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El derecho a la propiedad privada

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Los antiguos romanos entendían que la propiedad daba al dueño el derecho de usar, abusar y destruir lo poseído. Entre las posesiones sometidas a este régimen se encontraban los seres humanos, pues los romanos aceptaban la esclavitud.

En el sistema capitalista actual, aparte de que se ha prohibido la esclavitud, ha evolucionado el modelo de propiedad, entendiéndose de una manera algo diferente a la romana. Hoy entendemos que las posesiones están a disposición de su dueño, pero no de manera absoluta, dado que también tienen una utilidad social. Por ejemplo, un propietario no puede destruir su empresa. Los trabajadores de ésta tienen derechos, y su sustento depende de poder seguir trabajando. Además, el uso de la propiedad está limitado por todo tipo de regulaciones en materia de seguridad, contribución económica a la comunidad mediante impuestos, producción de beneficios sociales, etc. En cualquier caso, nuestro concepto de propiedad, aunque matizado, sigue siendo muy parecido al romano.

Este concepto de propiedad, unido a ciertos modelos socioeconómicos entre los que se incluye el nuestro, facilita que los bienes tiendan a acumularse en un número limitado de manos, pudiendo dejar al resto en situaciones de pobreza y exclusión.

En la república romana la tierra fue siendo acaparada por unos cuantos terratenientes, desarrollándose un grupo social de excluidos que constituyeron un fermento de inestabilidad social. Estas fuerzas 'populares' apoyaron a hombres como Cayo Mario, los hermanos Graco, Pompeyo o Julio César, que lograron poder político mediante la oposición a la élite de los 'optimates'. Aunque desde los Graco se hicieron comunes las campañas de reparto de comida entre los necesitados, una de las objetivos más importantes de este movimiento popular fue la reforma agraria, o lo que es lo mismo: la expropiación de tierras a los más ricos para repartirlas entre los pobres.

La lucha de clases, y en concreto la resistencia a la reforma agraria por parte de los más acomodados, provocó una importante inestabilidad social. Esta inestabilidad llevó repetidamente a que políticos y militares reclutasen partidarios entre los desposeídos, enfrentándose al propio estado y desencadenándose sucesivas guerras civiles. Este proceso culminó en la caída de la república y el advenimiento de un orden jerárquico liderado por Augusto y sus sucesores. Hoy no sorprende a nadie el planteamiento de que la república, u otras formas de democracia, sean incompatibles con las desigualdades socioeconómicas extremas.

El problema de las grandes desigualdades no ha sido algo exclusivo de los romanos. Lo hemos ido encontrando repetidamente a lo largo de la historia. A partir de Marx se ha propuesto, para evitar dichas desigualdades, la propiedad común de los medios de producción e, incluso, la abolición de la propiedad privada, con distintos regímenes comunistas ensayados en diferentes países.

La implantación del comunismo ha ido fracasando en los distintos lugares en los que se ha intentado. Más allá de las calamidades provocadas por la dinámica revolucionaria, y del sabotaje provocado por la oposición internacional, la falta del estímulo al esfuerzo provocado por la desaparición de la propiedad privada ha provocado el imperio de la desidia, la extensión de la desesperanza y el colapso económico.

Tras el fracaso del comunismo nos reencontramos con el problema original. Nuestro modelo de propiedad privada provoca grandes desigualdades. Durante la Guerra Fría, el temor a la extensión del comunismo provocó, especialmente en Europa occidental, el suavizamiento de los aspectos más extremos del capitalismo mediante el llamado estado del bienestar. Tras la caída del muro de Berlín se ha ido desmontando este modelo, volviéndose a un capitalismo más descarnado y exacerbándose las desigualdades hasta el punto de que la fractura social hace peligrar las democracias.

El declive de la clase media y el aumento de la pobreza han llevado a la proliferación de una masa descontenta, presa fácil de movimientos populistas, que provoca una importante inestabilidad en los estados democráticos. El creciente aumento de la opresión económica, si no es corregido, puede llevar a nuevos estallidos y revoluciones, cuyo signo es difícil de predecir (nacionalismos, nuevas formas de comunismo, causas religiosas…).

La dificultad de predecir la causa que puede movilizar las nuevas revoluciones se debe en parte a la falta de un modelo teórico aglutinador que se oponga al capitalismo liberal. Antes de ponernos a quemar contenedores de basura o a asaltar Bastillas sin preocuparnos por saber dónde están los presos que queremos liberar, necesitamos un nuevo modelo socioeconómico por el que trabajar.

Creo que en la construcción de este nuevo modelo hay que revisar el concepto de propiedad privada. Su abolición ha fracasado, mientras que el modelo romano, incluso matizado, lleva a la acumulación por parte de unos y la exclusión de otros. Necesitamos otra versión que, siendo inclusiva, promueva el trabajo y la esperanza de las personas. No basta con la limitación fiscal de los beneficios, pero no sé qué otra cosa podemos hacer. Tendremos que seguir pensando.

Los antiguos romanos entendían que la propiedad daba al dueño el derecho de usar, abusar y destruir lo poseído. Entre las posesiones sometidas a este régimen se encontraban los seres humanos, pues los romanos aceptaban la esclavitud.

En el sistema capitalista actual, aparte de que se ha prohibido la esclavitud, ha evolucionado el modelo de propiedad, entendiéndose de una manera algo diferente a la romana. Hoy entendemos que las posesiones están a disposición de su dueño, pero no de manera absoluta, dado que también tienen una utilidad social. Por ejemplo, un propietario no puede destruir su empresa. Los trabajadores de ésta tienen derechos, y su sustento depende de poder seguir trabajando. Además, el uso de la propiedad está limitado por todo tipo de regulaciones en materia de seguridad, contribución económica a la comunidad mediante impuestos, producción de beneficios sociales, etc. En cualquier caso, nuestro concepto de propiedad, aunque matizado, sigue siendo muy parecido al romano.