Se tiene constancia de que en Bulgaria y en algunas zonas de Albania y del norte de la India la gente no mueve la cabeza para asentir o negar como en el resto del planeta. Por razones basadas en diferentes teorías, los ciudadanos de esas latitudes, la giran de un lado a otro para expresar un sí y de arriba abajo para negar algo. Si ustedes observan la televisión con un cierto detenimiento, comprobarán una imagen que suele repetirse muy a menudo. Un dirigente político realiza declaraciones a los periodistas, rodeado de micrófonos y cámaras, mientras varios correligionarios del protagonista se sitúan detrás, como arropándolo. Una vez que este comienza su disertación, los del fondo empiezan a cabecear al ritmo de sus palabras, no como los búlgaros, los albaneses o los indios, sino de arriba abajo para ratificar lo que dice su líder. Lo hacen del mismo modo que esos perritos de pega que antes se llevaban en la parte trasera de los coches y que, con sorna, en el franquismo algunos llamaban procuradores, por su similitud con lo obedientes que resultaban los representantes políticos de entonces en aquellas Cortes orgánicas.
Uno, que ya lleva sobre sus espaldas la cobertura de bastantes campañas electorales, ha podido comprobar últimamente la aparición de un nuevo personaje en la escena de la política: el mudito o la mudita, dependiendo del sexo del protagonista. Son candidatos que pueden pasarse los quince días de campaña sin abrir la boca y, eso sí, asistiendo a cuantos actos sean convocados por su líder con la única misión de hacer bulto y, por supuesto, colocarse tras él en el canutazo -término utilizado en la profesión para denominar esas comparecencias circunstanciales y de pie- ante los medios informativos. La suculenta recompensa llega luego cuando, tras las elecciones, el figurante o la figurante obtienen plaza de diputado, senador o concejal, con las ventajas económicas y sociales que esto conlleva para los próximos cuatro años. Las últimas autonómicas y municipales de mayo, así como la generales de julio, así lo dejaron patente.
La otra noche le preguntaron en televisión a un exministro por qué había bajado tanto el nivel de la clase política desde la Transición hasta nuestros días. Y el hombre ofreció su argumento con un ejemplo bastante diáfano y convincente: cuando un catedrático, o un reconocido profesional de cualquier disciplina, tiene que plegarse para que el baranda del partido de turno lo incluya en las listas electorales, lo normal es que se quede en su despacho, evite ir a arrastrarse y tener que pasar por semejante trance. Otros, con menos solvencia laboral y escrúpulos, sí que lo harán. De ahí que el nivel, con las lógicas excepciones, sea el que es, y la política se haya convertido en refugio de buscavidas, en general, con poco o nulo bagaje intelectual aunque, insisto, no es cuestión de generalizar.
Entendía Bertrand Rusell que la causa por la que un inepto podía encaramarse al poder, sin demasiadas complicaciones, pasaba fundamentalmente porque los estúpidos, por regla general, vienen a estar muy seguros de sí mismos, mientras los inteligentes suelen albergar en su mente multitud de dudas. La política nacional, y por ende también la regional, está preñada de estos especímenes, en forma de estómagos agradecidos, siempre dispuestos a idolatrar al mandamás, a recordarle lo bien que lo hace y a jalearlo en público y redes sociales. Al tiempo, se mostrarán de lo más sorprendidos cuando, pongamos por caso, este les encienda un mechero, a poca distancia de su cara; algo que ellos interpretarán, sin ir más lejos, como un abracadabrante truco de prestidigitación salido del magín de su amado líder.
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