La gramática del consenso
No falla. Es nombrar la reforma electoral y al instante los portavoces del bipartidismo sacan de la chistera el manoseado señuelo del “consenso”. Pero, de puro viejuno, el truco hace ya mucho que no cuela entre una ciudadanía considerablemente más formada y exigente que la de hace 40 años. Y, si hay algo que subyace bajo la espontánea sensación de extrañeza que provoca esa apelación a un fantasmal “consenso”, son razones bien fundadas.
Hay, en primerísimo lugar, una contradicción meramente semántica. Esto es, un uso incorrecto del lenguaje en el nivel léxico, el habitual, para entendernos, en los niños: “eso no se dice así”. Cuando dos partidos que suman alrededor de un tercio del electorado proponen una modificación de las reglas, carece de lógica alguna argumentar que hay que mantener el consenso, puesto que la propia configuración de la realidad implica que no hay ningún consenso que mantener. Es como aquello de ordenarle a alguien que sea espontáneo: la propia oración carece de sentido. El lenguaje no se usa aquí para comunicarse, para establecer un diálogo, para posibilitar un acuerdo; se usa para oscurecer, para entorpecer, para tergiversar. Lo importante no es decir, lo importante es ocultar.
Este primer sinsentido, lingüístico, desvela ya el trasfondo puramente antipolítico que subyace bajo esa apelación al consenso. Es evidente que, si no hay consenso – y no lo hay - habría que alcanzarlo… ¡precisamente por eso se afirma que lo hay! Así evitamos la política. El consenso no es el final de un camino que todos hemos de transitar, sino la barrera que impide iniciar la marcha. Es un consenso que niega de raíz la actividad política, un consenso que la inutiliza.
Por lo demás, en cuanto la tesis del consenso no se esgrime como pura y explícita negación de la política, sino que aventura a desarrollarse un poco, las contradicciones saltan a la primera de cambio. Se alega que las reglas han de estar consensuadas entre “todos”. La tesis es falsa en el sentido puramente descriptivo – no están consensuadas, es obvio – pero también en el normativo: es falso que todo lo consensuado sea democrático.
Las constituciones tienen una parte que entre nosotros suele denominarse “dogmática” y entre los anglosajones “Carta de Derechos”, lo que indica que ellos utilizan el lenguaje para trasmitir la ley a la gente, no para hacer ostentación de la cultura jurídica de los legisladores. Esa parte es la que recoge aquello que precisamente no está sometido a consenso alguno. Los derechos fundamentales no son, en efecto, ni negociables, ni consensuales, ni debatibles, ni nada remotamente parecido. Son inalienables, esto es: no se le pueden arrebatar a nadie. Pertenecen a la concepción moral de la democracia, porque la democracia ni es ni ha sido nunca un mero conjunto de instituciones, sino, mucho antes que eso, una cosmovisión ética, esto es, una determinada concepción del ser humano.
Esto, que es el abecé de la Teoría de la Democracia, implica ciertas cosas. La primera, que no cualquier consenso es democrático. Un consenso entre demócratas y racistas cuyo resultado sea una legislación que discrimine en cierta medida a los negros no será democrático. Podrá discutirse si, en una determinada situación, tal arreglo constituye una salida política provisional a un determinado conflicto, pero esa provisionalidad será también e inevitablemente una particularidad de la democracia resultante mientras no se acometa su reforma.
Sustituyan ahora “racistas” por “franquistas”. Que la constitución de hace 40 años no haya podido modificarse por la ciudadanía española – las dos únicas modificaciones han venido de fuera, no de la gente – es el mayor exponente de que hay algo importante que se nos escapa. Lo que ahora ocurre con la reforma electoral viene a iluminar esa escurridiza carencia.
El voto igual es uno de esos derechos inalienables propios de la concepción democrática. Su justificación es cristalina: si la ley nos obliga a todos por igual, todos hemos de elaborarla por igual. Nadie es más que nadie. Eso, que pertenece al ideario elemental de cualquier demócrata, no se cumple en España.
Aquí, los dos mayores partidos del país defienden lo opuesto, el voto desigual. En público, abiertamente. Y cuando otros intentan una reforma - por lo demás miserable, roñosa y testimonial; una reforma sencillamente vergonzosa en su evidente insignificancia frente a la enormidad del derecho pisoteado - esos dos mismos partidos se atreven a achacarles que lo hacen buscando su propio beneficio… ¡ellos, que llevan 40 años sobrerrepresentados y siguen estándolo! Ríase usted del caciquismo.
Y ocurre – esto, como sociedad, es lo más triste - que nadie levanta la voz más allá de su particular banderío, como si el voto igual no tuviera que unir a gentes de derecha, de izquierda, de centro, de arriba y de abajo. ¿De veras no hay nadie, nadie, en el PP o en el PSOE que tenga la mínima decencia de declarar que esto es una vergüenza? ¿Ni un solo militante, cuadro, intelectual o Think Tank de esos partidos? ¿Pero por qué se ha de sobrerrepresentar a unos votantes sobre otros? ¿Se defendería igualmente que a los votantes del PP o del PSOE se les otorgue mejor asistencia sanitaria? ¿Y por qué, entonces, han de estar privilegiados en cuanto a su representación política?
No hay consenso alguno. Lo que hay es una enorme mayoría ciudadana que quiere reconstruir uno nuevo entre todos. Y algunos, firmemente aposentados en sus privilegios, se oponen. Eso es todo. “¡El consenso, oigan!”, balbucean instintivamente. Ya ni siquiera es afasia política, es pura incoherencia verbal.