Mala comida, peor tiempo... y Brexit
Quien más y quien menos, cuando aterriza en Reino Unido sabe que pisa suelo neoliberal de cuna. Cuando Thatcher invoca al individualismo más puro del “uno se hace a sí mismo”, no solo se alinea con la cultura yanqui y su tierra de las oportunidades, sino que ataca, muy a sabiendas, a la conciencia de clase. Oportunidades hay, siempre y cuando produzcas. No importa de qué barrio vengas, en qué colegio hayas estudiado, ni las opciones que hayas tenido. El éxito es proporcional al trabajo y los rebotados del sistema sólo serán los vagos.
Vivo en Mánchester, una de las ciudades de mayor crecimiento en -hasta hace poco- Europa, donde la cifra de homeless (personas sin hogar) se duplica cada año. Ciudadanos que, sin duda, no se han esforzado lo suficiente para tener una vida mejor.
Ser inmigrante es algo que cala con el paso del tiempo; con independencia de si te gusta viajar, tu trabajo o tu inquietud por una cultura nueva. Más aún, tomar conciencia de ser exiliado económico te lleva a asumir que te has ido por razones que están por encima de ti y tienen que ver con personas concretas y políticas concretas.
Decía Juan Diego Botto sobre el exilio: “la ciudad no te contiene”, y te sientes identificado al caminar sin recuerdos propios o referentes, por calles que no cuentan tu historia ni te reconoces en sus esquinas.
En esas andábamos por 2015 cuando Reino Unido se despertó con la filtración del gigante bancario HSBC, desnudando la complicidad de algunas entidades financieras con el fraude fiscal. Meses después de escándalos equivalentes como el de RBS o phones4you que han parecido diluirse sin responsabilidades, te dices: “Esto me suena”.
Pero también piensas: “Aquí, al menos, un ex primer ministro pide perdón públicamente por la foto de las Azores”. Los cargos públicos, por otra parte, no practican alunizajes en la puerta del Primark, bien porque les va a caer una multa o, a diferencia de Espe, porque su sueldo les permite gastar en tiendas más caras y/o en un parking.
En fin. No esperas protagonizar un 80% de las portadas del Sun o el Daily Mail en esas mismas esquinas, donde entonces sí te reconoces pero esta vez señalado como “culpable” de situaciones que te trascienden. Tú trabajas, coges tu autobús, pagas tus impuestos.
Te dices, esta sociedad británica, de creciente brecha social y agrietados servicios públicos, bien pudiera fijarse en alguno de los escándalos anteriores para no caer en el debate demagógico sobre el inmigrante que viene a quitar puestos de trabajo y vivir de los benefits (subsidios). Por pensar que sólo en España somos así de catetos.
Sin embargo, ese fue más o menos el nivel, y el referéndum del Brexit fue tomando cuerpo tras una doble tensión de derechas difícil de entender para alguien de fuera, después de un abrumador triunfo tory (conservador) que tranquilizó en cierta medida a una población cuyo voto transmite hoy más preocupación por una posible inestabilidad económica que por un repunte de las políticas neoliberales.
Aunque viviéramos una burbuja inmobiliaria en alza, aún con el parque de vivienda social desaparecido, una privatización incipiente del sistema sanitario (¿les suena?) o con una una crisis de refugiados (que además no pagan impuestos) a las puertas, en Calais (Norte de Francia).
Un periodista inglés me confesaba: “Somos el único país en crecimiento y sin ser rescatado que está aplicando recortes”. ¿Cómo le llamamos a eso?
Durante 2016, mientras el laborista Corbyn dejaba serias dudas sobre su europeísmo, posiciones de izquierdas ajenas al partido iniciaron un análisis bastante periférico al debate pre Brexit, promoviendo una salida desde un enfoque crítico. Como si en algún momento se estuviera cuestionando la Europa de la austeridad o el atropello de la Convención de Ginebra. Lexit, de Left + Brexit, pero al final alineado con una minoría ruidosa y ultra derechista a la que Cameron le debía un referéndum.
El debate Leave vs. Remain (irse o permanecer en la UE), de escasa reflexión y mucha demagogia, no solo pareció obviar cualquier revisión a las instituciones europeas en sí, sino que tocó los palos más bajos del segregacionismo. Un autobús con la foto de refugiados sirios en la frontera Eslovena se paseó con el eslogan “tomemos el control”, junto con otro –más famoso- clamando 350 millones de libras semanales pagados a Europa que volverían a las arcas de la sanidad pública. Una cifra que Farage , líder de UKIP, desmintió tan solo un día después de la votación.
Asustó, y mucho, la campaña por la alcaldía de Londres, en la que el candidato conservador afirmó impunemente que Sadiq Khan, laborista (y musulmán), legitimaría determinados extremismos. Lo hizo en un artículo ilustrado con una imagen de los atentados de Londres en 2005. Con esto no apunto a un país racista a pie de calle, si bien un sector de la población que coquetea con esa intolerancia se ha visto espoleado por el resultado y por ejemplos tan miserables.
Al final, la gente más abierta en Reino Unido te dice “lo siento por vosotros” y tú piensas, “siéntelo por tus hijas”, “siéntelo por tus nietos”, dejando por un momento de lado que tras la puesta en marcha del artículo 50 tal vez tengas que pedir un visado.
Hecho el destrozo, unos políticos se llevan las manos a la cabeza y otros claman por un triunfo en representatividad frente al oscurantismo de Bruselas. Mientras, los extranjeros echamos de menos la simple aclaración pública de que Brexit no justifica en modo alguno delitos de odio o exclusión, entre los que incluiría las declaraciones de Theresa May instando a elaborar un registro de trabajadores no británicos. Inquietud.