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La mejor reforma de pensiones, con un defecto importante

Una pareja de pensionistas.

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Ya hay acuerdo entre el Gobierno, sus socios y Bruselas para la última fase de la reforma de las pensiones. A falta de que la negociación final con los agentes sociales y otros grupos parlamentarios modifique algunos puntos, ya estamos en condiciones de realizar un análisis bastante completo y preciso de lo que nos espera.

Antes de proceder a ello es importante recordar que el sistema de pensiones ya ha experimentado algunos cambios importantes durante esta legislatura. Entre ellos se encuentra la revalorización de las pensiones al ritmo del IPC (para que no pierdan capacidad adquisitiva por culpa de la inflación), dificultar la jubilación anticipada (para acercar la edad de jubilación efectiva a la edad de jubilación oficial), la supresión del Factor de Sostenibilidad que diseñó el gobierno de Rajoy (que hubiese ido recortando las pensiones futuras a medida que la esperanza de vida aumentase) y la aprobación del Mecanismo de Equidad Intergeneracional -MEI- (que es un recargo de las cotizaciones sociales para nutrir la hucha de las pensiones y así poder pagar las pensiones futuras de los babyboomers). 

Todos esos cambios fueron realizados a instancias de la Comisión Europea, que los reclamó como condición para liberar los fondos para la reconstrucción tras la pandemia; y se diferenciaban de las dos reformas experimentadas en 2011 (Zapatero) y 2013 (Rajoy) en que -exceptuando el freno a la jubilación anticipada- han puesto el foco en incrementar los recursos de la Seguridad Social en vez de ponerlo en recortar las pensiones. Es decir, para satisfacer la exigencia de Bruselas de cuadrar las cuentas de la Seguridad Social se ha optado por incrementar sus ingresos en vez de reducir sus gastos.

Y esta nueva fase de la reforma va en la misma dirección: los salarios más elevados pagarán progresivamente más cotizaciones sociales (gracias a un aumento de la base de cotización y a una “cuota de solidaridad”), y se irá incrementando progresivamente la cuota del ya mencionado MEI (para nutrir todavía más la hucha de las pensiones). Se pretende que esta nueva afluencia de ingresos sirva para aumentar la pensión máxima (aunque en menor proporción de lo que aumentará la base máxima de cotización), para aumentar las pensiones mínimas y no contributivas, y para aumentar las prestaciones a quienes hayan tenido un vacío en su carrera laboral (fundamentalmente mujeres por dedicarse mayoritariamente a los cuidados no remunerados).

Más allá de estos cambios en los ingresos y los gastos, también se va a permitir elegir el período de cálculo para la cuantía de la pensión entre dos opciones: los últimos 25 años cotizados (actualmente vigente) o los últimos 29 años cotizados pudiendo suprimir los 24 peores meses (no necesariamente contiguos). El objetivo es que la flexibilidad beneficie a quienes pueden haber tenido unos malos años de cotización en la última etapa de su vida laboral. Este cambio ha sido una agradable sorpresa porque la intención inicialmente declarada por el ministro no contemplaba la elección, sino que forzaba a la segunda opción (que no a todo el mundo le resulta beneficiosa). De todas formas, esta mayor flexibilidad no da tampoco mucho margen de maniobra, especialmente teniendo en cuenta que se habilitará progresivamente a partir de 2026 y hasta 2038.

Todos estos cambios son totalmente preferibles a los que sufrimos hace diez años, ya que -insisto- aquellos se encaminaban a recortar las pensiones, mientras que estos persiguen un reforzamiento de las mismas, lo que fortalece el sistema público de pensiones además de beneficiar a los pensionistas. El problema es que para lograrlo se acude a dos fuentes de financiación innecesarias, y aunque una de ellas sea positiva y bienvenida, la otra es muy perjudicial. Me explico.

A pesar de lo que diga Bruselas y de lo que marque la teoría económica convencional, no hay ninguna necesidad de cuadrar las cuentas de la Seguridad Social.

Esto se puede entender fácilmente si extrapolamos el ejemplo a la sanidad o educación públicas: ¿es necesario que ingresen tanto dinero como el que gastan? Obviamente no. La diferencia se cubre a través de los presupuestos generales del Estado, donde se incluyen tributos, ingresos por bonos públicos y otro tipo de ingresos, porque hemos considerado como sociedad que son ámbitos sociales cruciales que vamos a financiar tirando de otras esferas económicas. Entonces, ¿por qué no hacer lo mismo con las pensiones públicas, tal y como ocurre parcialmente en otros países? Es perfectamente posible y deseable. Para que se entienda: el déficit de la Seguridad Social se puede cubrir con los presupuestos generales del Estado (de hecho, lleva años ocurriendo), al igual que la sanidad y la educación, y no pasa nada.

Pero bueno, ya puestos a cuadrar las cuentas de la Seguridad Social, es una buena idea hacer que sean los salarios más elevados los que aporten más (como se logra gracias al aumento de la base de cotización y a la “cuota de solidaridad”) porque así se refuerza la progresividad de nuestro sistema fiscal (que pague proporcionalmente más quien más tiene). Pero es una pésima idea hacer que todos los asalariados, sus empleadores y los autónomos paguen más debido al MEI, porque eso les empobrece (aunque sea poco) sin que mejore la progresividad fiscal. En otras palabras: parte del coste de fortalecer las pensiones se está cargando (y se va a cargar más) sobre las espaldas de todos los actuales ocupados, ¡y sin que haya ninguna necesidad de ello! Y todo porque los dirigentes de la Unión Europea y el ministro de la Seguridad Social, debido a su ceguera en teoría económica, están obsesionados con cuadrar unas cuentas que no es necesario cuadrar.

En consecuencia, podemos decir sin miedo a equivocarnos que esta reforma de las pensiones es la mejor de todas las que se han aplicado recientemente porque fortalece el sistema público de pensiones y beneficia a todos los pensionistas, pero también que tiene el defecto importante de hacer recaer sobre todos los ocupados del mercado laboral -sin distinción por renta- una parte importante de su coste, cuando no es en absoluto necesario.

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