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Sobre agosto como reverso de la ciudad hipermoderna

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Pedro Bravo

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Madrid está abierta 24/7 y le gusta. Como si no descansar fuese una virtud. Como si el movimiento constante fuese un temperamento local que se contagia por el agua del grifo y no una consecuencia de asuntos económicos, políticos y sociales como la libertad de horarios comerciales o el centralismo que afecta también a la agenda de eventos. En cualquier caso, es verdad. Madrid a lo largo del año descansa poco, quizás las horas centrales de la madrugada, o nada, ni siquiera los domingos. Por eso es excepcional lo que ocurre en Semana Santa y en agosto.

Y por eso pasar este mes en la ciudad es un regalo. No lo es para el aproximadamente 40% de los madrileños que no se puede permitir viajar fuera —el porcentaje es similar al de españoles y en el caso de esta ciudad impacta especialmente en el sureste, que es ejemplo de desigualdad y segregación en toda Europa—. Es un regalo para mí, que sí puedo elegir. Y elijo vivir cómo poco a poco la villa va pausando su ritmo, como si viniera de un sprint demasiado largo, hasta que su respiración se calma del todo durante las dos semanas centrales del mes. Incluso Malasaña, tan hiperactiva y turística, para. Aquí, por este momento, la experiencia es que no hay experiencias, salvo la de las obras que reforman los locales que aprovechan el vacío para ponerse, unos guapos para la vuelta, otros más caros para ser traspasados en busca del siguiente hype.

Estar en Madrid en agosto es quizá la única manera de no huir para siempre de Madrid en cualquier otro momento. También es la única forma de evitarse ese Madrid que invade las playas, las montañas y las ciudades que no son ésta. Podría enumerar las cosas buenas que tiene el mes aquí pero es más corto mencionar las cosas malas. Tres: que cierran las fruterías de Julio y de César; que, a finales, uno ya empieza a sufrir el síndrome postvacacional (por el fin de las vacaciones de los demás); y que abundan los artículos sobre las maravillas de pasar agosto en la capital.

No me doy por aludido. En realidad, yo he venido aquí a hablar de los otros once meses y de la manía de Madrid y muchas otras por ser lugares en los que nunca dejan de pasar cosas. Que los sitios donde habitamos sean como cruceros en los que tiene que haber agitación y animación constantes es porque los sitios donde habitamos, en realidad, aspiran a ser cruceros: reclamos especializados en la parte lúdica del sector servicios en los que hacer es siempre sinónimo de consumir. Las ciudades globales expresan en sus relatos de marca y promocionan en sus discursos y campañas publicitarias ser la fiesta de los tiempos hipermodernos que definió Gilles Lipovetsky. Se celebra un hedonismo que, al desvanecerse, sólo deja la angustia latente y se apuesta por el movimiento como fin.

La velocidad nos impide fijarnos en los que se quedan por el camino —vuelvo a recordar el dato del 40% que no tiene para salir— y, de hecho, pararnos a pensar en cuál es el camino. Si, como personas, consideramos que avanzar es en realidad ir cada vez más despacio y estar más a gusto con uno mismo sin necesidad de recibir constantemente estímulos del exterior, ¿por qué como sociedad hemos decidido que el crecimiento que nos conviene es juntarnos a vivir en un parque de atracciones instalado en un cohete a punto de iniciar su trayectoria descendente?

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