De la «ley sin democracia» a la Ley para la Memoria Democrática
El 26 de abril de 1940 se publicó un decreto, firmado por el general Franco y su ministro de Justicia, que daba amplias facultades al fiscal del Tribunal Supremo para instruir un gigantesco proceso judicial que sería conocido como “Causa General” y cuyo objetivo era la represión de los “actos delictivos” llevados a cabo durante la “dominación marxista” en España, un periodo que el decreto situaba entre la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 y la victoria franquista de abril de 1939. El principal objetivo de esta Causa general era organizar la represión de los enemigos del denominado “Glorioso Movimiento Nacional”: en un ejercicio que el propio Ramón Serrano Suñer, entonces ministro de la Gobernación, calificaría muchos años más tarde de “justicia al revés”, se consideraba como “rebeldes” a quienes se habían mantenido fieles a la legalidad republicana y se habían opuesto, por activa o por pasiva, al golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Pero el decreto, como otros instrumentos legislativos de la dictadura tales como la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, también tenía efectos retroactivos, vulnerando uno de los principios constitutivos de toda norma legal: así, ocupar un cargo político o sindical, o simplemente haber apoyado a las instituciones republicanas desde febrero de 1936, se convertía en un delito.
Al amparo de este proceso, y de otros similares que comenzaron en las provincias ocupadas por los rebeldes durante la guerra, se produjeron más de 41.000 fusilamientos (la cifra corresponde a los casos documentados hasta el momento, pues la cifra final de represaliados sigue siendo objeto de investigación), fruto de sentencias de muerte dictadas en juicios que no contaban con las mínimas garantías procesales. La Causa General estuvo activa durante más de 30 años, puesto que no se extinguió hasta 1969: el último ejecutado por causas directamente imputables a su actuación durante la Guerra Civil fue, en 1963, el comunista Julián Grimau.
Si bien el principal objetivo de la Causa General era organizar la represión, también cumplió otros objetivos de gran importancia para asentar la legitimidad de la dictadura y su control sobre la población, en particular una función de propaganda y de establecimiento de una memoria oficial de lo acaecido durante la guerra (y durante el último periodo republicano). El propio decreto de 1940 estipulaba que “a la Historia y al Gobierno del Estado interesa poseer una acabada y completa información de la criminalidad habida bajo el dominio marxista”; se trataba, explícitamente, no solo de impartir justicia, sino de escribir la Historia. La Causa General representa así un impresionante acervo de documentación, fruto de una campaña sistemática de recogida de información apoyada de manera importante en la delación, sobre los hechos violentos acaecidos en las zonas que permanecieron bajo control republicano durante la guerra y de las víctimas de la violencia republicana, con especial mención a las miles de víctimas de la violencia anticlerical. Como señala el historiador José Luis Ledesma, la Causa General se convirtió también en una “gran campaña propagandística remitida al consumo interno”: entre 1941 y 1963 se publicaron varios volúmenes que daban cuenta de los avances de la investigación, ilustrados con abundantes fotografías (algunas de ellas, como ha sido demostrado, manipuladas o sacadas de contexto), que se enviaron a todas las bibliotecas públicas del país. La Causa General fue, de este modo, un potente instrumento de construcción de memoria pública de la guerra y de sus orígenes, una memoria unilateral que se ocupaba únicamente de una categoría de víctimas, que fueron homenajeadas y cuyos nombres ornaron los frontones de las iglesias.
Así se consolidaba una visión monolítica de la actuación del bando republicano que, bajo el epígrafe de “barbarie roja”, alimentó los imaginarios colectivos de los españoles durante décadas. Y de paso, la otra violencia, la sufrida por las víctimas del golpe de Estado y la dictadura franquista, muchas de las cuales tenían como único delito apoyar a las instituciones legales, tener simpatías izquierdistas o simplemente estar en el lugar y el momento equivocados, quedaba legitimada bajo las apariencias de una operación de administración de justicia.
Por otra parte, la dictadura no siempre se amparó bajo un paraguas legal para justificar sus acciones represivas. El mapa de España está punteado de fosas en las que yacen víctimas de ejecuciones extrajudiciales, algunas de las cuales se produjeron mucho después de que finalizara la guerra civil. Por poner un solo ejemplo, en septiembre de 1947, en la provincia de Teruel fueron torturados, ejecutados y enterrados en dos fosas comunes 24 campesinos como represalia tras el asesinato de una familia, incluidos dos niños, en la localidad de Gúdar por parte de un grupo de guerrilleros. La orden fue dada por el general Manuel Pizarro, en aquellos momentos gobernador civil de Teruel y jefe de la V Región de la Guardia Civil. Una de las fosas comunes, que contenía los restos de 12 personas, no fue descubierta hasta 2012 en el término municipal de Aliaga; la otra todavía no ha sido localizada. La ejecución de civiles como represalia es una práctica propia de tiempos de guerra: durante la Segunda Guerra Mundial se produjeron algunas especialmente monstruosas, como la matanza en marzo de 1944 de más de 300 civiles en las Fosas Ardeatinas, en Roma, por los ocupantes alemanes. Sus responsables acabaron delante de los tribunales italianos, aunque en uno de los casos, el del capitán de las SS, Erich Priebke, que había conseguido huir a Argentina, hubo que esperar a 1995. En España, el estado de guerra no se levantó hasta 1948 y la justicia para los asesinados no llegó nunca.
La mayor parte de las sociedades europeas son herederas de un pasado traumático y violento. Las llamadas “leyes de memoria”, que comenzaron a aprobarse en varios países (en particular Francia y Alemania) a partir de los años 90, no tienen como objeto reabrir viejas heridas (que en algunos casos, como el español, nunca se han cerrado completamente), sino dotar a las sociedades de instrumentos de comprensión y de superación de dicho pasado que faciliten la convivencia y la identificación de la comunidad nacional con una historia común. En vista del uso ideológico que desde ciertos sectores se está haciendo de dicho pasado, de una manipulación de la historia a veces fruto de la ignorancia y más frecuentemente interesada, y sobre todo de las carencias en materia de justicia y reparación que el relator de la ONU Pablo de Greiff puso de manifiesto en 2014 en el caso español, la Ley de Memoria Democrática aprobada este mes de julio en el Consejo de Ministros es una necesidad.
Una parte de la sociedad española, y de su clase política, todavía permanece anclada en la versión del pasado construida desde el franquismo a través de múltiples instrumentos: la Causa General, pero también la educación, las instituciones, la propia escritura de la Historia. Quienes crecimos durante la Transición aún escuchamos mencionar en la escuela a la dictadura como “el régimen anterior”, sin ninguna alusión a su carácter dictatorial. Desde la Transición se ha avanzado mucho camino, y en particular desde la adopción de la Ley llamada “de recuperación de la memoria histórica” de 2007, pero 43 años después de la promulgación de la Constitución democrática es momento de que el Estado español supere de una vez por todas las consecuencias de la legislación represiva franquista (esa “ley sin democracia” a la que aludía recientemente Pablo Casado, y que en ocasiones ni siquiera se molestó en respetar su propia legalidad) y asuma su responsabilidad de cara a las víctimas.
La anulación de las condenas emitidas en el marco judicial de la represión franquista, el derecho a la verdad y a la reparación de las víctimas, la anulación del expolio organizado por la dictadura a través de una ley, la Ley de Responsabilidades Políticas, que decretaba la expropiación legal de los bienes de sus oponentes políticos, el reconocimiento de la contribución a la democracia de determinados colectivos como los exiliados republicanos o de la particular violencia sufrida por muchas mujeres, no deberían ser consideradas como lujos o caprichos de una izquierda revanchista, sino como condiciones necesarias para una convivencia democrática sana y madura. No se trata de reescribir la historia, que es el trabajo de los historiadores, ni de establecer una memoria oficial, puesto que cada individuo o colectividad tiene derecho a la suya propia. Se trata de superar, de una vez por todas, los restos de la memoria oficial de una dictadura que quiso dejarlo todo “atado y bien atado”, y de restablecer la dignidad y el derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación de sus víctimas y de sus herederos.
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