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Ingresada por voluntad propia en un hospital en Murcia: “Si mi padre se queda solo no se va a morir de coronavirus, sino de una depresión”

Celia Serrano acompañó a su padre ingresado en el Hospital Reina Sofía de Murcia durante cuatro días hasta que éste falleció

Elisa Reche

Murcia —

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Celia Serrano enterró a su padre Ángel, de 80 años, fallecido a causa del coronavirus el pasado miércoles 25 de marzo. La murciana de 56 años está tranquila: “Nunca me imaginé que estaría tan fuerte en esta situación”. Al día siguiente de ingresar su progenitor en el Hospital Reina Sofía de Murcia el pasado miércoles, el médico le informó por teléfono de que había dado positivo en la prueba del COVID-19. Celia preguntó si podía acompañarlo y la admitieron en el hospital con la condición de no salir del centro hasta que finalizara el ingreso del padre. 

“Tu padre tiene una neumonía importante, me dijeron. Añadieron que no me iban a dar más información hasta pasado el fin de semana. Si mi padre se queda solo, no se va a morir de coronavirus, sino de una depresión, respondí. Así que hablé con mi familia y les dije que me ingresaba”, cuenta Celia a eldiario.es de la Región de Murcia por teléfono.  

La mujer de Ángel había llamado dos días antes de que ingresaran a su marido al 112 y le dijeron que no tenía coronavirus. Aunque el anciano había tenido fiebre el día anterior y se encontraba muy cansado, ese día el termómetro no había subido más de los 38 grados. El ingreso se produjo después porque Ángel sufría pérdidas de orina y los médicos evaluaron que podía tener alguna infección, aunque finalmente se confirmó el positivo por coronavirus.

Cinco días después de estar hospitalizado, Ángel falleció “sin dolor”, relata Celia. Su padre no fue admitido en la UCI al considerar que tenía metástasis tras un cáncer de colon que había padecido 15 años atrás y por el que seguía tomando pastillas radioactivas. “Si ves que se fatiga mucho le damos morfina para que no sufra, me dijeron, y así fue”, cuenta la trabajadora de una agencia de transportes.

Celia llevó todo ese tiempo en la habitación del hospital mascarilla, bata y guantes, hasta que se hartó y prefirió lavarse “50.000 veces” las manos. Cuando pidió otra mascarilla nueva porque se sentía “mareada”, los enfermeros del centro hospitalario le respondieron que ellos llevaban un mes con la misma.

“Me sentí muy privilegiada porque las enfermeras me decían que cuando entraban a las habitaciones se encontraban con ancianos solos llorando. Fue mucho sufrimiento, pero es mi padre y estuvimos hasta el final cogidos de la mano”, dice Celia. “También me ha dado mucha la tranquilidad poder llamar a mis hermanos y ponerles a mi padre al teléfono”, añade. 

“Los sanitarios van con prisas y con miedo”, señala Celia, quien admite que no paró de atender a su padre esos días en el hospital insistiendo para que comiera, dándole de beber, quitándole el sudor o cogiéndole de la mano. “A los mayores les molesta la mascarilla y se la quitan constantemente sin darse cuenta. Si no estás ahí puede que se pasen una hora sin ella”, admite.

La hija se queja de que en la habitación en el hospital que compartía con su padre, a pesar de contar con dos amplios ventanales, la persiana estaba medio echada y no se podía subir ni bajar. “Se podía ver hasta la casa de mi padre. Esas vistas le habrían ayudado a mejorar el ánimo”, apunta.

Celia está cansada y tiene algunas décimas de fiebre. Le ha pedido a su vecino que le compre paracetamol. “Soy muy sana. De nada me sirve meterme el miedo en el cuerpo”, dice a propósito. Tras la muerte de su padre, preguntó en el hospital si le hacían la prueba del COVID-19, pero le dijeron que no era necesario y se marchó sin más. Ahora está haciendo la cuarentana de rigor en casa tras haber despedido a su padre en el entierro, en el que se situó al final y no tuvo contacto con otras personas.

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