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La vice de Abuelas de Plaza de Mayo: cien veces Rosa

Miembros de Abuelas de Plaza de Mayo.

Celeste del Bianco

En Argentina, decir “Abuelas” abre otra puerta. Y entre las Abuelas de Plaza de Mayo decir “Rosa”, también. Rosa Tarlovsky de Roisinblit, su vicepresidenta, cumple 100 años. Sigue buscando a su hija Patricia, detenida desaparecida hace 41 años: el mismo tiempo, casi, que le costó que la justicia condenara a los responsables. Bajó el ritmo pero no tanto: cada martes se suma a la mesa chica de Abuelas, almuerza con sus compañeras –con quienes recuperaron 130 nietos, entre ellos el propio– y duerme la siesta en un espacio acondicionado para ella. “Ahora la gente joven tiene que hacerse cargo”, manda.

—¿Cuánto más vive una persona? ¿Quinientos años? Cien años están bien vividos, ya hice suficiente —dice Rosa Roisinblit mientras recorre con su mirada el living de su departamento en Congreso. Hay poco espacio en las paredes. Ahí, enmarcado, está el diploma por el doctorado Honoris Causa de la Universidad de la Patagonia. Más abajo, la declaración de Visitante Ilustre de Montevideo. En los huecos, más menciones, pinturas y fotografías. Las imágenes en blanco y negro se mezclan con las de color. En grises, la de su hija Patricia pegada a la de su yerno, José, desaparecidos durante la dictadura militar. Otra con su marido Benjamín, ya fallecido, y Patricia en brazos. Algo desgastadas, junto a su nieta mayor, Mariana Eva, y sus compañeras de Abuelas de Plaza de Mayo. Con más definición, están las de su nieto Guillermo cuando supo su verdadera identidad. A puro brillo y color, fotos de sus nietos y bisnietos.

Rosa Tarlovsky de Roisinblit, vicepresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, cumple cien años. Hace 41 años que busca a su hija Patricia Julia Roisinblit. Encontrar a su nieto Guillermo, nacido en cautiverio, le llevó menos tiempo: dos décadas. Pero construir una relación con él, casi la misma cantidad de años: 15.

En 2016, cuando Rosa ya había cumplido 96, logró la primera condena para el ex jefe de la Fuerza Aérea y miembro de la segunda Junta Militar, Rubens Omar Graffigna. Hasta ese momento, el represor no tenía condena. Se había enfrentado a un solo proceso judicial por delitos de lesa humanidad, el Juicio a las Juntas en 1985 y había sido absuelto. 

Rosa camina con dificultad. Tiene las piernas débiles y doloridas, por eso usa una silla de ruedas. Redujo las actividades que implican poner el cuerpo. Las redujo, no las eliminó. Este año estuvo en el Congreso para acompañar la presentación de un anteproyecto de ley que busca proteger la Memoria, la Verdad y la Justicia. A pesar del temporal llegó a La Rural para la presentación del libro de Cristina. El año pasado cantó el himno de pie en “La Patria está en peligro”, una convocatoria contra el FMI. Cada martes participa de la reunión de Comisión Directiva de Abuelas. Alguno de los nietos o nietas que trabajan en la Asociación la pasa a buscar por su departamento y la lleva hasta la sede de Virrey Cevallos. Almuerza con sus compañeras y después duerme una siesta hasta las tres de la tarde en un espacio acondicionado para ella. Se sienta al lado de Estela de Carlotto, como lo hace desde 1989 cuando dejó de ser tesorera para asumir el cargo de vicepresidenta. Ya no interviene tanto, a veces los audífonos no logran captar lo que se plantea.

—No me gusta estar callada y no decir nada, estoy medio sorda y a veces digo algo y meto la pata. Estela me dice: “Tu presencia es muy importante”. Este es mi lugar en el mundo y quiero que no me olviden —desea Rosita, en voz alta.

La silla de ruedas está plegada al lado de un arcón donde guarda recuerdos, fotos y cartas. Los domingos lee La Nación. Se reserva para el lunes el suplemento Ideas. Una pila de libros, una agenda, una lapicera, fragmentos de diarios y revistas de crucigramas están al costado de la mesa. Rosa conversa sentada en la mesa, el mantel color crema con flores azules le cubre las piernas. Es friolera y por eso apoya sobre el regazo una botellita de plástico que usa como si fuera una bolsa de agua caliente. Mantiene una firme rutina intelectual. Si olvida alguna palabra específica, espera varios segundos, levanta la vista y hurga en su memoria. 

—¿Cómo se llama..? —mueve las manos—. Es una palabra muy sencilla —agrega mientras la define. La palabra aparece y Rosa retoma su conversación plagada de detalles, fechas y nombres. 

A Rosa le gusta estar informada. Mira C5N y está al tanto de la actualidad política. Hace poco terminó de leer las casi 600 páginas de Sinceramente, el libro de Cristina Kirchner.

—En la presentación del libro me saludó Alberto, el próximo presidente —dice pícara y levanta las cejas por arriba del marco de los lentes dorados. 

Los anteojos le combinan con los aros chiquitos en forma de flor. Viste un conjunto de pulóver y campera con el mismo estampado de rayas irregulares, negras, blancas y marrones. Arriba una chalina de lana colorida, que va mezclando colores cálidos con una reducida línea azul. Ninguno de esos colores compite con sus labios pintados de rojo. Durante la entrevista, Rosa se mirará en un espejo redondo con pie de carey que quedó sobre la mesa.

—Sí, soy coqueta, me gusta arreglarme —admite y se acomoda el cabello–. Voy a la peluquería todos los sábados, me lavan la cabeza y me peinan. A veces me hacen las manos, si no me las hace Ana, la mujer que me cuida.

Sus dedos son finos. Lleva un anillo con una piedra verde.

Rosa se recibió de partera en la Escuela de Obstetricia de Rosario. Cuando terminó la educación básica, en 1934, un médico amigo de su familia ofreció hospedarla en su casa para que estudiara esa carrera en la ciudad santafesina. Los Tarlovsky vivían en Moisés Ville, Santa Fe, la primera colonia judía de Argentina, fundada en 1889 por un grupo de familias que huían de las persecuciones zaristas en Rusia.

—A mí no me gustaba estudiar eso pero preferí ser partera antes que no ser nada—cuenta—. ¿Qué le puede gustar a uno ver colas de mujeres? La edad que yo tenía… Era muy joven, apenas rondaba los 20 años.

Después de recibirse, Rosa fue Partera Jefa de la Maternidad Escuela de Obstetricia de Rosario. Trabajó ahí tres años. Al tiempo viajó a Buenos Aires y consiguió trabajo en un sanatorio donde pidió quedarse a vivir. Rosa arma su línea de tiempos en el living de su departamento, que está colmado de plantas. Al lado de la ventana, una hilera de potus buscan el sol. 

—Me gustan muchísimo las plantas. Mi marido antes de ser contador, estudió floricultura en los Estados Unidos —cuenta. 

Benjamín era un laborioso del amor. El 21 de cada mes, pensaba un regalo para celebrar el aniversario del noviazgo, el 21 de octubre de 1949. También le escribía poemas. Se conocieron el Club Hebraica, donde Rosa iba a hacer gimnasia. Ella ya tenía 28 años y trabajaba como partera. A la salida de la confitería de Córdoba y Maipú, la pareja caminaba unas cuadras hasta la Plaza San Martín. Elegían un asiento en un lugar oscuro y se besaban. Cuando las luces de la plaza los molestaban, el novio le tiraba piedritas y las rompía. 

Cuando Rosa se quedó embarazada de Patricia, la consideraron una “primípara añosa”, una primeriza con treinta y dos años que, además, ya había sufrido un aborto espontáneo a los cinco meses de gestación. Por indicación del médico, Rosa pasó nueve meses en cama hasta que parió a su única hija, por cesárea.

—La cosa es que nació y esta es la beba que se llevaron durante la dictadura —recuerda Rosa mientras toma una foto de Patricia de su agenda.

Durante la niñez de Patricia, Benjamín y Rosa se organizaban para cuidarla. Si ella tenía guardia, él trabaja desde su casa. Cuando terminó el secundario, Patricia empezó a cursar en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Ingresó al área de Sanidad de Montoneros, el grupo armado de jóvenes peronistas. En aquel tiempo Rosa no sabía que iba a quedarse sola. Benjamín Roisinblit falleció en 1972 de un cáncer de estómago. Faltaban seis años para que la única hija del matrimonio fuera desaparecida por las Fuerzas de Seguridad.

—¿Se ve que es linda? —pregunta Rosa mientras señala la pared y mira la foto de su hija—. Era linda, usted la ve y se ve que es linda. La cosa es que yo me casé, señorita, y tuve una hija… y se la llevaron. Y yo, desde ese día, no paré.

El 6 de octubre de 1978, un grupo de tareas de la Fuerza Aérea secuestró a José Manuel Pérez Rojo, de 25 años, mientras trabajaba en su cotillón de Martínez. Luego fueron a buscar a su esposa, Patricia, al departamento en el que vivían, en Palermo. Tenía 26 años y un embarazo de ocho meses. Esperaban a un varón al que llamarían Rodolfo. Se llevaron también a su hija Mariana Eva Pérez, que entonces tenía quince meses. Al anochecer, el grupo autodenominado “Coordinación Federal” llevó a la beba a la casa de su abuela paterna, Argentina Rojo de Pérez. Como allí no había nadie, la dejaron en la casa de la hermana de Argentina, en Olivos. Desde uno de los autos, Patricia gritó: “Por favor, recíbanme a la nena que nos secuestran. ¡Estoy embarazada y me llevan…!”. José, con las manos atadas, pedía lo mismo.

Los autos en los que trasladaban a José y Patricia aceleraron con destino desconocido. Mariana Eva se quedó con su primo Marcelo Rubén Moreyra hasta que pudieron encontrar a su abuela paterna. Más tarde le avisaron a Rosa. Fue hasta el departamento de su hija, les habían robado y destrozado la casa.

A los diez días, Rosa recibió un llamado de su hija en el que le decía que la estaban tratando bien. Pocos días después, atendió el segundo. Uno de los secuestradores le transmitió un mensaje: Patricia pedía que controlara las vacunas de Mariana. Rosa entendió que era una señal de su hija para avisarle que estaba viva. Esperó en su departamento una nueva comunicación pero el teléfono no volvió a sonar.

—Yo estaba tan confusa, estaba tan sola, estaba completamente sola —recuerda Rosa. 

Después de recorrer comisarías, juzgados y cárceles para obtener alguna información, se contactó con el rabino estadounidense Marshall Meyer que trabajaba en la Congregación Bet El de Capital Federal. Él le dió el dato de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Llegó al edificio, subió hasta el primer piso y se encontró con Alfredo Galleti, quien también tenía una hija desaparecida y era uno de los abogados del Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels). La invitó a que fuera a su casa al día siguiente a una reunión con otras mujeres que buscaban a sus nietos. Rosa llegó llorando, desesperada por encontrar a su hija.

—Yo fui, no sabía si este hombre era un tipo puesto por la dictadura o si era leal. Ahí me encontré con dos o tres mujeres y me asocié con ellas hasta el día de hoy —sonríe Rosa al recordar a Chicha Mariani y Estela de Carlotto.

Se sumó a las reuniones que se hacían en lugares diferentes para no ser detenidas: en estaciones de ferrocarril o en confiterías donde simulaban algún cumpleaños. Asumió como vicepresidenta en 1989, cuando Estela de Carlotto dejó el cargo para reemplazar a Chicha Mariani como autoridad máxima. Durante años viajó a Ginebra para participar de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Recorrió el país y el mundo difundiendo el trabajo de las Abuelas.

—Para ser Abuela de Plaza de Mayo no se exige que cada una sea una profesional o una gran sabionda. Mi hija no va a volver, pero la vida me devolvió un nieto —dice.

En la mesa redonda del departamento de Congreso también está la foto de Mariana, la beba a la que dejaron en la casa de la consuegra de Rosa. Hay otra de Guillermo a los 21 años. Rosa dice que, como partera, sabía que el embarazo de su hija era viable. Después de aquellas dos llamadas, alguien le contó que Patricia había parido en la ESMA.

La habían llevado pocos días antes de dar a luz, 15 de noviembre de 1978, desde la Regional de Inteligencia de Buenos Aires (RIBA), una casa quinta que funcionó como centro clandestino de detención en Morón. En la ESMA, Patricia estuvo atada a la pata de un escritorio, con los ojos vendados. Su marido estaba en el mismo lugar, torturado. Sólo una vez, en todo su secuestro, la llevaron al patio para que mirase el sol. Amalia Larralde, una de las detenidas, contó que vio salir a Patricia del sótano de la Escuela de Mecánica con su bebé en brazos.

—Mariana lo buscó y Mariana lo encontró —dice Rosa en referencia a Guillermo, ese bebé que nació en la ESMA y al que habían decidio llamar Rodolfo.

Mariana Eva trabajaba el área de Investigaciones de Abuelas. En abril de 2000 recibió un llamado anónimo con datos sobre el hijo de una estudiante de Medicina. La denunciante le habló de Francisco Gómez, y lo describió como un hombre que manejaba armas y documentos falsos, y que tenía conocimiento de los vuelos de la muerte. También le contó que lo había visto llegar a su casa con un bebé en brazos. Como la mujer tenía una hija de pocos meses, le pidió que también amamantara al recién nacido, supuesto hijo extramatrimonial de un militar. Un día, borracho, el apropiador confesó que ese nene era hijo de una desaparecida. La mujer le pasó los datos de Guillermo a Mariana, que salió a buscarlo.

Mariana llegó al patio de comidas frente a la plaza de San Miguel donde trabajaba Guillermo y pidió hablar con él. Le dijo que estaba ocupado. Mariana tomó un papel y escribió: Mi nombre es Mariana Pérez, soy hija de desaparecidos, estoy buscando a mi hermano y es muy posible que seas vos. Se la entregó guardada en un libro de Abuelas. Guillermo leyó la nota de inmediato.

—Yo nací otro día, no soy tu hermano… A menos que esto sea falso  —contestó Guillermo mientras le mostraba su documento.

Esa misma tarde, Guillermo se acercó a la sede de Abuelas. Le extrajeron sangre y la enviaron a Seattle, Estados Unidos, para hacer un cotejo de ADN. El 2 de junio del 2000, Rosa estaba en Boston. Le habían entregado un Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Massachussets, cuando recibió el llamado de la genetista Mary Claire King que le confirmó que Guillermo era su nieto.

—Había risas, llantos, gritos, de todo. Yo también lloraba —cuenta Rosa, en su departamento, al tiempo que levanta las cejas. Deja pasar unos segundo, baja la voz y la mirada—. Y después tuve muchos problemas con él. Me dio mucho, mucho trabajo conseguir tener una buena relación.

—Cuando yo aparezco tenía 21 años y un montón de problemas como para asumir mi historia. Yo no buscaba mi identidad. Para mí fue muy complicado. Tratamos de acercarnos, chocábamos, volvíamos, nunca dejamos de hablarnos, incluso enojados. Para colmo ella era querellante contra mis apropiadores —explica Guillermo Pérez Roisinblit en la oficina del anexo de la Cámara de Senadores donde trabaja.

Los primeros años del vínculo fueron difíciles. Rosa recuerda llamados plagados de reproches, aunque resalta que Guillermo jamás le cortó el teléfono.

—No me llames, no quiero hablar con vos —le decía Guillermo a Rosa.

Un día su abuela le retrucó:

—Decime una cosa, esa persona a la que vos llamás mamá, ¿es mi hija?

Para Rosa ese fue un quiebre en la relación.

—Yo terca como una mula, llamaba y llamaba. Si él ya sabía que era mi nieto, él sabía que esa mujer no era mi hija. Ahí él empezó a cambiar —cuenta Rosa—. Era un chico muy bien educado, los milicos les enseñaban bien, pero no me aceptaba.

—Yo no era ese nieto que esperaban —admite Guillermo—. Yo quería que no me hablara más. Alguna que otra vez nos hemos gritado pero jamás le falté el respeto —agrega. 

Lamenta esos años.

—Con la baba perdimos muchísimo tiempo.

Finalmente, las llamadas telefónicas se convirtieron en un juego.

—Bueno, te dejo porque mañana me tengo que levantar temprano para ir a ver a mi abuela.

—Ah ¿sí?, ¿tenés una abuela? —le contesta ella

—Sí, tengo una abuela casi centenaria —le informa él.

—Aaaaaaah, mira vos —responde Rosa mientras simula sorpresa.

Los apropiadores de Guillermo, el ex personal civil de inteligencia Francisco Gómez y su esposa Teodora Jofré, fueron condenados en abril del 2005. El juez federal Jorge Ballestero dictó una pena de diez años de prisión para el médico Magnacco, que asistió a Patricia en el parto, siete años y medio para Gómez y tres años y un mes a su exesposa.

En el año 2016, Mariana le dio impulso a una causa iniciada por su abuela en 1979 para que se juzgue el ex integrante de la junta militar entre 1979-1981 y ex jefe de la Fuerza Aérea, Omar Domingo Rubens Graffigna, el ex encargado de la RIBA, Luis Tomás Trillo, y el apropiador Francisco Gómez, por privación ilegal de la libertad y tormentos.

—Yo estaba todos los días, era lejos para ir, era un sacrificio. Ya era nonagenaria —afirma Rosa y recuerda su declaración testimonial ante los jueces del Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 5 de San Martín, el 4 de mayo de 2016.

El 8 de septiembre de 2016, el TOF 5 de San Martín condenó a Omar Graffigna y a Luis Trillo a 25 años de prisión. Gómez obtuvo una condena de 12 años de cárcel. 

Un día, mientras estaba en su oficina de Abuelas junto a Estela, antes de ir a la sala de Audiencias, Rosa se paró y miró el retrato de Patricia que cuelga de la pared:

—Ay, hijita, ¿por qué me hiciste esto?

Mientras conversa en su departamento, Rosa toma el café sin azúcar que le preparó Ana, la empleada. Se ofusca cuando es consultada por su legado.

—No soy tan importante para dejar ese tipo de cosas. No sé por qué están esperando eso de mí. ¿Tengo que hacer un discurso cada vez que me ve gente? —se pregunta Rosa, que ya encontró a 130 nietos—. Yo ya voy por los 100 años. ¿Cuántos más voy a vivir? Ahora la gente joven tiene que participar. Tienen que hacerse cargo de la amplitud de esa palabra: participar.

Este artículo fue publicado originalmente en Revista Anfibia. Puedes leer el original aquí.Revista Anfibiaaquí

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