Navidad sin cuñados: ¿y si podemos aspirar a algo más que pasar las fiestas 'felices o en familia'?
Cada diciembre vuelve la misma consigna envuelta en luces y brillos: la Navidad es para estar en familia. Es una frase que suena bien, que se repite por tradición, que parece una ley natural. Es un anuncio de turrones. Pero si la colocamos bajo una luz más fría, aparece su grieta esencial: hay quien estaría mejor lejos de esa mesa superpoblada de manjares. Hay quien ama a los suyos, pero no soporta el ruido, la tensión, las bromas repetidas; una coreografía fija en la que cada persona ocupa un rol del que no puede escapar: la que cocina el caldo, el que corta los embutidos, quien habla demasiado, quien se muerde la lengua, quien asiste por costumbre, aunque en realidad preferiría quedarse en casa con una crema de verduras sencilla, un libro y en silencio. Y ahí emerge el chascarrillo, la pregunta que se repite en cada cena de Navidad de empresa: ¿Cómo vas a pasar las Navidades? ¿Felices o en familia?
¿Y si ambas cosas no siempre van juntas?
Durante décadas hemos sostenido fielmente la idea de que la felicidad navideña dependía de la foto conjunta: mantel largo, diez platos, conversaciones obligatorias, cuñados debatiendo, suegras opinando, silencios espesos disfrazados de normalidad. Lo familiar se entendía como garantía de bienestar, pero cada vez más personas empiezan a separar los conceptos, a dudar, a decir que estar juntos no siempre implica estar bien. Que la reproducción de rituales heredados no asegura ninguna alegría; a veces, la impide.
En 2023, SIGMADOS elaboró para IKEA el estudio ¿Y si menos Navidad fuese más Navidad? Los datos son contundentes y me temo que, dos años más tarde, no han mejorado: aunque en España, en general, disfrutamos de las fiestas navideñas con una calificación media de satisfacción de 3,4 en una escala del 1 al 5, una de las principales conclusiones que se desprende de este estudio es que la mitad de los encuestados experimenta estrés en algún momento durante estas fechas (un 49,3%). Los gastos extra son uno de los factores más estresantes (seis de cada diez así lo reconoce), seguido de las compras de regalos navideños (54,2%), así como la alimentación excesiva (47,9%) o la preparación de comidas y cenas (45,2%). También es relevante que un 40% se estresa por tener que ver a personas a las que no les apetece ver, un 39,4% por tener conversaciones indeseadas con familiares y un 30,9% por la cantidad de compromisos en la agenda. Pero una nueva tendencia avanza en voz baja: la de romper tradiciones sin romper vínculos. Redefinir la ecuación para que diciembre deje de ser una obligación emocional y pase a ser una elección serena.
No hablo de conflictos irreparables, sino de algo más sutil y más moderno: de familias que deciden que la felicidad también cuenta, que la paz mental tiene valor, que el bienestar no debería sacrificarse por mantener las apariencias. Hablo de un fenómeno nuevo —medio tabú, medio alivio—: Navidades sin cuñados, sin anexos políticos, sin invitados por compromiso. No como acto de rebeldía, no como egoísmo, sino como acto de bienestar. No se trata de excluir a nadie, sino de cuestionar el automatismo: ¿Y si la reunión familiar funciona mejor en febrero que el 24 de diciembre? ¿Y si es más sano cenar cuatro que catorce? ¿Y si la Navidad puede existir sin ruido, sin tensión ni teatrillo?
Un fenómeno nuevo —medio tabú, medio alivio—: Navidades sin cuñados, sin anexos políticos, sin invitados por compromiso. No como acto de rebeldía, no como egoísmo, sino como acto de bienestar
Las expectativas y su coste emocional
Cuando una celebración exige que todos estemos felices por decreto, cualquier emoción discordante se vive como un fracaso. Por eso, diciembre se llena de sonrisas ensayadas, de brindis que no dicen nada y de conversaciones que evitan todo lo importante. La hipocresía no siempre es maldad: en ocasiones es un simple mecanismo de supervivencia, pero el coste emocional es alto. Un mes entero intentando agradar puede desgastar más que unir. Por eso conviene resaltar que romper una tradición no es, necesariamente, romper una familia: es permitir que los lazos que nos unen se vuelvan más flexibles.
El informe también revela el reverso emocional de diciembre: un 17,4% de la población afirma haber tenido más conflictos con amigos, pareja o familia que en cualquier otro momento del año, la mitad asegura que la relación de pareja se resiente en estas fechas y un 39% admite tensiones con la familia política.
El género también influye: según el estudio, las mujeres reportan más estrés que los hombres durante la Navidad (55,7% frente a 42,5%). Por ejemplo, ellas cargan con mayor presión en la preparación de comidas y cenas (52,6% frente a 37,5%) y declaran más estrés asociado a la planificación que ellos.
Las nuevas Navidades
Las nuevas Navidades no siempre suenan a villancicos. A veces llevan pijama todo el día, un menú mínimo, llamadas selectivas, un paseo sin horario. En ocasiones, consisten en no salir de casa. Otras, en viajar lejos o en elegir compañía por afecto y no por parentesco. Hay abuelos que descansan, hijos que reparten días, parejas que alternan años, hermanos que postergan la celebración a enero. Esa flexibilidad era impensable hace dos generaciones. Hoy es supervivencia afectiva y procura testimonios como el de C., madre de cinco hijos y abuela de ocho nietos: “He sido anfitriona durante treinta y dos años, y solo pensar en diciembre me agotaba. Las pasadas Navidades les dije a mis hijos que no cocinaría. Creí que se enfadarían, pero vinieron con comida hecha y por primera vez me senté a la mesa sin tener que estar entrando y saliendo de la cocina constantemente”, o el de P., que se acerca a la treintena: “Mis padres se separaron y la Navidad se convirtió en una negociación de fechas. Fue así durante años. Este año les dije que no podía más, que prefería verlos por separado en enero y se lo tomaron mejor de lo que esperaba”.
Dejemos de preguntarnos cómo mantener ciertas tradiciones, sino qué tradiciones merecen seguir vivas
Las típicas preguntas
V. tiene 33 años, está soltera y me cuenta que las cenas familiares en Navidad, en su caso, son un concurso no declarado por saber quién compra mejor vino, quién lleva el jamón más caro, a quién le va mejor en el trabajo. Y sigue: “Cuando mis tíos no hablan de ellos, me hacen las típicas preguntas a mí: que si tengo novio, que por qué no lo tengo, que si quiero ser madre. Y cuando no son preguntas, son juicios tipo 'se te va a pasar el arroz'. Siempre es lo mismo, nunca me gusta y no me acostumbro”.
Dejemos de preguntarnos cómo mantener ciertas tradiciones, sino qué tradiciones merecen seguir vivas. Esto tiene que ver con lo que realmente nos hace bien, con lo que nos une de manera genuina. Hagamos que la Navidad sea nuestra y no de nuestras costumbres. No temamos decir que hay Navidades en familia que no son felices. La frase “la familia es lo primero” suena preciosa —y en muchos casos es así—, pero, a veces, lo primero es la salud mental.
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