La ciencia política define el centroderecha como el conjunto de personas u organizaciones que comparten ideologías de derecha y de centro o un intermedio entre ambas. En España, este espacio político ha querido ser representado por el Partido Popular, a sabiendas de que, sociológicamente, una mayoría ciudadana se encuentra situada en el centroizquierda del espectro ideológico y que un endurecimiento de las posiciones de derecha le restaría muchas posibilidades de alcanzar una mayoría parlamentaria. Tras la 'era Rajoy', la llegada de Casado y de otros jóvenes activos del PP generó ciertas expectativas sobre un 'giro centrista' de la formación con sede en la calle Génova. Pero nada más lejos de la realidad. La juventud no es sinónimo de evolución. Y los aires de cambios que su mayor brío suele traer no siempre se materializan en beneficios para el conjunto de derechos y de libertades que regulan la convivencia social. El nuevo PP huele a naftalina. Desde que Casado y su equipo le ganaran la partida a Soraya Sáenz de Santamaría, un rodillo reaccionario ha ido eliminando a todas las voces más aperturistas y centradas del PP. Y, cuando parecía que, por fin, este partido podía metabolizar la serie de derechos y libertades incorporados durante las últimas décadas, la irrupción intimidante de Vox ha ocasionado que el PP se haya posicionado en una localización extramuros, para pelearle los votos y la esencia de la moral a la ultraderecha de Abascal.
Casi sin solución de continuidad, la actividad del Parlamento Europeo ha arrojado dos noticias que confirman esta deriva centrífuga del PP. El partido de Casado se ha abstenido, en sendas votaciones, para que las parejas LGTBI tengan los mismos derechos en todo el territorio de la UE y para que la violencia machista sea reconocida como un crimen a nivel europeo. Casado y sus jóvenes carpetovetónicos se empeñan en generarse gratuitamente puntos de conflicto y potenciar una imagen de intolerancia que, a la postre, les pasará factura. El perfil duro que están construyendo en íntima connivencia con Vox está generando un contexto de legitimidad para que los más radicales se envalentonen y manifiesten públicamente sus políticas del odio. El pasado sábado, por ejemplo, decenas de neonazis se manifestaron en Madrid al grito de “¡Fuera maricas de nuestros barrios!”. Si la dirección del PP tuviera un mínimo de responsabilidad y de pudor democrático tomaría conciencia de que la relación causa-efecto que existe entre estos gestos públicos de fascismo y sus recientes y desnortadas decisiones en Europa es directa y está conectada por una línea recta indefendible.
Los analistas políticos -marcados por ese insoportable centralismo que no les deja ver más allá de los límites geográficos de Madrid- pretenden explicar esta deriva hacia la extrema derecha del PP como la consecuencia de la influencia de Díaz Ayuso en las políticas nacionales de dicho partido. Pero no hay que olvidar que, si existe un modelo de perfecta simbiosis entre la extrema derecha y el PP en el actual mapa político español, éste es el que se ofrece en el Gobierno de la Región de Murcia tras la fallida moción de censura. El escalofrío social producido por la entrada de una representante de la ultraderecha en el Consejo de Gobierno durante la pasada primavera ha dejado paso a un proceso de normalización que algunos preveíamos que iba a suceder. Un Gobierno en cuya estructura conviven una consejería que incorpora las siglas LGTBI a su denominación y una consejera que se opone al matrimonio homosexual no expresa tanto una contradicción surgida de la necesidad de supervivencia, cuanto la superposición coherente de dos posiciones -la del 'supuesto' centroderecha y la de la desacomplejada extrema derecha- que cada vez se confunden más. La Región de Murcia ha sido y es el laboratorio de la reconversión ultra de un partido como el PP, que ha renunciado a las aspiraciones centristas de su relato democrático para abrazar, sin pudor, las tesis de un partido como Vox, abiertamente homófobo, machista y racista. Incluso en la crisis del Mar Menor, el PP ha asumido el grito de guerra de Vox -la agricultura a toda costa, aunque sea ilegal-, abandonando la evidencia de los diagnósticos científicos. La radicalidad es un estado de euforia -tan pronto como crece socialmente, desciende de súbito al día siguiente-. Las mentes privilegiadas que rigen los destinos del actual PP deberían percatarse de ello.
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