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Todas las minas de oro de Escocia

LA REINA ISABEL II EN IMAGEN DE ARCHIVO

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Por si no os habéis enterado ha muerto Isabel II; la del canal madrileño no, la otra. Ha muerto una anciana casi centenaria pornográficamente rica y poderosa. Acumulaba, entre una lista interminable de posesiones y objetos, algo que a mí me ha impresionado profundamente: todas las minas de oro de Escocia. La imagino almacenando montañas de monedas, joyas, piedras preciosas, como un tío Gilito encarnado en abuela encantadora con trajes color pastel y sombreros como tartas de confitería cara. Quién no querría tomar el té con ella y que siempre fueran las cinco de la tarde, sonreír, olvidarse del mundo, qué dama tan agradable, qué pronunciación del idioma tan bella. Pero por debajo de esa imagen de tazas conmemorativas a veinte libras la pieza solo hay, solo puede haber, explotación y desmesura. Desequilibrio social. Ingentes cantidades de desigualdad y de sumisión. Súbditos lobotomizados y felices que ingieren el soma del status quo con una alegría escalofriante.

Los ingleses han agradecido a la royal family durante décadas que permaneciera en el país durante la II Guerra Mundial. Este acto heroico, igual de heroico que el de los millones de británicos que sufrieron la guerra, le concedió simbólicamente a la casa real, con Isabel II a la cabeza, un crédito vitalicio: tómate lo que quieras, está to pagao. Ni siquiera ha tenido que hacer frente a impuestos, total, su fortuna solo está en el top ten de la lista Forbes, por detrás de Kim Jong-Un. Ella misma decidió, graciosamente y en medio de una devastadora crisis de popularidad, pasar a contribuir en el año 93; no hubo fiscalización, nadie se lo exigió, por lo tanto, eso se parece mucho a la caridad, esa forma de falsa solidaridad a la que son tan aficionados los ricos. Pero tras su muerte no aplica el impuesto de sucesiones. Repito: a una fortuna de un valor estratosférico no corresponde el impuesto de sucesiones. Una desigualdad escandalosa, qué caro se paga un símbolo; pero una desigualdad con la que los súbditos están de acuerdo, a juzgar por las imágenes de luto y fervor popular que nos muestran los medios.

La desigualdad es el modelo social que ofrece la monarquía. Pero ¿qué es lo que sostiene ese gigantesco edificio?, ¿dónde reside la aceptación de tamaño desequilibrio? En la ejemplaridad no es, no hay más que dar un repaso a los escándalos familiares, que van desde el adulterio al abuso de menores.  En la monarquía hay una mística, un arcano administrado muy pronto a través de los cuentos infantiles, de las revistas del corazón, de las películas de cine y televisión, de todos los transmisores culturales. Vemos a esos súbditos enfervorecidos entregados a un acto ritual de una naturaleza superior, algo que les sobrepasa. No hay opción a la discusión, a la ruptura, a la revisión del pacto puesto que se alude al arcano, aquello que está por encima de la voluntad individual.

El relato de la monarquía es un marco compartido de pedernal, sólido, inexpugnable (no impugnable). La reina ha sido un símbolo vivo que ha durado setenta años. Ese ha sido su mérito: la longevidad; la longevidad y la inmovilidad: mientras todo cambiaba ella permanecía, como una estatua viva de la institución. Hay esculturas que duran menos. Ella, como figura hierática pasa ser recipiente de todas las proyecciones que hacen los súbditos ayudados por la imaginería tradicional. Aunque conviene no excederse en hieratismo porque con su frialdad ante la muerte de Lady Di casi pierde a la feligresía. Un relato aún más potente por poco le come el terreno: tímida y bella princesa engañada y humillada por fin encuentra el amor y entonces muere. Es como el argumento de una telenovela turca. Pero al final el que resiste gana y en resistencia ella ha sido, sin duda, la reina.

Su legado, su fortuna y su puesto de trabajo pasan ahora a su hijo, de más de setenta. Para quienes se preguntan qué es un rey, la respuesta se resume en ese gesto de Carlos III que se ha hecho viral estos días: alguien que no es capaz mover un tintero él solo y que regaña a los demás por no moverlo. Todo carece de lógica y de sentido común, pero es abrazado como si por fuera de esta imagen de cuento infantil no hubiera nada. O peor, como si por fuera de esta estampa idílica hubiera un lugar espantoso y amenazante: una sociedad sin una rígida jerarquía, sin un marco inamovible. Una sociedad un poco más libre, más igual. Qué miedo.

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