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El feminismo regulacionista no existe, pero el pro-derechos sí

Prostitución.

Paula Sánchez Perera

Hay a quien le cuestionan por lo que defiende y a quien, por el contrario, se le rechaza por lo que se cree que defiende. Que reconozcamos y respetemos que existe capacidad de decisión en prostitución no significa que este sea el argumento fundamental para abrazar la postura pro-derechos. Ciertamente, en el sistema capitalista solo las personas privilegiadas eligen en qué trabajar, el resto decidimos entre opciones restringidas a nuestros ejes de opresión. Nadie cobra de un matriarcado socialista, ni siquiera las lesbianas políticas. Todas naufragamos entre mecanismos de colaboración y resistencia y tratamos de que el engranaje neoliberal no se cebe con los sectores más vulnerables. Pese a esto, tanto la criminalización de la prostitución callejera como la explotación laboral a terceros se encuentran, de hecho, legitimadas. Las razones de peso que nos llevan a apoyar la lucha de las trabajadoras sexuales son las violaciones de derechos humanos que se producen en nuestro contexto.

Hacemos referencia a la violencia institucional, los abusos de poder de los cuerpos de policía, las detenciones arbitrarias amparadas por la Ley de Extranjería, el acoso policial, las multas, las fallas en la tutela judicial efectiva, la precarización y la exposición a una mayor violencia que acontecen en la calle gracias a la suma entre ordenanzas municipales, la ley mordaza y el vacío legal en el que se desenvuelve. De otro lado, aquellas que trabajan a terceros sufren la violencia anexa a la explotación laboral en la que caen por encontrarse en un limbo legal que propicia todo tipo de abusos. No disponen de ningún tipo de protección laboral en caso de embarazo, enfermedad o vejez, por lo que siguen trabajando y se encuentran totalmente desprotegidas frente al empresariado que se lleva al menos el 50% de cada servicio, puede imponer las prácticas, la clientela, el no uso del condón y jornadas de hasta 14 horas seguidas, sin descansos estipulados ni semanales, vacaciones, horas extraordinarias reconocidas o plus de nocturnidad. No tienen ninguna protección frente al despido, la salud o la higiene, que queda al arbitrio del empresario. No disponen de ninguna legitimación para exigir el uso de preservativos y se puede vulnerar el derecho a la libertad y a la salud obligándolas a consumir alcohol para que lo hagan los clientes. Tampoco obviamente tienen derecho a huelga, negociación colectiva o a sindicarse y, en caso de que conformen organizaciones que se presenten públicamente como sindicatos, ya se encargará un sector de tildarlas a ellas de proxenetas.

Se producen toda una ausencia de derechos sociales tales como el acceso a la vivienda. Habitualmente se ven abocadas a vivir y trabajar en un club, alquilar una habitación con suerte o al sistema de camas calientes. También se vulnera el derecho a la salud, sufren discriminación y padecen indefensión para acceder a servicios sanitarios siendo las ONG las que les facilitamos información sobre los recursos disponibles; quedan a expensas de que se produzca el contacto. A su vez, sufren indefensión en caso de violencia física y sexual y también la violencia psicológica y simbólica del estigma que reproducen ciertos discursos que las prostitutas interiorizan y que conducen a costes psicológicos múltiples. El estigma se traduce en una cadena de discriminaciones y exclusión social. Y el estigma, a la larga, mata.

Este es el escenario estructural de la prostitución en España. La situación de alegalidad en la que se encuentran se convierte en prohibicionismo en la calle, avalado por tesis abolicionistas. A su vez, la persecución que sufren en la calle favorece la zonificación del ejercicio reacoplándolo a terceros; alterne que está reglamentado en beneficio exclusivo del empresariado. Un matrimonio bien avenido que limpia las calles, reubica a las prostitutas a terceros desentendiéndose de las asalariadas y luego nos dice que, si quieren derechos, se hagan autónomas. Curiosamente, la mayoría que tanto preocupa al abolicionismo no puede darse de alta como autónoma, bien porque no dispone de ingresos suficientes y la estabilidad laboral para hacer frente a la cuota, bien porque trabajan en relación de dependencia o se encuentran en situación administrativa irregular. Y hay quien puede y no quiere, por legítima desobediencia civil -no taxation without representation-. Con todo, habría que recordar que aunque exista la posibilidad continúa en un vacío legal porque el objeto que se vende, el sexo, no es lícito.

Por mucho que se busque a la puta representativa -aquella que case con nuestros presupuestos- no existe una experiencia universal de prostitución. La diversidad es clave y la justicia social se consigna en dar respuesta a cada situación. Por una parte, debe asegurarse la protección efectiva de las víctimas de trata, cifrada en un 14% según la ONU, pues actualmente, lejos de garantizarse, lo habitual es que la trata se utilice como excusa para perseguir y controlar la migración, tal como se denuncia desde el informe Greta del Consejo de Europa. Habría que recordar que existe trata en multitud de sectores y su causa no es la prostitución, sino el cierre de fronteras europeo, las restricciones que impone la Ley de Extranjería y la clandestinidad obligatoria en la que se desarrollan los proyectos migratorios. En síntesis: el racismo institucionalizado del que se benefician las mafias. En segundo lugar, hacen falta alternativas laborales realistas para quienes quieran abandonar el ejercicio. Resulta paradójico que se inviertan más esfuerzos en desacreditarnos que en generar opciones laborales no feminizadas ni precarizadas, para que la prostitución no tenga que ser en ningún caso un destino. Por último, para aquellas que quieran seguir ejerciendo y reivindican la mejora de sus condiciones, el reconocimiento de su condición de trabajadoras, con titularidad de derechos laborales y, por tanto, civiles plenos. Son demandas que no están en conflicto.

Llevamos 23 años insistiendo en que no, no somos regulacionistas. Los modelos de este tipo regulan la prostitución como un problema de sanidad y orden público y se desarrollan a través de medidas administrativas y policiales como los controles médicos obligatorios, la inscripción en registros policiales y la zonificación del ejercicio considerando en qué espacios es legal ejercer. Recrean la división entre prostitución legal e ilegal para las migrantes en situación irregular, prohíben la prostitución callejera, favorecen el ejercicio a terceros y estigmatizan como grupo de riesgo y en la vida laboral. Frente a este modelo también nació el movimiento de prostitutas, es un marco que ninguna asociación pro-derechos defiende y que los sindicatos de prostitutas de los países con modelo reglamentarista critican abiertamente.

Si nos denominamos pro-derechos es porque nuestra prioridad se encuentra en el reconocimiento de estos desde una perspectiva de derechos humanos, cuyo ejemplo más próximo sería el neozelandés. Se trata de poner límites a los empresarios, de evitar las relaciones de explotación laboral que ya existen, de descriminalizar la prostitución callejera, incentivar el trabajo autónomo y, por encima de todo, que el modelo de prostitución que se quiera desarrollar cuente en su elaboración con la participación de las protagonistas. Un modelo revisable por un comité de evaluación en el que participen las trabajadoras, que vaya fortaleciéndose de sus fallas para garantizar la protección frente a la violencia, la explotación, la coerción y el machismo a las más vulnerables. Ahora, si se quiere llamar regulación a cualquier interjección legal en prostitución, hablemos claro, porque esta ya existe con el alterne, el uso del espacio público y la penalización de aspectos concomitantes al trabajo asalariado e independiente.

La frecuente asimilación entre regulación y enfoque pro-derechos, el desequilibrio de información sobre las cuatro posturas del que dispone la población, no es inocente y sí un síntoma de que el debate nunca ha sido tal cosa. Mientras nos meten en el mismo saco, se obvia quién tiene el monopolio del poder institucional, académico y los recursos asistenciales. Quienes defendemos esta postura no somos un todo monolítico. Hay quienes apoyan una visión pro-sexo y se concentran en reconocer la capacidad de decisión. Hay quienes desean la abolición a largo plazo, pero conscientes de la gravedad de la situación abrazan el principio de reducción del daño. Hay quienes, incluso, veníamos del abolicionismo y el trabajo de campo en las zonas de ejercicio nos hizo ir deconstruyendo una serie de supuestos. Cuántas instituciones son patriarcales, como el matrimonio, refugio indiscutible de la violencia machista y, sin embargo, no existe un movimiento organizado por su abolición. Cuántos trabajos están igualmente atravesados por el patriarcado y el capitalismo, como el servicio doméstico, y sin embargo nos solidarizamos con sus proclamas de alcanzar condiciones dignas de ejercicio.

Nos quedan muchas cuestiones en el tintero, como los clientes, por supuesto. Asunto, por cierto, sobre el que las trabajadoras sexuales han escrito ríos de tinta, pero no podemos convencer a quienes se niegan a revisar su sesgo de confirmación, la tendencia a valorar solo aquella información que confirme sus creencias. Cierto es que las que se autodenominan trabajadoras sexuales no son todas. Romper con el estigma, politizarse, organizarse y tener el valor de visibilizarse no es fácil, pero son un movimiento internacional y creciente desde los años 80. Es una maniobra perversa reducir a las que dan la cara al rótulo de privilegiadas cuando lo que están exigiendo es disfrutar de los mismos ‘privilegios’ que el resto de la clase trabajadora. En la misma operación, se borra intencionalmente el hecho de que los reclamos de las escorts son exactamente los mismos que los de las asalariadas y de calle como Prostitutas Indignadas del Raval, AFEMTRAS de Villaverde o el Colectivo de Prostitutas de Sevilla.

Pareciera que la preocupación central no son las putas, sino los efectos simbólicos de normalizar la prostitución. Si de verdad preocupara el machismo en la prostitución, con mayor razón buscaríamos que estuviesen protegidas frente a este. En Nueva Zelanda una trabajadora puede rechazar a un cliente sin dar ningún tipo de explicación, incluso después de habérsele pagado. Con todo, para que la ansiada revolución que erradique de base las instituciones patriarcales pueda llegar a buen puerto, no podemos olvidar dirigirnos primero hacia la feminización de la pobreza. Condenar a la clandestinidad y a la vulneración de derechos humanos no nos parece la mejor opción; multar a las que ejercen en la calle, desentenderse de las asalariadas y decirles a las que quieren trabajar que ahí tienen la cuota de autónomos sí es neoliberal. Pervertir la justicia social en sistema carcelario y exclusión como en Suecia, también. Si no se quiere dar el brazo a torcer al menos que no se les exija a quienes nunca se ha considerado como sujetos políticos la misión de erradicar el patriarcado, el capitalismo, la alienación y el trabajo asalariado. Y sí, es trabajo.

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