que en la realidad, los engranajes de un mundo forjado en las dos guerras mundiales del siglo XX y que no ha sido capaz de reinventarse, son una buena expresión de las carencias con las que intentamos, sin éxito, claro, abordar los retos que como humanidad, esa palabra tan grande, tenemos en un siglo donde nos limitamos a sobrevivir. El sálvese quien pueda que hoy es una mezcla rara de narcisismo compartido y enredado, de deseos elevados a la enésima potencia y de carencia de una ética compartida desde la que forjar una vida buena. Y mucho me temo que la pandemia, lejos de alimentar nuestro nervio de sujetos frágiles e interdependientes, no ha hecho sino engordar nuestro ego adolescente, y con él, la deriva suicida, y feliz, en la que estamos instalados.

La lección más urgente, y positiva, que deberíamos estar ya asumiendo como eje de transformación política, y no solo como proclama de manual o encabezado de manifiesto, es la inevitable universalidad de los derechos, de la dignidad, de la igualdad. Lo cual no quiere decir que lo local no sea un espacio clave para los cambios, sino que es imposible avanzar en justicia social, en convivencia pacífica y en desarrollo humano, si no alzamos la mirada más allá de nuestro ombligo, si no somos conscientes y damos un impulso positivo a las redes que nos unen más allá de las fronteras, si no articulamos políticas económicas, medioambientales, de todo tipo, que tengan presente nuestra necesaria interconexión. Un reto urgente que pasa por superar la lógica estatal de protección de los derechos, los nacionalismos como bandera política y, por supuesto, la concepción patriarcal del ser humano que niega justamente lo que mejor nos define: la vulnerabilidad, la necesidad de cuidados, nuestra interdependencia.

Hablamos pues de una revolución política, pero sobre todo ética. Desde la que tendríamos que abordar un siglo complejo e incierto, más allá de las respuestas urgentes que necesitan tantos seres humanos que están en el precipicio. Mientras que sigamos pensando a golpe de manifiesto, o haciendo políticas que solo ponen parches, estaremos condenados a seguir dando vueltas en el mismo círculo vicioso. Un círculo que, no lo olvidemos, expulsa a las afueras a las personas más débiles, a las que carecen de poder, a las que acaban siendo siempre moneda de cambio. Algo que saben bien las mujeres del mundo y el feminismo que, como me enseñaron mis maestras, o es internacionalista o no es.

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