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La guinda del pastel

El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, acompañado por el ministro de Justicia del Gobierno, Juan Carlos Campo

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Hace unos días Ignacio Escolar, director de elDiario.es, se hacía eco del aprovechamiento de prerrogativas que desde el poder político viene haciéndose para situar a los cercanos en lugares de privilegio dentro de la justicia.

Pocos días después un destacado catedrático de derecho constitucional, Javier Pérez Royo, hablaba de la inconstitucionalidad de la ocupación de un órgano constitucional como es el Consejo del Poder Judicial, lo mismo que otros colaboradores ilustres ( José María Martín Pallín, por ejemplo) vienen denunciando.

Y unos días antes yo mismo escribía sobre las tribus, fundamento a que responden, a mi parecer, algunos de los comportamientos dirigidos a asegurarse un buen rédito para los intereses de cada quien. En resumen, el origen, la estrategia y el resultado.

Hoy quiero referirme a alguna propuesta de solución que venga a desactivar lo que se anuncia como imposible, en tanto el juego de las mayorías legalmente exigidas lo está impidiendo, seguramente debido a la falta de conciencia institucional, de respeto constitucional y de aspiración torticera a mantenerse como okupas en un Poder del Estado.

A la vista del veto que unos y otros están poniendo a la renovación de un órgano constitucional, seguramente amparado en oscuros intereses, no sé si estoy en lo cierto al pensar que el verdadero interés no es otro que el aseguramiento del resultado de decisiones judiciales que en breve tienen que abordarse en asuntos graves.

Desde el conocimiento que me da asomarme a la balconada de la justicia después de 44 años de ejercicio profesional en sus entrañas, se me ocurre que hay dos medidas complementarias que podrían ayudar a desbloquear una situación inadmisible y prolongadamente antijurídica, seguramente desactivando los puntos calientes que bloquean sine die cualquier negociación:

La primera, consistiría en objetivar hasta el máximo posible el sistema de nombramiento de altos cargos judiciales, algunos por cierto carentes de justificación desde una perspectiva democratizadora de la Justicia, que ya sería hora. Con el compromiso de elaborar una buena y exhaustiva relación de puestos de trabajo a designar participando todos los concernidos, la baremación técnica independiente de todo candidato y la elección con publicidad y transparencia, se estaría garantizando la designación de los mejores para cada uno de los destinos vacantes a cubrir.

La segunda, consistiría en la limitación de las puertas giratorias parcialmente, impidiendo que aquellas personas que legítimamente hayan participado en concretos puestos de responsabilidad vinculados con algún grupo político, tuvieran la posibilidad de reingreso al ejercicio de la función jurisdiccional, pero solo en aquellos órganos que no tienen vinculación con las eventuales responsabilidades que pudieran derivarse en cada caso. Me estoy refiriendo a órganos de la jurisdicción penal, contencioso-administrativa o cargos representativos de la Carrera judicial.

Por cierto, la primera solo exigiría un compromiso firmado por los eventuales aspirantes para adoptar como primera medida de su mandato los criterios de objetividad que se proponen; y la segunda, una modificación de Ley Orgánica, que, si se quisiera, tardaría un santiamén en desbloquear una situación inadmisible, seguramente inmoral y prolongadamente antijurídica, no superior al que requirió la modificación del sistema de la jurisdicción universal.

No se deriva de ninguna de tales medidas que haya limitación de derechos para quienes accedan a “elevados” puestos por su valía y cualidades personales dentro de otras instituciones del Estado, normalmente vinculadas con el partido político que en cada caso pudiera desempeñar el poder en cualquier ámbito de la administración local, autonómica o general.

A su vez, se podría garantizar con ello que los que tienen verdadera vocación y estén especialmente cualificados para desempeñar los mismos pudieran prestar ese servicio sin merma de las posibilidades de retorno a la carrera a la que originariamente optaron.

Tampoco me parece que estas propuestas sean descabelladas cuando, no solo vengo denunciando desde antiguo la vigencia del sistema de tribus en la designación, nombramiento y garantía en determinadas decisiones que pertenecen a la discrecionalidad del que ocupa el poder, -aun cuando la arbitrariedad en ocasiones se disfraza de discrecional-; ni que resulte extravagante cuando todos los partidos políticos con representación parlamentaria firmaron el Pacto Estatal contra la Corrupción y por la Regeneración cívica, que Fundación por la Justicia y otras 55 organizaciones de la sociedad civil presentamos el 10 de diciembre de 2015 con la finalidad exclusiva de recuperar la credibilidad de las instituciones del Estado, entre las 150 medidas en todos los ámbitos a las que aquel Pacto se refería.

Dejemos de retarnos a duelos incruentos y de citarnos al espacio de enfrentamiento que a nadie importa y afecta a intereses partidarios, en ningún caso al interés general, desacreditando periódica y permanentemente instituciones del Estado en las que se dice creer.

Frente a la pretensión de asegurar el buen fin de políticas partidarias y el resultado cierto de investigaciones que les preocupan, parece más digno ser honestos y jugar las mismas cartas que el resto de los mortales cuando acatamos las decisiones de un poder independiente -incluso aunque no las compartamos-, que solo debe regirse por la ley previamente aprobada por los parlamentarios legítimos y por la aplicación exigente y rigurosa de los valores y principios constitucionales que normalizan la vida pública y garantizan principios tan relevantes como los de la justicia y la igualdad, fundamentos del Estado de Derecho.

Decidida la guinda, ¿qué otro trozo del pastel competencial del Consejo impediría renovar? Es hora de desbloquear la Constitución.

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