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De la Constitución de la Transición a la Constitución de la COVID-19

La Constitución española.

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La pandemia de COVID-19 y su consecuente situación de emergencia han sacado a la luz las debilidades que nos amenazan como sociedad. Es en esos momentos cuando necesitamos una Constitución que nos proporcione seguridad en la garantía de los derechos, capacidad de decidir, protección frente a las amenazas y, sobre todo, un renovado objetivo colectivo. La referencia a una Constitución de la Covid-19 no se refiere, es obvio, a una Constitución para un virus en particular, sino a una Constitución para cualquier virus; para cualquier amenaza similar que nos obligue, como ha sido el caso, a permanecer en nuestras casas, limitar nuestros movimientos, experimentar cómo se evaporan cosas que creíamos muy seguras y que ahora simplemente han quedado en algo que solíamos hacer siempre. 

Sin embargo, ya sabemos que la Constitución actualmente vigente, la que sirvió para la Transición, no puede ser objeto de reforma sustantiva por ella misma. Cada año por estas fechas, cuando todo el mundo habla de reforma de la Constitución pero aún no nos hemos movido de la casilla de salida, el tiempo nos da la razón en esta afirmación a quienes hemos advertido que la reforma de la Constitución es un canto de sirenas, porque los protagonistas del postfranquismo la dejaron atada y bien atada. Tan atada que solo ha sido susceptible de dos concretas enmiendas mediante mayorías parlamentarias coyunturales en momentos muy oportunos. Y nada más. Cuando se trata de tomar grandes decisiones que afectan al “pacto” constituyente de 1978, la Constitución saca las garras y convierte su reforma en una yincana imposible de completar.  

Pongamos por caso que decidimos excluir la pena de muerte del artículo 15, inconcebible en la sociedad actual. O que queremos prescindir de la obligación del Estado en colaborar con la Iglesia Católica del artículo 16. O eliminar la discriminación de la mujer en el acceso al trono, en el artículo 57. O sustituir la determinación del jefe de Estado por sucesión por una elección democrática (Título II). En todos esos casos el procedimiento constitucional deja en manos de la minoría la decisión; es decir, no prevalece el principio democrático de la mayoría, sino el bloqueo de los que mantienen una posición contraria y que, pese a ser los menos, podrían vetar cualquier reforma.

La cuestión se torna más grave cuando nos referimos a los derechos sociales. El Título I de la Constitución no los considera propiamente derechos, sino principios rectores menguados en cuanto a sus garantías y con una naturaleza que roza la irrelevancia. Pensemos en el derecho a la vivienda del artículo 47; o a la salud, en el artículo 46, o a la Seguridad Social, en el artículo 41. Estos artículos, dice la Constitución, no pueden alegarse directamente como derechos constitucionales; solo puede hacerse a través de la ley (art. 53.3), a diferencia del resto del Título sobre los derechos.

¿Está bien que la Constitución discrimine a los derechos sociales del resto de derechos como, pongamos por caso, la libertad religiosa o la intimidad? Por supuesto que no. En 1951 Hannah Arendt hizo referencia en su estudio sobre el totalitarismo al “derecho a tener derechos”. El derecho a tener derechos es justamente la función de los derechos sociales: si no contamos con un techo bajo el que realizarnos, un sistema de salud que cuide de nosotros, unos servicios sociales que nos protejan, ¿cómo podemos afirmar que estamos velando por el derecho a la vida? La ideología constitucional de la Transición responde a una época en la que predominaba en el país la posición que defendía que el acceso a un hospital o a una pensión de jubilación no podían estar garantizados en la Constitución. Las prioridades eran distintas a las actuales. Afortunadamente la situación ha cambiado, y hoy nadie con sentido común está dispuesto a negar el papel del Estado en la protección de las personas.

Pero a la Constitución de la Transición cada vez más se le ven las costuras. No es culpa suya, sino nuestra. Mejor dicho, de los que siguen resistiéndose a activar la decisión democrática y renovar el pacto colectivo. Si la Constitución de la Transición hablara, nos lo diría en voz baja: “Aunque ya no estoy para muchos más trotes, fui capaz de sustituir los ruidos de sables por el 'Sí se puede' del 15M. Consumé mi objetivo: hacer posible la Transición”. Y es cierto, porque es una Constitución que evitó el involucionismo a través de un acuerdo entre las clases dirigentes de la Transición. Solo por esa razón, nunca podemos olvidar darle las gracias.

Pero los retos que enfrentamos ahora son muy diferentes a los que había hace cuatro décadas. Algunos de ellos ni siquiera los conocemos, pero sabemos que pueden ser de gran ferocidad. Quienes nunca pudimos formar parte del pacto de la Transición pedimos un avance democrático para que nuestra voz sea tenida en cuenta. Ningún demócrata puede tenerle miedo a la democracia. Y si lo tiene, no puede, desde luego, creer en ella. 

En definitiva, necesitamos despertar pronto con una Constitución adecuada a los nuevos tiempos.

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