Los mayores regresan a sus salas de fiesta: “Mi vacuna es el baile”
“Aunque te quiebren la vida/aunque te muerda un dolor/no esperes nunca una ayuda/ni una mano, ni un favor”.
Suena Julio Iglesias cantando un tango.
Juan Pinilla ha llegado maqueado de pies a cabeza. Zapatos blancos, pantalón también blanco, camisa marinera con anclas doradas estampadas, chaleco gris y un sombrero que ha dejado posado como un pájaro muerto junto a su cerveza sin alcohol sobre la esquina de la barra en la que siempre se coloca. Desde ella posee la mejor perspectiva de la pista de baile. Pinilla tiene 81 años, fue taxista durante dos décadas y luego lo dejó para dedicarse a la compra-venta de “to-do”, como dice remarcando las sílabas. A los cincuenta empezó a bailar. A bailar de verdad, porque bailar había bailado siempre. Pero antes tuvo que sacar a la familia adelante. Pinilla es un entrevistado formidable porque no hace falta ir a buscarlo, él mismo se acerca a hablar con los periodistas, y porque sin apenas preguntarle ya lo cuenta todo solo.
Son las siete y diez de la tarde. Hace apenas diez minutos que ha abierto sus puertas la sala Golden, en el centro de Madrid, una discoteca para mayores, y la pista ya está repleta de parejas bailando. Pinillla lleva 21 años viniendo, dice orgulloso. Como no bebe cerveza ni whisky, dice también, ni tampoco viaja, bailar es su hobby. Presume de que es uno de los que más años suma acudiendo allí. Y el único, presume aún más, que lo hace todos los días. Le gusta bailar todo lo que suene a español, incluidas las sevillanas, remarca, y conoce a todos los clientes asiduos como él. “Sobre todo a las amigas, que son las que me interesan... Ellos, la verdad, menos”. Con ellas baila. Nada más. Pinilla lleva ya décadas divorciado. Hace treinta años se echó una novia, salió la cosa mal y entonces se dijo hasta aquí hemos llegado. Ahora las amigas son sólo para bailar.
Pinilla estaba deseando que abriera de nuevo el Golden. Lo hizo, por fin, a mediados de septiembre. Antes de eso se consolaba escapándose a un local de Getafe. Allí con las restricciones debían estar sentados, pero cuando nadie les veía se levantaban y bailaban en el pasillo o entre las mesas. Si llegaba la policía, como sucedió en un par de ocasiones, se sentaban de nuevo rápidamente, disimulaban y esperaban hasta que se marchara para volver a ponerse en pie. Pinilla cuenta también que hace unos años la vesícula casi lo manda al otro barrio, y no se refiere a Getafe. Estuvo 45 días en la UVI. Hoy se confiesa en plena forma gracias al gimnasio y al baile. En el primero camina cuatro kilómetros al día por la cinta. Con el segundo calcula que llega hasta los diez.
No todos, eso sí, están como él. También en el Golden ha detectado los estragos de la pandemia. Lamenta la ausencia de tres colegas que faltan y afirma que algunas de sus compañeras han vuelto a la pista muy torpes después de tantos meses paradas —“no pueden con las piernas”—. Reconoce que si no se “defienden”, ni intenta bailar con ellas. “Porque para andar arrastrando kilos no bailo”, admite.
Todos en el Golden llevan puesta la mascarilla, sentados y bailando, aunque Pinilla cree están demasiado “obsesionados” con ella y que él, cuando puede, se la baja para bailar porque está gordo y si no se asfixia. Pinilla habla sentado en su rincón de la barra, atalaya de cuero negro desde la que otea el horizonte de bailarines. De ahí, anuncia, ya sólo lo moverá San Pedro cuando le toque irse a bailar al cielo.
“Uy, ahora vuelvo, voy a por este pasodoble, que me gusta mucho...”. Y desaparece en la pista.
“No te puedo querer/porque no sientes lo que yo siento/Ya no te puedo querer”.
Suena un pasodoble y la pista se llena.
Alejandro Saavedra, el DJ, cuenta que eso, el pasodoble, es lo que más gusta. Todas las tardes arranca suave, con vals, boleros, pasodobles y chachachá. El calentamiento para ir avanzando según lo haga la noche hasta música disco de los ochenta y salsa, mucha salsa. Saavedra pincha dos temas de cada. Pura psicología, dice. Así a quien no le gusta algo sabe que dos temas después cambiará el ritmo. A él, cuando volvieron a abrir, todos los clientes le confesaban las ganas que tenían por regresar a la pista. Lleva más de treinta años siendo DJ en todo tipo de salas pero lo que sucede en locales como éste no pasa en ningún otro. “Es abrir las puertas y a los cinco minutos ya están bailando”, alucina todavía, porque lleva poco en el negocio de los mayores.
En el Golden, el día que reabrieron la cola en la puerta giraba alrededor de la plaza de los Mostenses, donde está situada la sala. Tampoco era nada nuevo. Todos los días hay cola porque no se reservan mesas y los habituales tienen ya sus sitios favoritos y pocas ganas de que se los quiten. Si hay que esperar, se espera.
“Y nos dieron las diez y las once/las doce y la una y las dos y las tres/Y desnudos al anochecer nos encontró la luna”.
Suena Sabina cantando ranchera.
En una de las mesas junto a la pista hay un hombre con camisa negra que no deja de arrimarse a la mujer sentada a su lado. Está radiante con vestido rojo y el cabello dorado. Él la agarra por los hombros o la abraza y cada vez que termina de hacerlo baja su mano izquierda hasta aferrarla a su muslo derecho. Parecen novios entregados o amantes sin tiempo. La diferencia básica entre un voyeur y un periodista es que el periodista no se conforma con mirar. La pareja son Pedro y Rosa. Y no, no son novios. Tampoco amantes. Llevan 52 años juntos. Él tiene 78 y ella, 75. “Es que esto es para toda la vida...”, dice Pedro.
— Qué suerte tiene, Rosa, qué gusto de marido, menuda pasión…
— Anda, ¡y yo! ¡Suerte la mía!, se adelanta Pedro a responder . A Rosa se le iluminan los ojos.
Pedro y Rosa llevan cuarenta años bailando todas las semanas. “El baile sale de dentro de uno”, confiesa ella. En realidad, lo hacen desde críos, cuando aprendieron en las verbenas, que fue su única escuela. Ambos dicen que son de los pocos que quedan ya. Se refieren a una época, y una generación, en la que se bailaba en Madrid y que hicieron del baile un motor y la pasión de su vida.
Ahora vienen al Golden dos o tres días a la semana, pero hace años acudían hasta cinco. Les tiran los bailes de salón. Son de bolero, samba, rumba, chachachá y pericón. Pero pocos, se lamentan, saben ya ni siquiera cómo se baila el pericón, ese vals nacido en la pampa, porque ya ni suena en las pocas salas que quedan en Madrid. “¿Ves?, das pasos cruzados, luego te sueltas, después vuelves...”, baila Pedro el pericón con las manos, sobre la mesa, cuando se le pregunta cómo se hace.
— ¿Y el baile ha ayudado a que se quieran tanto?
— Eso es el amor.... Es que los jóvenes no os lo tomáis en serio. Sois más libertinos.
Pedro y Rosa también echan en falta en la sala a algunos conocidos. No saben aún qué ha sido de ellos. Tal vez, apuntan, tengan miedo todavía de salir. Pedro cuenta que él acude a un centro de mayores en Leganés y que allí la pandemia ha hecho “una escabechina”. Se pone también un poco nostálgico y dice que antes, y no se refiere a antes de la pandemia, sino a mucho antes, había ese “Madrid que bailaba” y que hoy es complicado encontrar sitios para hacerlo.
“Ahora parece que todo vale”, le secunda Rosa. Hablan cogidos de la mano. No paran de tocarse. Sobre todo Pedro, que no pierde el contacto. Cada vez que deja de gesticular con la mano la baja de nuevo hasta su pierna por debajo de la mesa, como si se escondieran, el deseo es siempre mayor si tiene algo de furtivo, y Rosa de vuelta le acaricia el dorso de la misma. “Y menos con la salsa, que todo es salsa ahora...”, se quejan. “Pero antes… Ay, había gente que bailaba que era una maravilla. Como Antoñito. Míralo, el hombre del jersey azul, ¿lo ves? Antoñito bailaba el tango en La Carroza y a todos se nos caía la baba...”.
“A veces quiero irte a buscar/y a punto de llorar/no sé cómo me aguanto/es tan difícil olvidar/ cuando hay un corazón que quiso tanto”.
Suena la letra de José Alfredo cantada por rumba.
Antoñito tiene cuerpo y pose de banderillero pequeño. Flaco y fibroso como una espiga. Baila tan serio que asusta. Hasta que deja de hacerlo y le inunda la cara una sonrisa pícara a juego con sus ojos azules. Antoñito es Antonio Silveira, tiene 76 años y es del barrio madrileño de Tetuán. Allí empezó a bailar con 13 años. Iba a las fiestas de la Plaza de Castilla y después le colaba un amigo de su padre en el Metropolitano, el mejor club de baile que hubo en Madrid, define. Allí la gente “bailaba que lo rompía”. Cada uno tenía dos o tres especialidades y se esperaban a que sonaran para salir a lucirse. Las de Antonio fueron siempre el tango y la música cubana. Se le daban tan bien que en una ocasión un cuerpo de baile cubano dejó de bailar para verlo a él y alucinaban de que hubiera aprendido allí, en las orillas de Bravo Murillo, a un mundo de distancia de las del Malecón de La Habana. En esa época se celebraban cada día concursos de baile en las salas y había gente que vivía de ellos. 15.000 pesetas (90 euros) para el primero, 10.000 para el segundo y 5.000 para el tercero. Algunas noches se movían de sala en sala y participaban en dos o tres concursos diferentes. “Antes sí que se bailaba...”, suspira.
Antonio cuenta que apenas ha bailado durante el confinamiento. Y eso que tiene una pareja con la que lo hace, a la que lleva años enseñando, “haciéndola a mí”, como lo describe, porque el baile “se diga lo que se diga, es cosa de dos y si uno falla el otro no se luce”. Antonio tuvo un taller mecánico cuando era joven pero se deshizo de él porque su madre, que tejía flores de tela y las vendía en los mercadillos, le recomendó que se dejara de coches y se dedicara a las flores que daban mucho dinero. “Y vaya si lo daban… Muchísimo. Pero como era tan fácil ganarlo también era muy fácil gastarlo….”. Antonio anduvo en el negocio de las flores de tela hasta que llegaron las flores chinas de plástico, la globalización, vamos, y se pasó a ellas pero siguió ganando una buena pasta.
Hoy ha vuelto a sus orígenes y repara coches y motos antiguas. Eso durante el día. Cuando anochece, baila. Antonio, que enviudó joven, ha tenido siempre parejas que lo hacían con él. Tuvo una durante 14 años a quien conoció en La Carroza, uno de esos locales de bailes desaparecidos, donde cuando él bailaba el tango se retiraban todos de la pista para mirarlo con los ojos abiertos como dibujos animados. También a ella le había enseñado a bailar. Antonio lo cuenta como un viejo maestro de artes marciales. Pero ahora ella tiene otra pareja de baile. “Regañé...”, anuncia, escueto.
— ¿Regañaron por el baile?
— No, porque había una pintona que estaba muy guapa y me lié con ella y la dejé…
— Vaya… ¿Y luego se arrepintió?
— Por la pareja de baile sí, porque estaba hecha a mí.
“Salero, gracia y olé/de mi España la alegría/soy español y andaluz/Mi tierra es Andalucía”.
Vuelve a sonar pasodoble.
Pinilla se ha atravesado la sala desde su puesto de guardia para buscar al periodista. No sólo es un entrevistado espléndido, también sabe que de un periodista no hay que fiarse si promete que enviará el artículo cuando se publique y viene a pedir el número de teléfono para asegurarse de que lo haga. Pinilla, el perfecto Cicerone de la Golden, aprovecha el paseo para presentar al periodista a Tomás y a Tere. Tomás, de 78 años, inmaculado con pantalones beige, americana azul, camisa blanca y corbata roja y un pelo blanco de candidato perfecto a la Casa Blanca, está divorciado. También Tere, 74 años, pantalón negro, blusa lila, pelo corto y una sonrisa que no le cabe en el rostro. No son pareja. O sí, pero de baile, porque ambos se arrancan a bailar juntos a mitad de entrevista.
Tomás se ha pasado la pandemia deseando volver a la pista. Y para no perder el paso, porque en la sala todos dicen que es de los mejores, se iba al Retiro a bailar. Tomás dice muy serio y muy alto que el día que no pueda bailar se pegará un tiro. Tere cuenta que durante el confinamiento ella aprendió a hacer vídeos bailando y que con eso iba tirando, pero que sin baile durante año y medio sentía morirse porque el baile es lo único que tiene ahora, a pesar de que ha hecho y hace de todo, hasta collares, como el que luce hoy sobre el jersey.
— ¿Y de las parejas de baile aquí salen novios también?
— Pueden salir, sí, otra cosa es lo que duren…. , dice Tere. Lo hace señalando a Juan, que acaba de darse la vuelta, y guiñando un ojo.
Juan se ha percatado del gesto y viene hacia nosotros.
“Resistiré, para seguir viviendo/Soportaré los golpes y jamás me rendiré”.
Canta el Dúo Dinámico.
Juan Machuca ha cumplido ya los 81 aunque aparenta, con su traje azul impecable, su cabeza rapada al cero y morena y la piel tersa, por lo menos diez menos y lo sabe porque todos se lo dicen y a todos les responde siempre que la procesión va por dentro. Juan conoció a su pareja, Pilar, bailando. Fue hace 14 años ya. Lo hacían en otra sala Golden que había en la calle O’Donnell. Hoy siguen juntos y bailando.
— ¿Y el baile ayuda a la pareja?
— ¡Por supuesto! Y para ser felices. Cantar y bailar te hace feliz, responde Pilar.
Durante la pandemia se han echado, dicen, “algún bailecito” en casa, pero nada como esto. Juan está pletórico. No es para menos: es el primer día que han vuelto al Golden. No se habían enterado aún de que había reabierto y por eso hoy no puede estarse quieto. “Teníamos unas ganas locas de volver a bailar”, confiesa. “A nosotros, los que tenemos ya una edad y además estamos bien, esto nos ha quitado mucho tiempo. Este año y medio es mucho más que un año y medio.... Además hemos sido los olvidados. Hasta que a Ayuso no se le puso en los cojones decir que no abría el ocio nocturno no hemos podido siquiera bailar”, se lamenta. La libertad era condicional. O no era para todos.
Los mayores, en eso, no son tan mayores. O son unos mayores iguales que los jóvenes. “Por eso a mí no me gusta hablar de mayores, porque les sucede lo mismo que a los más jóvenes, aunque de los primeros no se habla. Han tenido tantas restricciones que provoca que ahora la vuelta la perciban de esa forma, con esas ganas de querer hacer muchas cosas y vivirlas mucho”, explica Manuel Nevado, profesor de psicología de la vejez de la Universidad Nebrija. Cambia, además, confiesa Juan, el concepto del tiempo. “Para una persona que no sabe cuánto le puede quedar es algo más importante y valioso que para otras”, secunda el psicólogo.
“Bailando, bailando/ tu cuerpo y el mío/ llenando el vacío/ subiendo y bajando/ bailando”.
Canta Enrique Iglesias.
Adrián, camarero de la sala desde hace veinte años, presume de clientela. Cuenta que le tratan como a un hijo y que como a un hijo lo abrazan y lo abrazaron también en septiembre cuando volvieron a abrir. Pinilla y Antonio, Pedro y Rosa o Tomás y Tere no son supervivientes de la pandemia, que también. Son, sobre todo, náufragos de un Madrid que no era los relaxing cups of café con leche ni las cañas en las terrazas. Un Madrid hoy casi extinguido en el que se bailaba porque habían crecido bailando, como dice Antonio, porque en esa época había sólo cine o baile. Un Madrid, define Pedro, “más pobre, sí, pero más limpio”. Un Madrid de salas de fiesta y de baile donde la vida se vivía en la pista. Sobre ella se enjuagan las penas y se celebran las alegrías. Ahí siguen. A esa vida han vuelto por fin. A Pinilla ver el Golden año y medio cerrado casi le da un susto peor que el de la vesícula. Y ni siquiera está vacunado. Su vacuna, dice, es el baile.
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