La digitalización como arma de destrucción masiva
El mundo empresarial vive en un frenesí digital al que se suman organizaciones sociales de todo tipo. O eres digital, a lo que se añade agile, en su versión anglosajona, o eres una antigualla casposa.
Se trata de una moda que hay que sobrellevar con buen humor y ciertas dosis de escepticismo sensato para no despistarse de lo realmente importante, que en el caso de las empresas son sus empleados y sus clientes, y después los accionistas; por este orden, ya que invertirlo afecta negativamente a la ecología de las empresas y, por ende, a su cuenta de resultados, que es justamente el resultado de decisiones previas.
La digitalización o la transformación digital de las empresas, como todo lo que se toma como una obligación, es algo no deseable con efectos perversos como igualar por un rasero el modo de competir o acopiar y gestionar la información de modo uniforme. Asimismo, supone buscar eficiencias (léase despidos) sin discriminar el músculo de la grasa o esgrimirla como una fuente de valor para el cliente, cuando en realidad, disuelve el verdadero servicio, que sólo lo puede prestar cabalmente otro ser humano. Esa es la digitalización perversa que “comoditiza” e idiotiza, pues conduce a las empresas rápida y ágilmente al mismo sitio.
Como en el caso del colesterol, existe también la digitalización buena, la que ofrece oportunidades de mejora; que es la que se sabe un medio para fines más importantes, que es consciente de que se agota en lo cuantificable, que es lo único traducible a unos y ceros y que no captura lo intangible ni promueve la creatividad. La transformación digital es tan necesaria como insuficiente, permite a las organizaciones estar en forma para correr la carrera de la competencia, pero no alcanza a ser la fuente duradera y fructífera de la competitividad.
La digitalización usada perversamente ignora que a los resultados les pasa como a la felicidad: si se entrona como meta de las acciones humanas, se hace esquiva y sólo se alcanzan sucedáneos, algunos poderosos, que satisfacen mucho, pero sólo hoy. Dirigir una empresa con incentivos que concentran las acciones intensamente en el corto plazo tiene consecuencias más allá, que en realidad siempre es más acá.
Me viene a la memoria el caso de una entidad financiera, botón de muestra, cuya red está ordenada, se pronuncia “coaccionada”, a la venta a sus clientes particulares de productos y servicios, magníficamente diseñados y digitalizados, que dejan un beneficio inmediato, prioridad omnipresente, que obvia las necesidades reales del cliente. Nadie en esa entidad tiene grandes dudas acerca de que se trata de una mirada miope, que, como diría el castizo, supone pan para hoy, pero no para mañana. En ese caso, la digitalización se presenta como un servicio para el cliente, pero lo que hace es tomar el rábano por las hojas.