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'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.

Gente abandonada por los suyos: sobre 'Días hábiles' de Óscar Campo Becerra

Óscar Campo Becerra

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Un apagón es el disparador de la(s) historia(s). Un pequeño apagón en una barriada humilde. No estamos, ni se crea, en una distopía con meses de oscuridad donde pronto no quedará agua ni víveres, aunque sí es cierto que la delincuencia y el trapicheo imperan en la zona. Pero no, no hay consecuencias apocalípticas, sino que ocurre algo peor: un hombre solo y tiempo para pensar.

Nuestro protagonista (cuyo nombre creo que no llega a mencionarse), acaba de conseguir un puesto más bien precario como profesor de técnicas narrativas para que estudiantes de Derecho y Periodismo obtengan el mejor provecho posible de la que será una de sus principales herramientas de trabajo: el lenguaje. Más que una rígida asignatura universitaria, sus funciones se asemejan más a las de un taller literario, pero la falta de entusiasmo e implicación de los estudiantes no harán más que convertir en tardes y noches de tedio la corrección de los textos a los que da lugar la actividad.

No conoce el barrio ni a ninguno de sus vecinos, aunque por las tardes escucha llorar a un niño, gritar a una anciana pidiendo comida y a los estudiantes universitarios de al lado con su música y un estimulante humo que escapa bajo la puerta. Todo esto con nuestro antihéroe en pleno duelo por una relación extinta (Nayibe) y las dudas ante la posibilidad de abrir otra herida cuando aún no ha cicatrizado la anterior (Claudia).

Los días que no trabaja tampoco son más ágiles. Los quehaceres domésticos le ocupan bastante tiempo debido al estado del apartamento, y el mencionado duelo le hace mirar una y otra vez a ese pasado con Nayibe, en el que podemos intuir un drama que incluye la pérdida de hijos. El autor, como es llamado por sus vecinos, vive ahora su segunda independencia. Tras la separación volvió con sus padres y, transcurrido un tiempo prudencial, estos le dieron a entender, con mucha mano izquierda, que no podían cuidarlo toda la vida. Su padre es un hombre ahorrador que valora el emprendimiento y, aunque ahora, a la vejez, empieza a ser capaz de mostrar emociones y decir a su hijo cuánto lo quiere, también siente que debe hacerle entender el valor del trabajo y la independencia. Y nuestro hombre también lo sabe y disfruta su independencia a pesar de sus modestos ingresos y la constante falta de luz e internet en su nueva residencia. Será en ese mirar atrás, a la vida en común con Nayibe, cuando empiece a sentir la complejidad de la vida en pareja, que tal vez la falta de tiempo para sí mismo le impidió ver / sentir en su momento. No había mucho dinero, pero había vacaciones, carros de la compra llenos y un bonito hogar. Sin embargo una constante presión sobre los hombros, una densa sensación de lastre nunca le abandonó. Ahora que apenas compra café y comida en lata siente y disfruta cada segundo. Tal vez eso era lo que le faltó antaño: el tiempo para pararse a pensar y disfrutar de lo que tenía. Aun así, no ha comenzado aún a bucear los fondos de su recién estrenada libertad cuando Claudia, compañera de trabajo, se cruza en su camino.

Claudia está divorciada y, por alguna razón, siempre parece que le falta algo para ser feliz, como una incapacidad o un miedo injustificado para disfrutar plenamente de todo. De hecho, cuando estaba casada la pareja vivía con los padres de ella, y allí sigue: con recursos de sobra para dar el paso de la independencia, no se decide a avanzar. En pleno florecimiento de su relación con el autor, su exmarido irrumpirá en una escena de alcohol y violencia que, surrealismo mediante, terminará con éste durmiendo en su sofá, algo que a nuestro protagonista le costará mucho aceptar, no en la medida en que Claudia y su ex puedan volver a acercarse, sino ante la aplastante realidad de su insignificancia: «Ni siquiera fui capaz de producir un impacto valioso en el melodrama de Claudia y su exmarido».

Otras voces que se cruzan en esta historia serán las de Julián, un currante que estudia por las noches y va siempre con auriculares esquivando la realidad, parece huir de un pasado algo ajetreado, cercano a la delincuencia, y no sabe dónde meterse para evitar una visita familiar que no soporta. Tendremos también a Miriam, la enigmática propietaria del inmueble, que vive sola en la parte alta del edificio y se comunica a gritos con Ramiro, un joven que la ayuda en su día a día y la provee de comida y medicación a cambio de una remuneración que junto al subarriendo a un joven alemán de parte de su habitación, le permiten vivir mientras pueda seguir retrasando deudas que tiene prácticamente en cada esquina; un matrimonio con hijos y un juerguista solterón completan el reparto de una novela que finaliza con un juego literario en el que el lector no sabe (yo no, al menos) si está frente a un sueño, un delirio o una obra de teatro (pues también hay voces ‘teatreras’ en esta polifonía).

Relatos separados por los muros de una vieja mansión que fluyen hasta convertirse en una novela en la que el autor (y esta vez me refiero al autor Óscar Campo Becerra, no al personaje llamado ‘el autor’), que concibe la escritura como una herramienta para «hacer comunidad», enlaza con mucho oficio las distintas historias y hace gala de una prosa hipnótica y trabajada que se acerca bien a todos los registros, ya sea el joven universitario, el cincuentón vinagres o la anciana solitaria. En resumen, la voz común de una comunidad improvisada de gente abandonada por los suyos. 

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