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Amenazas, pedradas y un cóctel molotov: la sede de Podemos en Cartagena, zona cero de la escalada violenta de la extrema derecha

Persiana de la entrada lateral de la sede de Podemos en Cartagena, con una amenaza pintada: "Al podemita, dinamita"

Álvaro García Sánchez

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“Cuando la mañana del dos de abril me enteré de lo que había sucedido, me sentí triste e indignado. Esta sede nos ha costado sudor y lágrimas mantenerla, todo lo hemos hecho nosotros, con nuestras propias manos”, dice Juanjo, de 52 años, que se encarga día tras día, con la fuerza monótona de la voluntad, de abrir las puertas de la sede de Podemos en Cartagena y de ofrecerlas a los ciudadanos. “Y que venga alguien y te haga esto…”, denuncia, con un matiz de impotencia en la voz, mirando a sus compañeros, que están sentados a su alrededor. “Además, en la base de un edificio de diez plantas, donde viven familias, donde viven niños y personas mayores”, le interrumpe Vicente, y ambos se miran, veteranos, con la complicidad de ser compañeros de fatigas desde hace muchos años.

Ahora la sede, amplia y diáfana, con las cortinas recogidas, está iluminada por un sol de media tarde, pero la madrugada del 2 de abril la única luz que alumbraba su interior era la de un cóctel molotov lanzado contra el zócalo de una de sus ventanas, en una acción violenta sin precedentes que Vicente, con la experiencia de sus 62 años, no duda en calificar como “atentado de tinte partidista, de violencia ideológica”, buscando inmediatamente la corroboración de sus compañeros, todos voluntarios del partido, que dicen “Sí” al unísono, sentados alrededor de la mesa principal de la sede, charlando apaciblemente unos con otros, entre el rumor de la calle y del tráfico de la alameda de San Antón. “Para los que ya tenemos una cierta edad, esta violencia, por desgracia, la hemos conocido demasiado bien”, continúa Vicente con ademanes enérgicos, “para nosotros es la misma violencia que la que ha sufrido durante años el País Vasco, o la que sufrimos con los guerrilleros de Cristo Rey, o con los grupos violentos de Fuerza Nueva”.

Aquella noche del 2 de abril, cuenta Juanjo, alguien, encapuchado, llegó y roció el zócalo de una ventana con gasolina y pintó las cristaleras contiguas, para después desaparecer al fondo de la calle y volver inmediatamente, pero esta vez con una botella de cerveza en la mano que arrojó contra el charco de gasolina y explotó en una llamarada.

La sede, afirma, haciendo un ejercicio retrospectivo de memoria, “había sufrido antes seis ataques”: los dos primeros con pegatinas franquistas, con una diana apuntando a Pedro Sánchez a la cabeza. El tercero, un punto de mira pintado junto a una puerta lateral. En el periodo de desescalada tras el confinamiento, un día Juanjo fue a abrir y se encontró los cristales reventados “con objetos contundentes”, según alegó la Policía después, aunque los cristaleros del seguro consideraron evidente que uno de los cristales estaba agujereado con la forma característica de un disparo. El sexto de los ataques, unas pegatinas con simbología nazi, que llevaban escritas una amenaza explícita: “Al podemita, dinamita”. “Entre tanto”, continúa Juanjo, escuchado atentamente por sus compañeros de partido, “aquí entra gente muchos días y te amenazan, te dicen que porque estás tú solo, pero cuando estéis llenos os vamos a pegar fuego, y cosas así”.

Punto de inflexión de la violencia

Todos coinciden en la escalada creciente de violencia. Piensan que, tal vez, el último ataque a la sede de Cartagena ha supuesto un punto de inflexión. “Es el principio de lo que puede llegar a pasar, es el caldo de cultivo que se está sembrando, no solo por ciertos partidos políticos, sino también por medios de comunicación. Hay total impunidad”, asegura David, de 40 años, que hasta ahora había permanecido callado.

Cuando sucedió el ataque, una ofensa suplementaria se agregó al castigo de la violencia: la de atribuir a Podemos una parte secreta de culpabilidad, incluso una sombra de responsabilidad. En redes sociales, muchas personas acusaron al partido de haberse atacado a sí mismo. Cuestionaron, entre otras cosas, las imágenes y los colores de la cámara de seguridad, incluso la posición de las cortinas. Ángel Luis Hernández, secretario de Organización de la formación, ha asegurado a elDiario.es que “hubo cuentas de la ultraderecha y periodistas que pusieron todo en entredicho”, pero ha matizado que “las cortinas siempre están abiertas para grabar la calle por la noche” y que las cámaras son “monocromáticas”, de modo que todos los objetos aparecen en blanco y negro hasta que hay un cambio brusco de iluminación: el fuego. Entonces se tornan y graban en color.

La prensa regional publicó el 27 de abril que la Policía no descartaba “un ataque autoinfligido”. “Las ideas ultraconservadoras están calando en la gente”, dice Gabriel, que a sus 31 años sabe muy bien el odio que se está generando en buena parte de la sociedad porque trabaja coordinando las redes sociales del partido en la Región. “Este medio informó sin fuentes, difundiendo un bulo”. “Si incluso programas de televisión a nivel nacional nos acusaban del auto ataque. Incluso se llegó a culpabilizar a nuestra portavoz regional, María Marín”, le interpela Silvia, de 49 años, que está sentada junto a Gabriel, con un tono de ironía o de burla ante la falsa acusación.

Surgido el tema de la responsabilidad del ataque, hablan todos, a la vez, aunque de forma apaciguada, porque todos comparten la misma sensación de agotamiento cuando los acusan con bulos que se extienden casi con la misma velocidad con que prendió aquella noche la gasolina, delante de la ventana: “Cuando nos culpan de auto ataque sentimos rabia, frustración, impotencia”, dicen de forma unánime y espontánea.

La portavoz regional de Podemos, María Marín, ha manifestado a este periódico su desilusión por “un periodismo que daña la democracia cuando no se contrastan las noticias”. “Creemos que en periodismo contactar con las personas afectadas es básico, y consideramos que se equivocaron al no tener la profesionalidad de entrevistarnos”. “Hemos llegado a una situación en la que se está culminando una escalada donde la ultraderecha se ha sentido impune. Esto se veía venir ante el blanqueamiento de muchos medios e instituciones. Creemos que si algo así hubiese pasado en la sede del PP, habría sido un escándalo”, ha concluido la portavoz. Fuentes de la Delegación del Gobierno en la Región de Murcia han corroborado a este medio que la Policía, a día de hoy, descarta por completo la tesis del auto ataque, y que la línea principal de investigación apunta a que la deflagración y las pintadas fueron ocasionadas por círculos de la extrema derecha.

“Llaman a nuestra sede y cuelgan, o te insultan, o te amenazan”

Conforme transcurren los minutos y avanza la tarde van llegando nuevos compañeros, y los que ya están sentados los saludan con cariño, los ponen al día, preparan con ellos papeles y documentos para la asamblea que tienen previsto celebrar a las siete y cuarto. Isa, de 43 años, acaba de sentarse junto a su marido Juan Carlos, pero reconoce al instante el tema de conversación y no tarda en aseverar que cuando opinó en Twitter sobre las acusaciones de ataque autoinfligido le dijeron “de todo”: “viva Vox”, “ratas” o “idos a Venezuela”. Sin embargo, los insultos y las amenazas verbales no llegan únicamente desde el escondite tranquilo de internet. Mariano, que a veces también acude a la sede de Murcia, lo ilustra con claridad: “Te sientes vigilado. Día y noche. Llaman a la sede y cuelgan, o te insultan, o te amenazan, o se hacen pasar por personas de otras poblaciones”.

La oscuridad oculta del miedo ha surgido en ellos después de tantos meses de amenazas, de ataques impunes. “Cuando recibes amenazas se te queda muy mal cuerpo. Es un miedo acumulado, es el miedo de pensar en tus amigos, en tu familia, en tu pareja, es la sensación de inseguridad. Hay noches que me cuesta dormir”, continúa Gabriel bajo una atención aún mayor de sus compañeros, que ahora adquieren la seriedad de quien cuenta su experiencia propia ante el miedo, ante la intimidación.

“Antes teníamos las puertas abiertas, para que pudiera entrar cualquier persona. Ahora las cerramos”, dice Mariano, mirando hacia las puertas, hacia la calle. “Es como que, en cualquier momento, no descartamos el siguiente paso, que alguien entre con una navaja, o con un cóctel molotov. Procuramos que no se quede nadie solo en la sede. Cómo voy a quedarme yo solo después de que haya gente que me ha pintado 'Muerte al podemita', continúa, y Juanjo lo mira, desde el otro extremo de la mesa, con un gesto tímido de afirmación en la cabeza. ”Somos realistas y sabemos lo que hay, sabemos la impunidad que tienen. Nos sentimos completamente desprotegidos“, añade el veterano.

Ahora, cuando han entrado casi todos los miembros, dispuestos a comenzar la asamblea, reflexionan en silencio. Gabriel arroja un dato positivo: en las últimas semanas ha notado “un efecto reacción” con mucha gente queriendo afiliarse, transmitiendo mensajes de ánimo. Todos a la vez piensan en Cartagena, en sus más de doscientos mil habitantes, en lo que puede deparar el futuro, en la situación delicada de ellos mismos, los voluntarios de base. Con la mirada detenida en un pequeño jarrón que decora la mesa, David manifiesta que Cartagena “es una ciudad muy militar, con una gran base naval y otra del Ejército de Tierra, donde vive mucha gente de extrema derecha –Vox fue el partido más votado en la ciudad en las elecciones generales de 2019– y donde las personas de izquierdas están estigmatizadas y lo sufren”. “Al fin y al cabo somos el último eslabón de la cadena”, le interrumpe Gabriel, “somos voluntarios, no somos Pablo Iglesias, que tiene su escolta durante todo el día. Somos muy fáciles de atacar”.

Vicente, que había salido a fumar un cigarrillo, entra de nuevo por la puerta, decidido, y otra vez vindica la experiencia de su vida con una actitud expresiva y un tono elevado: “Cada vez están más envalentonados, cada vez son más agresivos, igual que hace muchos años”, y Juanjo le responde, como culminando todas las reflexiones y el recuerdo anterior de los siete ataques sufridos en la sede: “Yo se lo dije al policía que vino aquí, después del último ataque. Esto no va a terminar hasta que tenga que venir un juez a levantar un cadáver. Es la realidad, es así”.

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